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A propósito del Bicentenario

Armando De la Torre
29 de septiembre, 2021

No soy oriundo de Guatemala, solo un mero huésped suyo.

Pero en ningún otro punto del planeta mi salud corporal me ha resultado tan robusta, logro que creo que comparto con otros muchos también llegados a este país desde las latitudes más remotas como aquellos provenientes hoy de Corea del Sur, ayer de Bélgica y anteayer de la Madre España y de sus demás adláteres como Italia, Alemania y aun los sobrevivientes temblorosos del judaísmo europeo. 

Todo ello sumado a la muy policromática herencia de los mayas desde el sur o de los aztecas desde el norte, amén de otras etnias arribadas desde casi todos los confines del planeta.     

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Guatemala, por lo tanto, “el país receptor y de la eterna primavera”, me ha sido a mí en lo particular como a muchos otros de mi personal conocimiento un refugio ideal y un excelente laboratorio antropológico.

Aquí he echado mis raíces más profundas fuera de Cuba gracias a una esposa chapina, mis hijos y mis nietos también nacidos en esta tierra. 

Y casi seguramente aquí habré de dejarles un día mis huesos.

Por eso me ha sorprendido tanto cierta estridencia pesimista y hasta melodramáticamente despectiva emergida en estos días a propósito del bicentenario de su independencia, sobre todo, como de costumbre, desde ciertos sectores izquierdizantes en su geografía política.

Todos sabemos que esta sociedad ha sido paralelamente desde su génesis y por los motivos más variados un campo no menos conflictivo, y aun a ratos demasiado violentos, de experiencias colectivas muy únicas sobre todo en estos últimos quinientos años en la historia de sus pobladores.

Pero, ¿qué ha habido de excepcional en este caso para que algunos, muy pocos en verdad, hoy la vean como tan hosca y primitiva?

No lo entiendo por completo, porque algo parecido podría afirmarse de los otros muy numerosos asentamientos humanos del entero planeta. 

Sin ir más lejos, nuestro vecino México creo que nos ha superado por mucho en los dolores y el derramamiento de sangre que ha teñido a lo largo de su historia.

Y aún más hacia el norte, pasado el Río Grande, los anales históricos recogen no menos innumerables conflictos violentos e injusticias xenófobas en su suelo. Baste, por ejemplo, recordar a esos infelices millones de negros africanos traídos a la fuerza a estas tierras para ellos tan ajenas.

Y si se nos fuera dado cruzar otra vez el Atlántico en sentido opuesto, como lo han hecho por cierto algunos de mis más recientes antepasados desde la imposición del totalitarismo castrista en Cuba, hallaríamos al final naciones mucho más desgarradas y caóticas que las ocurridas en esta tierra.

Por eso, reitero, nunca he podido olvidar aquella frase genial de Ludwig Feuerbach de que la historia no es más que la recolección “Der Seufzen der Menscheit”, es decir, de los sollozos de la humanidad

Y por eso Guatemala no ha podido ser una excepción.

Y por lo mismo, los hombres de todos los tiempos y de todos los lugares han intentado siempre amortiguar tantos quebrantos emocionales con la dulzura de sus devociones religiosas, o con sus desahogos ocasionales en la literatura lírica, o no menos con una vida más íntima y recogida en familia, con el beneficio adicional de amistades de vieja data, también hasta con el cultivo de una música y o de una danza siempre muy sentimentales y hasta refinadas, extendible aun a las ciencia exactas y del espíritu tal como nos lo explicó Wilhelm Dilthey en su día. 

No menos aún, incluidas asimismo las competencias deportivas entre cualesquiera grupos o en cualquier recóndito rincón.

Y así todo ello se nos ha vuelto también las expresiones más delicadas de nuestras civilizaciones respectivas así como de nuestras esperanzas.

Por lo tanto, ¿a qué vienen tantos reproches y condenas a los hombres y mujeres que nos antecedieron aquí o en el Tíbet? ¿Seremos acaso los de hoy superiores en bondad y talento a los de ayer? En algo quizás, dadas las visiones espirituales y más dulces del budismo, del hebraísmo y, sobre todo, del cristianismo. 

Pero que de pecadores crueles y violentos a todos nos ha salpicado con la sangre que hemos heredado es algo irrefutable. 

Y a todas esas vivencias se las ha denominado globalmente como “la condición humana”.

Por otra parte, ante tanto pesimismo local rayano a veces en la más despreciable ingratitud, me pregunto: ¿de dónde nos llega tanto rechazo mal fundamentado, tantos odios y antipatías congelados para quienes poco o nada aparentan apreciar en nuestra idiosincrasia de siglos, de los logros de nuestros antepasados o también de nuestros fracasos tan estrepitosos y al mismo tiempo tan humanos con motivo de la celebración del bicentenario de la libertad colectiva de Centroamérica? 

Creo que esto nos sugiere una incapacidad vergonzosa en pleno siglo XXI para sintonizarnos con cada cual de nuestros ancestros o de nosotros mismos. 

Es decir, mucho nos resta del analfabeta de ayer, de los resentimientos personales de hoy y de un cierto derrotismo grupal que se nos promete anticipadamente para el mañana. 

Sin embargo, Centroamérica sigue siendo el puente terrestre emergido de las profundidades del mar hace unos tres millones de años. Por lo tanto, ¿qué mayor gloria que la de ser un arco con pies afirmados tanto en el Norte como en el Sur de las Américas? ¿O qué más aleccionador de ser todavía el punto de encuentro de muchos y de muchas? ¿Qué mayor consuelo que el de saberse herederos únicos y punto de congruencia para el entero género humano?

Los prejuicios del odio y de la antipatía no construyen, tan solo erosionan lo poco ya ganado. 

Queridos jóvenes amigos: celebremos con júbilo doscientos años de ascenso penoso hacia la adultez nacional. Y recopilemos todo lo mejor que algún día habremos de pasar a nuestros futuros descendientes. Pues solo el libre emprendimiento, y la virtud de la perseverancia en lo ya emprendido, y el carácter firme a pesar de nuestros desaciertos y de nuestras humillaciones del ayer, nos permitirán dejar a nuestros hijos y nuestros nietos de lo que ya hubiésemos querido poder disponer el día de hoy.

¡Viva Guatemala! ¡Viva Centroamérica! 

¡Y que también viva para siempre todo lo que a ello pueda haber conducido, lo honorable y lo que hoy lamentamos, pues recordemos que nunca hemos podido ser las fuentes últimas de lo genuinamente humano, tanto en el pasado como en el presente, y mucho menos de todo lo divino, por mucho que lo hayamos creído! 

A propósito del Bicentenario

Armando De la Torre
29 de septiembre, 2021

No soy oriundo de Guatemala, solo un mero huésped suyo.

Pero en ningún otro punto del planeta mi salud corporal me ha resultado tan robusta, logro que creo que comparto con otros muchos también llegados a este país desde las latitudes más remotas como aquellos provenientes hoy de Corea del Sur, ayer de Bélgica y anteayer de la Madre España y de sus demás adláteres como Italia, Alemania y aun los sobrevivientes temblorosos del judaísmo europeo. 

Todo ello sumado a la muy policromática herencia de los mayas desde el sur o de los aztecas desde el norte, amén de otras etnias arribadas desde casi todos los confines del planeta.     

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Guatemala, por lo tanto, “el país receptor y de la eterna primavera”, me ha sido a mí en lo particular como a muchos otros de mi personal conocimiento un refugio ideal y un excelente laboratorio antropológico.

Aquí he echado mis raíces más profundas fuera de Cuba gracias a una esposa chapina, mis hijos y mis nietos también nacidos en esta tierra. 

Y casi seguramente aquí habré de dejarles un día mis huesos.

Por eso me ha sorprendido tanto cierta estridencia pesimista y hasta melodramáticamente despectiva emergida en estos días a propósito del bicentenario de su independencia, sobre todo, como de costumbre, desde ciertos sectores izquierdizantes en su geografía política.

Todos sabemos que esta sociedad ha sido paralelamente desde su génesis y por los motivos más variados un campo no menos conflictivo, y aun a ratos demasiado violentos, de experiencias colectivas muy únicas sobre todo en estos últimos quinientos años en la historia de sus pobladores.

Pero, ¿qué ha habido de excepcional en este caso para que algunos, muy pocos en verdad, hoy la vean como tan hosca y primitiva?

No lo entiendo por completo, porque algo parecido podría afirmarse de los otros muy numerosos asentamientos humanos del entero planeta. 

Sin ir más lejos, nuestro vecino México creo que nos ha superado por mucho en los dolores y el derramamiento de sangre que ha teñido a lo largo de su historia.

Y aún más hacia el norte, pasado el Río Grande, los anales históricos recogen no menos innumerables conflictos violentos e injusticias xenófobas en su suelo. Baste, por ejemplo, recordar a esos infelices millones de negros africanos traídos a la fuerza a estas tierras para ellos tan ajenas.

Y si se nos fuera dado cruzar otra vez el Atlántico en sentido opuesto, como lo han hecho por cierto algunos de mis más recientes antepasados desde la imposición del totalitarismo castrista en Cuba, hallaríamos al final naciones mucho más desgarradas y caóticas que las ocurridas en esta tierra.

Por eso, reitero, nunca he podido olvidar aquella frase genial de Ludwig Feuerbach de que la historia no es más que la recolección “Der Seufzen der Menscheit”, es decir, de los sollozos de la humanidad

Y por eso Guatemala no ha podido ser una excepción.

Y por lo mismo, los hombres de todos los tiempos y de todos los lugares han intentado siempre amortiguar tantos quebrantos emocionales con la dulzura de sus devociones religiosas, o con sus desahogos ocasionales en la literatura lírica, o no menos con una vida más íntima y recogida en familia, con el beneficio adicional de amistades de vieja data, también hasta con el cultivo de una música y o de una danza siempre muy sentimentales y hasta refinadas, extendible aun a las ciencia exactas y del espíritu tal como nos lo explicó Wilhelm Dilthey en su día. 

No menos aún, incluidas asimismo las competencias deportivas entre cualesquiera grupos o en cualquier recóndito rincón.

Y así todo ello se nos ha vuelto también las expresiones más delicadas de nuestras civilizaciones respectivas así como de nuestras esperanzas.

Por lo tanto, ¿a qué vienen tantos reproches y condenas a los hombres y mujeres que nos antecedieron aquí o en el Tíbet? ¿Seremos acaso los de hoy superiores en bondad y talento a los de ayer? En algo quizás, dadas las visiones espirituales y más dulces del budismo, del hebraísmo y, sobre todo, del cristianismo. 

Pero que de pecadores crueles y violentos a todos nos ha salpicado con la sangre que hemos heredado es algo irrefutable. 

Y a todas esas vivencias se las ha denominado globalmente como “la condición humana”.

Por otra parte, ante tanto pesimismo local rayano a veces en la más despreciable ingratitud, me pregunto: ¿de dónde nos llega tanto rechazo mal fundamentado, tantos odios y antipatías congelados para quienes poco o nada aparentan apreciar en nuestra idiosincrasia de siglos, de los logros de nuestros antepasados o también de nuestros fracasos tan estrepitosos y al mismo tiempo tan humanos con motivo de la celebración del bicentenario de la libertad colectiva de Centroamérica? 

Creo que esto nos sugiere una incapacidad vergonzosa en pleno siglo XXI para sintonizarnos con cada cual de nuestros ancestros o de nosotros mismos. 

Es decir, mucho nos resta del analfabeta de ayer, de los resentimientos personales de hoy y de un cierto derrotismo grupal que se nos promete anticipadamente para el mañana. 

Sin embargo, Centroamérica sigue siendo el puente terrestre emergido de las profundidades del mar hace unos tres millones de años. Por lo tanto, ¿qué mayor gloria que la de ser un arco con pies afirmados tanto en el Norte como en el Sur de las Américas? ¿O qué más aleccionador de ser todavía el punto de encuentro de muchos y de muchas? ¿Qué mayor consuelo que el de saberse herederos únicos y punto de congruencia para el entero género humano?

Los prejuicios del odio y de la antipatía no construyen, tan solo erosionan lo poco ya ganado. 

Queridos jóvenes amigos: celebremos con júbilo doscientos años de ascenso penoso hacia la adultez nacional. Y recopilemos todo lo mejor que algún día habremos de pasar a nuestros futuros descendientes. Pues solo el libre emprendimiento, y la virtud de la perseverancia en lo ya emprendido, y el carácter firme a pesar de nuestros desaciertos y de nuestras humillaciones del ayer, nos permitirán dejar a nuestros hijos y nuestros nietos de lo que ya hubiésemos querido poder disponer el día de hoy.

¡Viva Guatemala! ¡Viva Centroamérica! 

¡Y que también viva para siempre todo lo que a ello pueda haber conducido, lo honorable y lo que hoy lamentamos, pues recordemos que nunca hemos podido ser las fuentes últimas de lo genuinamente humano, tanto en el pasado como en el presente, y mucho menos de todo lo divino, por mucho que lo hayamos creído!