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La democracia en Guatemala

Redacción
23 de enero, 2015

La idea que he sostenido de democracia es la que explica Norberto Bobbio: un conjunto de reglas procedimentales para elegir a quienes tomarán las decisiones que interesan al conjunto y la forma en que esas decisiones deben tomarse. Sin embargo, leyendo unas páginas de la historia de los Estados Unidos mi entendimiento de la democracia se expandió más allá de su concepto técnico. “La Revolución y la guerra larga inculcó en aquellos que una vez estuvieron en el fondo la creencia, puesta en innumerables declaraciones de derechos, que todos los ciudadanos son igualmente libres e independientes”, explica el libro que ahora me ocupa.

La democracia moderna va ligada necesariamente a la idea de igualdad de las personas. Una democracia es honesta sólo cuando no hay distinción de clases fundada en ley, sin privilegios para los pocos y sin barreras para los muchos. Necesita que todas las personas, sea cual sea su religión y raza, tengan la misma oportunidad de acceder a cargos públicos y de elegir a sus representantes. Esta descripción parece obvia en nuestros días pero la democracia universal ha sido la excepción en la historia, no la regla. Ni siquiera ha sido una constante en los países desarrollados con instituciones funcionales. Una mirada a sus antecedentes basta para descubrir que antes sólo podían votar las personas que poseyeran tierras o que el voto no era un derecho para las mujeres ni las personas de color.

Pero como sucede con cualquier institución humana, la democracia universal también ha producido efectos negativos, siendo la hiperinflación de la administración pública uno de los más latentes. Bobbio nos dice: “Desde el momento en que el voto fue ampliado a los analfabetos era inevitable que éstos pidiesen al Estado la creación de escuelas gratuitas y, por tanto, asumir un gasto que era desconocido para el Estado de las oligarquías tradicionales y de la primera oligarquía burguesa. Cuando el derecho de votar también fue ampliado a los no propietarios, a los desposeídos, a aquellos que no tenían otra propiedad más que su fuerza de trabajo, ello trajo como consecuencia que estos pidiesen al Estado la protección contra la desocupación y, progresivamente, seguridad social contras las enfermedades, contra la vejez, previsión a favor de la maternidad, vivienda barata, etc. De esta manera ha sucedido que el Estado benefactor, el Estado social, ha sido, guste o no, la respuesta a una demanda proveniente de abajo, a una petición, en el sentido pleno de la palabra, democrática”.

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Entendida la democracia en estos dos sentidos, como procedimiento para la toma de decisiones y como participación política de todas las personas, cabe hacer un diagnóstico a la democracia guatemalteca, sobre todo porque estamos en año electoral. Tenemos una democracia golpeada, pero también hemos logrado aciertos. Desde que entró en vigencia la actual Constitución han habido varias transiciones pacíficas y legítimas del poder -¿para qué sirve la democracia en última instancia si no es para evitar el cambio violento?- con excepción del Serranazo. Las elecciones son rigurosamente fiscalizadas y los fraudes se han evitado. En momentos críticos nuestro sistema ha dado signos de vida, como sucedió con la sociedad y la Corte de Constitucionalidad en el autogolpe del 93 o en el intento de Ríos Montt de ser candidato presidencial a inicios de los 90, intento que luego replicó Sandra Torres con el mismo resultado fallido.

Lamentablemente, los desaciertos han sido mayores que los aciertos, pero eso será tema de la próxima columna. ¡Hasta entonces!

La democracia en Guatemala

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23 de enero, 2015

La idea que he sostenido de democracia es la que explica Norberto Bobbio: un conjunto de reglas procedimentales para elegir a quienes tomarán las decisiones que interesan al conjunto y la forma en que esas decisiones deben tomarse. Sin embargo, leyendo unas páginas de la historia de los Estados Unidos mi entendimiento de la democracia se expandió más allá de su concepto técnico. “La Revolución y la guerra larga inculcó en aquellos que una vez estuvieron en el fondo la creencia, puesta en innumerables declaraciones de derechos, que todos los ciudadanos son igualmente libres e independientes”, explica el libro que ahora me ocupa.

La democracia moderna va ligada necesariamente a la idea de igualdad de las personas. Una democracia es honesta sólo cuando no hay distinción de clases fundada en ley, sin privilegios para los pocos y sin barreras para los muchos. Necesita que todas las personas, sea cual sea su religión y raza, tengan la misma oportunidad de acceder a cargos públicos y de elegir a sus representantes. Esta descripción parece obvia en nuestros días pero la democracia universal ha sido la excepción en la historia, no la regla. Ni siquiera ha sido una constante en los países desarrollados con instituciones funcionales. Una mirada a sus antecedentes basta para descubrir que antes sólo podían votar las personas que poseyeran tierras o que el voto no era un derecho para las mujeres ni las personas de color.

Pero como sucede con cualquier institución humana, la democracia universal también ha producido efectos negativos, siendo la hiperinflación de la administración pública uno de los más latentes. Bobbio nos dice: “Desde el momento en que el voto fue ampliado a los analfabetos era inevitable que éstos pidiesen al Estado la creación de escuelas gratuitas y, por tanto, asumir un gasto que era desconocido para el Estado de las oligarquías tradicionales y de la primera oligarquía burguesa. Cuando el derecho de votar también fue ampliado a los no propietarios, a los desposeídos, a aquellos que no tenían otra propiedad más que su fuerza de trabajo, ello trajo como consecuencia que estos pidiesen al Estado la protección contra la desocupación y, progresivamente, seguridad social contras las enfermedades, contra la vejez, previsión a favor de la maternidad, vivienda barata, etc. De esta manera ha sucedido que el Estado benefactor, el Estado social, ha sido, guste o no, la respuesta a una demanda proveniente de abajo, a una petición, en el sentido pleno de la palabra, democrática”.

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Entendida la democracia en estos dos sentidos, como procedimiento para la toma de decisiones y como participación política de todas las personas, cabe hacer un diagnóstico a la democracia guatemalteca, sobre todo porque estamos en año electoral. Tenemos una democracia golpeada, pero también hemos logrado aciertos. Desde que entró en vigencia la actual Constitución han habido varias transiciones pacíficas y legítimas del poder -¿para qué sirve la democracia en última instancia si no es para evitar el cambio violento?- con excepción del Serranazo. Las elecciones son rigurosamente fiscalizadas y los fraudes se han evitado. En momentos críticos nuestro sistema ha dado signos de vida, como sucedió con la sociedad y la Corte de Constitucionalidad en el autogolpe del 93 o en el intento de Ríos Montt de ser candidato presidencial a inicios de los 90, intento que luego replicó Sandra Torres con el mismo resultado fallido.

Lamentablemente, los desaciertos han sido mayores que los aciertos, pero eso será tema de la próxima columna. ¡Hasta entonces!