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Historias Urbanas: Se roban un celular

Todo sucedió en cuestión de segundos. Apenas un par de paradas antes, el hombre tamaño ropero deslizaba su dedo pulgar derecho encima de la pantalla de su teléfono. Ahora se enfrentaba a gritos con la mujer, quien negaba el robo y le respondía en tono airado.

La historia urbana ocurrió en un bus. Fotografía con fines ilustrativos.
Invitado
21 de mayo, 2023
Se roban un celular. Literatura, música, historia y asuntos cotidianos, hallará en el blog dominical de José Vicente Solórzano Aguilar.

El hombre tamaño ropero se sentó a la par mía en el bus de regreso a la colonia. Pensé que me iba a arrinconar. Todos los de su especie demandan más espacio y se comportan al estilo Jalisco: nunca pierden, siempre arrebatan. Resisto todo lo que puedo aunque mis piernas amanezcan adoloridas.

Pero no se armó pulso entre los dos. El hombre tamaño ropero sacó su celular y se la pasó viendo el resumen del partido de la Champions League donde el Manchester United le ganó cuatro a cero al Real Madrid. Se encargó de que todos los que estábamos a su alrededor oyéramos los comentarios de los narradores y las celebraciones de los goles.

Después comenzó a repasar su perfil de Facebook, sin detenerse más allá de tres segundos en notificación. Así se la pasó veinte o treinta minutos hasta que se bajó a unas cuatro paradas de donde yo me quedo. Me estaba acomodando cuando escuché que se armó alboroto en la puerta del bus. El hombre tamaño ropero acusaba a una mujer de haberle robado el celular.

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Todo sucedió en cuestión de segundos. Apenas un par de paradas antes, el hombre tamaño ropero deslizaba su dedo pulgar derecho encima de la pantalla de su teléfono. Ahora se enfrentaba a gritos con la mujer, quien negaba el robo y le respondía en tono airado. Algunos pasajeros comenzaron a gritar «agárrenlos». Miré por la ventana. Lo de siempre: ni un triste agente de la Policía para que se acercara, verificara la situación y cumpliera con su deber.

Me imagino que el hombre tamaño ropero experimentó la soledad de toda víctima de asalto. Nadie se atreve a intervenir por miedo a que lo premien con un balazo o lo acusen de cómplice. A mí no se me prendió el foco: pude pedirle que me dictara su número para llamarlo y localizar al teléfono según donde sonara. Pero me limité al rol de observador. Los dos se bajaron y seguían discutiendo cuando el bus continuó su marcha.

Dicen que no debemos aferrarnos a los objetos materiales. Pueden reponerse, la salud y la vida no. Sí, es cierto, pero los teléfonos cuestan caro. Ahí se almacenan cientos de fotografías y videos: los cumpleaños de los hijos, las salidas de paseo, las idas a los conciertos, el paso de la procesión, los viajes a la playa, los encuentros inesperados con los amigos en la calle o el estacionamiento. Por eso se oponen a los asaltos, sabiendo que se exponen a recibir el balazo que los mande directo a la morgue.

Está de más suponer que el robo alteró la noche del hombre tamaño ropero. Le amargó la cena, alarmó a su familia. Debió hacer una salida no prevista a la oficina del Ministerio Público más cercana para denunciar la pérdida del aparato, llamó a la empresa proveedora para que bloqueara la línea. Si padece de alguna enfermedad ligada a las emociones, ahí mismo le dio un empujón para que se librara.

Quizá lamentaría la pérdida de sus fotos y recuerdos conservados en la tarjeta de memoria, se resignaría a darle un golpe bajo a su presupuesto para comprar otro teléfono. Durante algunos días lo atormentó el «si hubiera hecho esto…».

Y así pasen los años, no se le borrará la cara de la mujer. Hablo por experiencia: todavía me acuerdo del suéter rojo y el pelo teñido de rubio de la señora que me sacó el frijolito marca Nokia que llevaba dentro de la mochila, poco antes de bajarme en la avenida Hincapié.

Historias Urbanas: Se roban un celular

Todo sucedió en cuestión de segundos. Apenas un par de paradas antes, el hombre tamaño ropero deslizaba su dedo pulgar derecho encima de la pantalla de su teléfono. Ahora se enfrentaba a gritos con la mujer, quien negaba el robo y le respondía en tono airado.

La historia urbana ocurrió en un bus. Fotografía con fines ilustrativos.
Invitado
21 de mayo, 2023
Se roban un celular. Literatura, música, historia y asuntos cotidianos, hallará en el blog dominical de José Vicente Solórzano Aguilar.

El hombre tamaño ropero se sentó a la par mía en el bus de regreso a la colonia. Pensé que me iba a arrinconar. Todos los de su especie demandan más espacio y se comportan al estilo Jalisco: nunca pierden, siempre arrebatan. Resisto todo lo que puedo aunque mis piernas amanezcan adoloridas.

Pero no se armó pulso entre los dos. El hombre tamaño ropero sacó su celular y se la pasó viendo el resumen del partido de la Champions League donde el Manchester United le ganó cuatro a cero al Real Madrid. Se encargó de que todos los que estábamos a su alrededor oyéramos los comentarios de los narradores y las celebraciones de los goles.

Después comenzó a repasar su perfil de Facebook, sin detenerse más allá de tres segundos en notificación. Así se la pasó veinte o treinta minutos hasta que se bajó a unas cuatro paradas de donde yo me quedo. Me estaba acomodando cuando escuché que se armó alboroto en la puerta del bus. El hombre tamaño ropero acusaba a una mujer de haberle robado el celular.

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Todo sucedió en cuestión de segundos. Apenas un par de paradas antes, el hombre tamaño ropero deslizaba su dedo pulgar derecho encima de la pantalla de su teléfono. Ahora se enfrentaba a gritos con la mujer, quien negaba el robo y le respondía en tono airado. Algunos pasajeros comenzaron a gritar «agárrenlos». Miré por la ventana. Lo de siempre: ni un triste agente de la Policía para que se acercara, verificara la situación y cumpliera con su deber.

Me imagino que el hombre tamaño ropero experimentó la soledad de toda víctima de asalto. Nadie se atreve a intervenir por miedo a que lo premien con un balazo o lo acusen de cómplice. A mí no se me prendió el foco: pude pedirle que me dictara su número para llamarlo y localizar al teléfono según donde sonara. Pero me limité al rol de observador. Los dos se bajaron y seguían discutiendo cuando el bus continuó su marcha.

Dicen que no debemos aferrarnos a los objetos materiales. Pueden reponerse, la salud y la vida no. Sí, es cierto, pero los teléfonos cuestan caro. Ahí se almacenan cientos de fotografías y videos: los cumpleaños de los hijos, las salidas de paseo, las idas a los conciertos, el paso de la procesión, los viajes a la playa, los encuentros inesperados con los amigos en la calle o el estacionamiento. Por eso se oponen a los asaltos, sabiendo que se exponen a recibir el balazo que los mande directo a la morgue.

Está de más suponer que el robo alteró la noche del hombre tamaño ropero. Le amargó la cena, alarmó a su familia. Debió hacer una salida no prevista a la oficina del Ministerio Público más cercana para denunciar la pérdida del aparato, llamó a la empresa proveedora para que bloqueara la línea. Si padece de alguna enfermedad ligada a las emociones, ahí mismo le dio un empujón para que se librara.

Quizá lamentaría la pérdida de sus fotos y recuerdos conservados en la tarjeta de memoria, se resignaría a darle un golpe bajo a su presupuesto para comprar otro teléfono. Durante algunos días lo atormentó el «si hubiera hecho esto…».

Y así pasen los años, no se le borrará la cara de la mujer. Hablo por experiencia: todavía me acuerdo del suéter rojo y el pelo teñido de rubio de la señora que me sacó el frijolito marca Nokia que llevaba dentro de la mochila, poco antes de bajarme en la avenida Hincapié.