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Redacción República
04 de marzo, 2017

Sucede de una manera sutil, el tema es arrojado en la mesa y cada uno de nosotros nos tomamos el tiempo necesario para decidir qué pensamos de ese tema y cómo lo fundamentamos. No importa de qué estemos hablando: migración, aborto, diversidad sexual, violencia, violación o el poco éxito del Gobierno para garantizar una vida digna a cada ciudadano.  

Comenzamos a escupir las opiniones. Decimos lo primero que se nos viene a la mente, que por supuesto es algo aprendido y preconcebido por alguien más. Luego comenzamos a retractarnos, a pensar mejor; a considerar todos los puntos. Imaginamos las situaciones, nos hierve las sangre, hablamos desde nuestras experiencias y pocas veces escuchamos al otro.

Ese otro, también habla. Escupe sus justificaciones. “Yo creo que abortar está bien”, o “los mojados se la buscan por provocar a los gringos”. Y así escuchamos el desfile de opiniones: el que cree en el aborto y el que no. El que apoya la diversidad sexual y el que la repudia. “Las violaciones se las buscan las propias mujeres”, o “los hombres son unos animales sexualmente insaciables”.  Están aquellos que creen que los maleantes nacen malos y los que creen que es su entorno y la historia lo que los hace ser como son.  

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Realmente cuando se abre un debate sobre política, religión o de actos revolucionarios; debemos prepararnos para ser ametrallados por muchas ideas de las cuales nunca nos queda muy claro de dónde salen pero existen, están ahí, a través de los siglos y a pesar del cambio de tendencias.  

Me consterna, me pone triste cuando me bajo de la ruleta de opiniones y doy tres pasos atrás. Y se mira, desde donde estoy, a esas personas por las cuales surgió el debate. Miro a la mujer violada y al campesino que emigró. Al niño transexual, a la lesbiana oprimida, al muchacho sin oportunidades o la mujer que quiere abortar. Los veo y están ahí, en medio de la guerra de opiniones; asustados. Ellos no pudieron estar ahí, la vida los llevo eventualmente a estarlo. Ellos no quisieron causar el debate, el mundo decidió por ellos que iba a iniciarlo. Miles de personas de pronto parecen estar comprometidos con defenderlos o ultrajarlos, sin que ellos lo solicitaran.  

Nos pasa todas las veces ¿no se han dado cuenta? Los debates que más tiempo han perdurado en nuestras universidades y nuestras mesas del comedor, siempre están enfocados en qué creen unos y qué sienten otros. Qué dice la ciencia y qué dice la religión. Qué está bien, qué está mal… pero jamás nos decidimos a bajar de la ruleta, dar tres pasos atrás y ver a esa víctima del debate.  

Verla y saber que no está bien, que está atrapada desde hace siglos en un debate que mucho opina pero nada ayuda. Verla indefensa, confundida, sin saber qué pensar o qué hacer. Muchas veces nos olvidamos de la esencia de ese debate ¿verdad? Nos olvidamos de las personas que viven ese desconcierto diariamente; de la mujer que tiene que decidir por su aborto, el transexual que necesita comenzar su transición, el inmigrante que no sabe si tiene derechos o no, nos olvidamos de la niña violada que tiene miedo.

Y así construimos todo un plan de acción para terminar por fin el debate, para probar que nuestros puntos son los correctos y todo esto sin voltear a ver una sola vez a una de sus víctimas y preocuparnos de una manera más personal por ella. Mientras el mundo decide qué hacer con sus problemas y aceptaciones, NECESITAMOS (en mayúsculas, de verdad) comenzar a cuidar a los seres humanos que están metidos en el debate.

Hay que cuidar a los niños, a las mujeres, a los hombres, a los transexuales, a los jóvenes, los adultos. Hay que comenzar a entender que su humanidad, su vida, es lo que más importa. Garantizar su bienestar antes que cualquier otra cosa y en medio del problema hacerles saber que el mundo aún no decide si apoyar o condenar su situación pero que por lo pronto ellos son importantes y valiosos. De lo contrario vamos a seguir cultivando, como hasta ahora lo hemos hecho, un historial infinito de suicidios, personas que sufren depresión y sociedades decadentes.

República es ajena a la opinión expresada en este artículo

Redacción República
04 de marzo, 2017

Sucede de una manera sutil, el tema es arrojado en la mesa y cada uno de nosotros nos tomamos el tiempo necesario para decidir qué pensamos de ese tema y cómo lo fundamentamos. No importa de qué estemos hablando: migración, aborto, diversidad sexual, violencia, violación o el poco éxito del Gobierno para garantizar una vida digna a cada ciudadano.  

Comenzamos a escupir las opiniones. Decimos lo primero que se nos viene a la mente, que por supuesto es algo aprendido y preconcebido por alguien más. Luego comenzamos a retractarnos, a pensar mejor; a considerar todos los puntos. Imaginamos las situaciones, nos hierve las sangre, hablamos desde nuestras experiencias y pocas veces escuchamos al otro.

Ese otro, también habla. Escupe sus justificaciones. “Yo creo que abortar está bien”, o “los mojados se la buscan por provocar a los gringos”. Y así escuchamos el desfile de opiniones: el que cree en el aborto y el que no. El que apoya la diversidad sexual y el que la repudia. “Las violaciones se las buscan las propias mujeres”, o “los hombres son unos animales sexualmente insaciables”.  Están aquellos que creen que los maleantes nacen malos y los que creen que es su entorno y la historia lo que los hace ser como son.  

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Realmente cuando se abre un debate sobre política, religión o de actos revolucionarios; debemos prepararnos para ser ametrallados por muchas ideas de las cuales nunca nos queda muy claro de dónde salen pero existen, están ahí, a través de los siglos y a pesar del cambio de tendencias.  

Me consterna, me pone triste cuando me bajo de la ruleta de opiniones y doy tres pasos atrás. Y se mira, desde donde estoy, a esas personas por las cuales surgió el debate. Miro a la mujer violada y al campesino que emigró. Al niño transexual, a la lesbiana oprimida, al muchacho sin oportunidades o la mujer que quiere abortar. Los veo y están ahí, en medio de la guerra de opiniones; asustados. Ellos no pudieron estar ahí, la vida los llevo eventualmente a estarlo. Ellos no quisieron causar el debate, el mundo decidió por ellos que iba a iniciarlo. Miles de personas de pronto parecen estar comprometidos con defenderlos o ultrajarlos, sin que ellos lo solicitaran.  

Nos pasa todas las veces ¿no se han dado cuenta? Los debates que más tiempo han perdurado en nuestras universidades y nuestras mesas del comedor, siempre están enfocados en qué creen unos y qué sienten otros. Qué dice la ciencia y qué dice la religión. Qué está bien, qué está mal… pero jamás nos decidimos a bajar de la ruleta, dar tres pasos atrás y ver a esa víctima del debate.  

Verla y saber que no está bien, que está atrapada desde hace siglos en un debate que mucho opina pero nada ayuda. Verla indefensa, confundida, sin saber qué pensar o qué hacer. Muchas veces nos olvidamos de la esencia de ese debate ¿verdad? Nos olvidamos de las personas que viven ese desconcierto diariamente; de la mujer que tiene que decidir por su aborto, el transexual que necesita comenzar su transición, el inmigrante que no sabe si tiene derechos o no, nos olvidamos de la niña violada que tiene miedo.

Y así construimos todo un plan de acción para terminar por fin el debate, para probar que nuestros puntos son los correctos y todo esto sin voltear a ver una sola vez a una de sus víctimas y preocuparnos de una manera más personal por ella. Mientras el mundo decide qué hacer con sus problemas y aceptaciones, NECESITAMOS (en mayúsculas, de verdad) comenzar a cuidar a los seres humanos que están metidos en el debate.

Hay que cuidar a los niños, a las mujeres, a los hombres, a los transexuales, a los jóvenes, los adultos. Hay que comenzar a entender que su humanidad, su vida, es lo que más importa. Garantizar su bienestar antes que cualquier otra cosa y en medio del problema hacerles saber que el mundo aún no decide si apoyar o condenar su situación pero que por lo pronto ellos son importantes y valiosos. De lo contrario vamos a seguir cultivando, como hasta ahora lo hemos hecho, un historial infinito de suicidios, personas que sufren depresión y sociedades decadentes.

República es ajena a la opinión expresada en este artículo