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Ruindad

Gabriel Arana Fuentes
08 de abril, 2018

En el blog de historias urbanas escribe José Vicente Solórzano Aguilar.

Dos señoras venían platicando recio; sus voces resonaban dentro del transmetro como novena en catedral metropolitana. Me desconcentré y cuando sentí las estaba escuchando. Si una plática se entromete en mi lectura termino por seguirla. Mejor me rendí y cerré el libro.

Según capté, una amiga común encontró su casa hecha pedazos. Venía de cenar con su hijo. Los ladrones destriparon colchones, aventaron muebles y quebraron ventanas. Todo porque no hallaron nada que pudieran llevarse y vender por un puñado de quetzales.

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También rompieron libros.

¿Libros? pregunté entre mí y preguntó al mismo tiempo la otra señora.

Sí, todos los que ella tenía. ¿Te recordás cómo los cuidaba y con qué primor los colocaba en su lugar cuando los mostraba? Todos se los hicieron pedazos, todos.

Ay que malos, le respondieron.

Vé qué ruindad, agregué entre mí.

Y apreté mi copia de la primera edición de los Cuentos de Joyabaj, de Francisco Méndez, número uno de la serie Miguel Ángel Asturias publicada por la colección Guatemala de la Tipografìa Nacional en 1984, para resguardarla de posibles energúmenos.

Antes que la voz líder se bajara en la parada de la municipalidad, añadió que la víctima de tal barbarie vive en una de esas colonias con fiel custodio en la entrada. Guardias provenientes del campo, acaso semianalfabetos, aficionados a la música ranchera y sus alardes. Fieros para interceptar el paso de todo aquel que no lleve su documento de identificación encima –me sucedió un par de veces– y capaces de no darse cuenta que una casa cercana, a cuya dueña le descuentan cuota mensual para el pago de seguridad, sucumbe a la maldad de tres o cuatro delincuentes.

Quizá te interese: Cuerpo y Alma: Reinvención

Luego se preguntan por qué somos tan desconfiados.

Esa maldad me detonó un recuerdo de infancia. Cierta noche se metieron los ladrones a mi casa. A saber cómo le hicieron para llevarse el montón de herramientas que mi papá guardaba cerca del lavadero. Ni ruido hicieron. A manera de despedida, como si de algo gracioso se tratara, uno se zurró en el patio y se limpió con un calzón de mi hermana.

Menos mal no se les ocurrió meterse en los cuartos. Quién sabe qué clase de psicópatas eran. Acaso los mismos que entraron en la casa de una madre soltera y acabaron con lo más preciado para ella.

Solo me resta esperar que la dueña resista esta pérdida. No dudo que atesoraba materiales valiosos entre sus libros. Podrá reponer sus muebles y ventanas; los bienes espirituales tardarán en regenerarse. A ella, dondequiera que esté, le mando fuerzas para sobreponerse.

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Según capté, una amiga común encontró su casa hecha pedazos. Venía de cenar con su hijo. Los ladrones destriparon colchones, aventaron muebles y quebraron ventanas. Todo porque no hallaron nada que pudieran llevarse y vender por un puñado de quetzales.

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