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Historias Urbanas: Todo por el Mario Kart

Ahí se pasaban las horas aprendiendo a manejar los controles para superar cada pantalla y acumular los puntos que primero fueron cientos, después miles de miles.

Invitado
12 de junio, 2022
Todo por el Mario Kart. Esta es la historia urbana de José Vicente Solórzano Aguilar. 

Voy a contarles la historia de los tres amigos que se conocieron desde niños en la colonia y se juntaban todos los domingos para jugar maquinitas en los Capitol. Ahí se pasaban las horas aprendiendo a manejar los controles para superar cada pantalla y acumular los puntos que primero fueron cientos, después miles de miles.

Cierto día, uno de sus primos —siempre hay un primo que tiene ropa de estreno y los mejores juguetes porque el papá o la mamá se fue de ilegal para Estados Unidos, allá se parte el lomo 12 horas seguidas con tal de mandarles dinero a los suyos— los entra a la sala de su casa para mostrarles su gran tesoro: el primer Nintendo. Los patojos lo siguen de cerca mientras enciende la tele, conecta el aparato, saca un cartucho, se lo pone entre la camisa para soplarle la parte donde funciona. De ahí lo mete a la consola, la pantalla se pone negra, aparece el logo de Nintendo y de repente sale una figurita que les resulta conocida, Mario, el fontanero italiano que trata de rescatar a la princesa capturada por Donkey Kong.

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Ahora no pelea contra los barriles en llamas y todas las demás cosas que Donkey Kong le avienta, sino que atraviesa un mundo repleto de trampas, plantas carnívoras, tortugas voladoras y cuadritos que debe golpear una y otra vez hasta que sueltan el montón de monedas que le permiten aumentar de tamaño y brincar mayores distancias sin irse de largo, como si se embarrancara o se le fueran los frenos a la bicicleta en plena bajada.

Los tres amigos se hacen asiduos visitantes de la casa del primo. Primero se pelean y después se ponen de acuerdo para ver quién jugará primero. Lo deciden a la ficha, o a piedra, papel o tijera, sólo hay dos controles. Al rato organizan el primero de varios torneos: el que pierda tiene que invitarlos a todos a un agua y una bolsa de risitos. Mantienen las llegadas donde el primo hasta que la abuela se queja del pago de la luz, váyanse a sus casas, ni gracia tienen.

Como se quedaron picados, van a los almacenes donde permiten las pruebas gratis de los juegos hasta que les echan color y les cierran el paso apenas los reconocen. Tienen que regresar a los Capitol salvo las semanas de exámenes bimestrales cuando la noche se aprenden de memoria todo el contenido que deben responder bien si no quieren que les castiguen en casa y les impidan la salida por acumular demasiados números rojos en la tarjeta de calificaciones.

Terminan los básicos, sacan el diversificado, consiguen su primer empleo y empiezan a juntar su dinero. Quieren comprar su propio Nintendo y sus propios cartuchos, ya estuvo bueno de arrimarse a los demás para que al rato les impidan entrar a su casa, y de pasarse las horas contemplando los anaqueles donde exhiben esos artículos respaldados con las palabras mágicas Made in Japan para dar garantía de que son originales, nada de productos ensamblados en China o Corea del Sur o Estados Unidos.

Ya no tienen la presión del estudio, sólo deben ser puntuales a la hora de presentarse en el trabajo. Pueden encerrarse los domingos para competir en peleas de Mortal Kombat, eligen las mejores fatalidades para terminar con el enemigo, o manejar a su personaje favorito en las carreras de Mario Kart. Al final se quedan con las carreras, el ganador debe juntar la mayor cantidad de copas posibles y el perdedor debe invitarlos a un combo de McDonald’s, Wendy’s o Burger King. Uno elige a Mario, otro a Luigi (después optará por Wario, el doble maligno de Mario) y el tercero se pasa de Yoshi a Donkey Kong. Se las arreglan para conseguir el Super Nintendo, el Nintendo 64, el Game Cube, el NintendoWii y el Wii U.

Y ahí se están en la sala, hora tras hora, desde las diez de la mañana. Ordenan cajas de pizza y dobles litros de Pepsi. Tosen, eructan, estornudan, sueltan tacos y juramentos, escupen rayos y centellas. Orinan en los envases vacíos para no perder tiempo en ir y regresar del baño. Se gritan, se mientan la madre, se dan palmadas fuertes en la espalda, parece que la amistad está a punto de irse al garete, se van a levantar del sofá y van a pegarse como los personajes de Mortal Kombat. Pero no, es parte del ambiente que arman, al poco rato se concentran en llegar a la meta y sumar cuántas copas lleva cada uno para decidir al ganador. Casi siempre pierde el que maneja a Donkey Kong, pesa mucho, pero ya lo eligió y no lo cambiará.

Varias amigas quisieron unirse al grupo, practicaron en sus casas, se presentaron para el examen de admisión y no aguantaron el ambiente aunque llegaron a estar cerca de ganarles. Se necesitaban muchos años para acostumbrarse al encierro, a la falta de aire limpio, a la peste dejada por la fermentación de gaseosas y chucherías detonadora de ventosos. Otros pensaron darse la vuelta un día de estos para comprobar si era cierto lo que contaban, pero nunca lo hicieron y estuvo bien, tampoco hubieran aguantado.

Se piensa que estos lazos son duraderos. Podrán pasar semanas o meses sin verse, pero no faltará año sin que se junten a jugar así se casen, se muden a otra colonia, se llenen de hijos, lleguen a viejos. Pero no. El jugador de Mario pasó por un 2019 complicado. Pidió que se acabara rápido: le cayó el 2020, como a todos. El piloto de Wario les prendió fuego a su consola y todos los cartuchos que lo ligaron al mundo: aceptó a Cristo como su señor y salvador. El conductor de Donkey Kong permanece cual último hombre en pie, contempla el paisaje a su alrededor y lo acepta. «Hay que aprender a vivir con lo que hay. Todo cambió, todo fue», se dice con nostalgia antes de echar pa’lante.

 

Historias Urbanas: Todo por el Mario Kart

Ahí se pasaban las horas aprendiendo a manejar los controles para superar cada pantalla y acumular los puntos que primero fueron cientos, después miles de miles.

Invitado
12 de junio, 2022
Todo por el Mario Kart. Esta es la historia urbana de José Vicente Solórzano Aguilar. 

Voy a contarles la historia de los tres amigos que se conocieron desde niños en la colonia y se juntaban todos los domingos para jugar maquinitas en los Capitol. Ahí se pasaban las horas aprendiendo a manejar los controles para superar cada pantalla y acumular los puntos que primero fueron cientos, después miles de miles.

Cierto día, uno de sus primos —siempre hay un primo que tiene ropa de estreno y los mejores juguetes porque el papá o la mamá se fue de ilegal para Estados Unidos, allá se parte el lomo 12 horas seguidas con tal de mandarles dinero a los suyos— los entra a la sala de su casa para mostrarles su gran tesoro: el primer Nintendo. Los patojos lo siguen de cerca mientras enciende la tele, conecta el aparato, saca un cartucho, se lo pone entre la camisa para soplarle la parte donde funciona. De ahí lo mete a la consola, la pantalla se pone negra, aparece el logo de Nintendo y de repente sale una figurita que les resulta conocida, Mario, el fontanero italiano que trata de rescatar a la princesa capturada por Donkey Kong.

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Ahora no pelea contra los barriles en llamas y todas las demás cosas que Donkey Kong le avienta, sino que atraviesa un mundo repleto de trampas, plantas carnívoras, tortugas voladoras y cuadritos que debe golpear una y otra vez hasta que sueltan el montón de monedas que le permiten aumentar de tamaño y brincar mayores distancias sin irse de largo, como si se embarrancara o se le fueran los frenos a la bicicleta en plena bajada.

Los tres amigos se hacen asiduos visitantes de la casa del primo. Primero se pelean y después se ponen de acuerdo para ver quién jugará primero. Lo deciden a la ficha, o a piedra, papel o tijera, sólo hay dos controles. Al rato organizan el primero de varios torneos: el que pierda tiene que invitarlos a todos a un agua y una bolsa de risitos. Mantienen las llegadas donde el primo hasta que la abuela se queja del pago de la luz, váyanse a sus casas, ni gracia tienen.

Como se quedaron picados, van a los almacenes donde permiten las pruebas gratis de los juegos hasta que les echan color y les cierran el paso apenas los reconocen. Tienen que regresar a los Capitol salvo las semanas de exámenes bimestrales cuando la noche se aprenden de memoria todo el contenido que deben responder bien si no quieren que les castiguen en casa y les impidan la salida por acumular demasiados números rojos en la tarjeta de calificaciones.

Terminan los básicos, sacan el diversificado, consiguen su primer empleo y empiezan a juntar su dinero. Quieren comprar su propio Nintendo y sus propios cartuchos, ya estuvo bueno de arrimarse a los demás para que al rato les impidan entrar a su casa, y de pasarse las horas contemplando los anaqueles donde exhiben esos artículos respaldados con las palabras mágicas Made in Japan para dar garantía de que son originales, nada de productos ensamblados en China o Corea del Sur o Estados Unidos.

Ya no tienen la presión del estudio, sólo deben ser puntuales a la hora de presentarse en el trabajo. Pueden encerrarse los domingos para competir en peleas de Mortal Kombat, eligen las mejores fatalidades para terminar con el enemigo, o manejar a su personaje favorito en las carreras de Mario Kart. Al final se quedan con las carreras, el ganador debe juntar la mayor cantidad de copas posibles y el perdedor debe invitarlos a un combo de McDonald’s, Wendy’s o Burger King. Uno elige a Mario, otro a Luigi (después optará por Wario, el doble maligno de Mario) y el tercero se pasa de Yoshi a Donkey Kong. Se las arreglan para conseguir el Super Nintendo, el Nintendo 64, el Game Cube, el NintendoWii y el Wii U.

Y ahí se están en la sala, hora tras hora, desde las diez de la mañana. Ordenan cajas de pizza y dobles litros de Pepsi. Tosen, eructan, estornudan, sueltan tacos y juramentos, escupen rayos y centellas. Orinan en los envases vacíos para no perder tiempo en ir y regresar del baño. Se gritan, se mientan la madre, se dan palmadas fuertes en la espalda, parece que la amistad está a punto de irse al garete, se van a levantar del sofá y van a pegarse como los personajes de Mortal Kombat. Pero no, es parte del ambiente que arman, al poco rato se concentran en llegar a la meta y sumar cuántas copas lleva cada uno para decidir al ganador. Casi siempre pierde el que maneja a Donkey Kong, pesa mucho, pero ya lo eligió y no lo cambiará.

Varias amigas quisieron unirse al grupo, practicaron en sus casas, se presentaron para el examen de admisión y no aguantaron el ambiente aunque llegaron a estar cerca de ganarles. Se necesitaban muchos años para acostumbrarse al encierro, a la falta de aire limpio, a la peste dejada por la fermentación de gaseosas y chucherías detonadora de ventosos. Otros pensaron darse la vuelta un día de estos para comprobar si era cierto lo que contaban, pero nunca lo hicieron y estuvo bien, tampoco hubieran aguantado.

Se piensa que estos lazos son duraderos. Podrán pasar semanas o meses sin verse, pero no faltará año sin que se junten a jugar así se casen, se muden a otra colonia, se llenen de hijos, lleguen a viejos. Pero no. El jugador de Mario pasó por un 2019 complicado. Pidió que se acabara rápido: le cayó el 2020, como a todos. El piloto de Wario les prendió fuego a su consola y todos los cartuchos que lo ligaron al mundo: aceptó a Cristo como su señor y salvador. El conductor de Donkey Kong permanece cual último hombre en pie, contempla el paisaje a su alrededor y lo acepta. «Hay que aprender a vivir con lo que hay. Todo cambió, todo fue», se dice con nostalgia antes de echar pa’lante.