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Blog de literatura científica: Viajar en el tiempo*

Gabriel Arana Fuentes
02 de julio, 2017

*Fragmento del libro Viajar en el tiempo de James Gleick (Crítica), © 2017, Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.

¿Puedes tú, ciudadano del siglo xxi, recordar la primera vez que oíste hablar de los viajes en el tiempo? Lo dudo. El viaje en el tiempo está presente en las canciones pop, los anuncios de la televisión, el papel pintado. De la mañana a la noche, los cómics de los niños y las fantasías adultas inventan y reinventan máquinas, puertas, portales y ventanas del tiempo, por no hablar de los barcos, armarios especiales, coches DeLorean y cabinas telefónicas del tiempo. Los dibujos animados llevan viajando en el tiempo desde 1925: en el episodio «Felix the Cat Trifles with Time» (El gato Félix juega con el tiempo), el Padre Tiempo acepta enviar al desgraciado Félix a un tiempo lejano habitado por hombres de las cavernas y dinosaurios. En un episodio de Looney Tunes de 1944, Elmer sueña que viaja al futuro («cuando oigas el gong será exactamente el año 2000»), donde el titular de un periódico anuncia «La olorvisión reemplaza a la televisión». En 1960, la serie Rocky and his Friends (Rocky y sus amigos) ya enviaba al perro señor Peabody y a su hijo adoptivo, Sherman, en la máquina WABAC (pronunciado wayback, «camino de regreso») a enderezar a Guillermo Tell y Calamity Jane, y al año siguiente el pato Donald hizo su primer viaje a la prehistoria para inventar la rueda. La expresión «máquina wayback» se volvió popular, de modo que un personaje de comedia decía: «Dave, no te metas con un hombre que tiene una máquina wayback; puedo hacer que no hayas nacido».

Los niños oyen hablar de «torbellinos de tiempo» y «piedras para viajar en el tiempo». Homer Simpson convierte sin querer una tostadora en una máquina del tiempo. No hacen falta explicaciones. Hemos superado la necesidad de profesores que expongan la cuarta dimensión. ¿Qué es lo que no se entiende?

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En China, la Agencia Estatal de Radio, Cine y Televisión emitió en 2011 una advertencia y denuncia del viaje en el tiempo, preocupada de que esas historietas pudieran interferir en la historia, «inventando mitos de manera despreocupada, planteando argumentos extravagantes y monstruosos, usando tácticas absurdas y hasta promoviendo el feudalismo, la superstición, el fatalismo y la reencarnación». Muy cierto. La cultura global ha absorbido los tropos del viaje en el tiempo. En The Onion, una fotografía de un hombre con un cigarro electrónico de aspecto futurista da pie a un artículo sobre el viaje en el tiempo de un «mercenario con un entrenamiento militar de otro mundo». La gente puede entender toda la historia solo con mirarla. «A juzgar por su apariencia tranquila y distante, y por el hecho de que estuviera inhalando lo que parecía un humo electrónico de algún tipo de cigarro negro y brillante, voy a suponer directamente que este tipo ha viajado aquí desde cientos de años en el futuro para detener a algún peligroso ciberdelincuente — dice un espectador—. Imaginen su conocimiento de los acontecimientos futuros. Es probable que pudiera compartir información sobre muchos secretos asombrosos si nos atreviéramos a preguntarle.» Otros conjeturan que sus lentes de sol esconden una cibernética ocular avanzada y que puede atravesar el continuo del espacio-tiempo armado con un rifle de pulsos o un cañón de partículas. «Otras fuentes especularon, con una alarma creciente, que la mera presencia del hombre en el bar podría causar de algún modo algún tipo de paradoja temporal irreversible.»

Pero el viaje en el tiempo no pertenece exclusivamente a la cultura popular. El meme del viaje en el tiempo es ubicuo. Los neurocientíficos investigan «el viaje mental en el tiempo», conocido con más solemnidad como «cronestesia». Los eruditos apenas pueden sacar a colación la metafísica del cambio y la causalidad sin considerar el viaje en el tiempo y sus paradojas. El viaje en el tiempo se impone forzosamente en la filosofía e infecta la física moderna.

¿Hemos pasado el último siglo desarrollando una quimera morbosa? ¿Hemos perdido el contacto con la simple verdad sobre el tiempo? O quizá es al revés: tal vez se nos han quitado las vendas y hemos empezado por fin a desarrollar, como especie, la capacidad de entender el pasado y el futuro tal y como son. Hemos aprendido mucho sobre el tiempo y solo parte de ello de la ciencia.

Qué extraño resulta, entonces, darse cuenta de que el viaje en el tiempo, como concepto, tiene apenas un siglo. El término no aparece en inglés hasta 1914; un anticipo del «viajero del tiempo» de Wells. De alguna manera, la humanidad se las arregló durante milenios sin preguntarse: ¿Y qué pasaría si pudiéramos viajar al futuro? ¿Cómo sería el mundo? ¿Si pudiera viajar al pasado, podría cambiar la historia? Estas preguntas no se formularon.

A estas alturas, La máquina del tiempo es uno de esos libros que te parece haber leído en algún momento, lo hayas leído o no en realidad. Puedes haber visto la película de 1960, protagonizada por el galán de la sesión de tarde Rod Taylor en el papel del viajero del tiempo (necesitaba un nombre, así que le llamaron George), en la que se mostraba una máquina que no recordaba para nada a una bicicleta. En The New York Times, Bosley Crowther llamaba a esta máquina «una versión antigua del platillo volador». A mí me parece más bien una especie de trineo rococó con una lujosa silla de alfombra roja. Y parece que no soy el único. «Todo el mundo sabe cómo es una máquina del tiempo — escribe el físico Sean Carroll—: es una especie de trineo de vapor steampunk con una silla de terciopelo rojo, pilotos intermitentes y una gigantesca rueca de hilandera en la parte trasera.» La película también incluye a la compañera anacrónica del viajero del tiempo, Weena, interpretada por Yvette Mimieux como una lánguida rubia oxigenada del año 802701.

George pregunta a Weena si su gente piensa mucho en el pasado. «No hay pasado», le informa ella sin ninguna convicción perceptible. ¿Y se preocupan por el futuro? «No hay futuro». Bueno, ella vive en el presente. También han olvidado el fuego, pero, por suerte, George se ha llevado unos cerillos. «No soy más que un mecánico torpe», dice él con modestia, aunque le gustaría poner al día a Weena en unas cuantas cosas.

La tecnología cinematográfica, por cierto, acababa de aparecer en el horizonte cuando Wells escribió su fantasía y el autor tomó nota. (La bicicleta no fue la única máquina moderna en la que se inspiró.) En 1879, el pionero del stop motion Eadweard Muybridge inventó lo que llamó zoopraxiscopio para proyectar imágenes sucesivas produciendo la ilusión de movimiento. Hizo visible un aspecto del tiempo que nunca se había visto antes. Thomas Edison le siguió con su cinetoscopio y conoció en Francia a Étienne-Jules Marey, que ya estaba creando la cronofotografía, seguido poco después por Louis y Auguste Lumière y su cinematógrafo. Para 1894, Londres ya entretenía a los espectadores en su primera sala de cinetoscopio en Oxford Street; París también tenía una. De modo que, cuando el viajero del tiempo inicia su viaje, ocurre esto:

Desplacé la palanca hasta su posición extrema. La noche llegó como se apaga una lámpara, y al instante vino la mañana. El laboratorio se volvió vago y brumoso, y después cada vez más borroso. Llegó negra la noche de mañana, después el día del nuevo, otra vez la noche, el día del nuevo cada vez más deprisa todavía. Un murmullo vertiginoso me zumbaba en los oídos y una extraña y muda confusión se adueñó de mi mente … La centelleante sucesión de luz y de oscuridad era excesivamente dolorosa para los ojos. Luego, en las tinieblas intermitentes, vi la luna girando rápidamente por sus fases desde la nueva hasta la llena, y tuve un débil vislumbre de las estrellas dando vueltas. Pronto, mientras seguía, todavía ganando velocidad, la palpitación de la noche y del día se fundió en un gris continuo.

De un modo u otro, las invenciones de H. G. Wells tiñen cualquiera de las historias subsiguientes sobre viajes en el tiempo. Cuando se escribe sobre el viaje en el tiempo, o bien se rinde homenaje a La máquina del tiempo o bien se esquiva su sombra. William Gibson, que reinventaría el viaje en el tiempo otra vez más en el siglo xxi, era un niño cuando se encontró con la novela de Wells en un cómic de quince centavos de la colección Clásicos Ilustrados; para cuando vio la película, ya sentía poseerla como «parte de una colección personal y creciente de universos alternativos».

Me había imaginado esto, para mis propios fines, como engranado en forma de esferas dentro de esferas de una manera terriblemente compleja que nunca podía imaginar en funcionamiento … Sospeché, sin llegar a reconocerlo yo mismo, que el viaje en el tiempo podría ser una forma de magia comparable a poder besar tu propio codo (lo que inicialmente me daba la impresión de ser posible teóricamente).

A los setenta y siete años de edad, Wells intentó rememorar cómo se le ocurrió. No pudo. Habría necesitado una máquina del tiempo para su propia conciencia. Él mismo lo expresó casi de este modo. Su cerebro estaba atascado en su época. El instrumento que hacía la tarea de recordar era también el instrumento que debía ser recordado. «Llevo más de un día tratando de reconstruir mi visión del mundo tal como era en aquellos días, tratando de recuperar el estado de mi cerebro tal como éste era en 1878 o 1879 … Me parece imposible desenredar las cosas … Las viejas ideas e impresiones se fueron rehaciendo de acuerdo con el nuevo material, fueron usadas para dar forma a la nueva impedimenta.» Y, aun así, si alguna vez una historia pataleó para nacer, esa fue La máquina del tiempo.

Fluyó de su pluma a tropezones a lo largo de varios años, empezando en 1888 como una fantasía llamada «The Chronic Argonauts» (Los argonautas crónicos), serializada en tres entregas en el Science Schools Journal, una revista fundada por el propio Wells en la Escuela Normal. Luego la reescribió y la tiró al bote de basura al menos dos veces. Sobreviven unos pocos fragmentos muy dramáticos: «Imagíneme, al viajero del tiempo, al descubridor del porvenir [¡el porvenir!], aferrándose sin sentido a su máquina del tiempo, ahogado en sollozos y con las lágrimas corriendo por la cara, lleno de un miedo terrible a no volver a ver nunca más a la humanidad».

En 1894 resucitó a «aquel viejo cadáver», como ya le parecía, para una serie de siete piezas anónimas en el National Observer y después hizo una versión casi definitiva, por fin titulada La máquina del tiempo, para publicarla por entregas en la New Review. El héroe se llamaba Moses Nebogipfel, doctor y miembro de la Royal Society, N. W. R., PAID, «un hombrecito menudo de rostro cetrino … nariz aguileña, labios finos, altos arcos alveolares y barbilla puntiaguda … su extrema delgadez … grandes ojos grises de mirada ansiosa … una frente fenomenalmente ancha y alta». Nebogipfel se convirtió en el inventor filosófico y después en el viajero del tiempo. Pero no fue tanto una evolución como un difuminado. Perdió sus títulos académicos e incluso su nombre; se despojó de toda aquella vívida caracterización y se volvió anodino como un espectro gris.

Como es natural, a Bertie le parecía que era él el que se estaba esforzando: aprendiendo su oficio, haciendo trizas sus borradores, repensando y reescribiendo hasta altas horas de la noche a la luz de una lámpara de parafina. Se estaba esforzando, qué duda cabe. Pero podríamos decir más bien que era la narración la que estaba al mando. La hora del viaje en el tiempo había llegado. Donald Barthelme propone que veamos al escritor como «la manera que tiene la obra de escribirse a sí misma, una especie de pararrayos para una acumulación de perturbaciones atmosféricas, un san Sebastián que acoge en su pecho destrozado las flechas del Zeitgeist». Puede que esto suene a metáfora mística o a falsa modestia, pero muchos escritores hablan de este modo y parece que lo hacen en serio. Ann Beattie dice que Barthelme está revelando un secreto del oficio:

Los escritores no les dicen a los no escritores que les ha caído un rayo, que son conductos, que son vulnerables. Pero a veces hablan así entre ellos. La manera que tiene la obra de escribirse a sí misma. Creo que es un concepto asombroso que no solo otorga a las palabras (la obra) una mente y un cuerpo, sino que les confiere el poder de acechar a una persona (el escritor). Es lo que hacen los relatos.

Los relatos son como parásitos en busca de un huésped. Memes, en otras palabras. Flechas del Zeitgeist.

«La literatura es revelación — afirmaba Wells—. La literatura moderna es revelación indecorosa.»

*Fragmento del libro Viajar en el tiempo de James Gleick (Crítica), © 2017, Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.

Links de interés: Twitter Paidós, Facebook Paidós 

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Gabriel Arana Fuentes
02 de julio, 2017

*Fragmento del libro Viajar en el tiempo de James Gleick (Crítica), © 2017, Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.

¿Puedes tú, ciudadano del siglo xxi, recordar la primera vez que oíste hablar de los viajes en el tiempo? Lo dudo. El viaje en el tiempo está presente en las canciones pop, los anuncios de la televisión, el papel pintado. De la mañana a la noche, los cómics de los niños y las fantasías adultas inventan y reinventan máquinas, puertas, portales y ventanas del tiempo, por no hablar de los barcos, armarios especiales, coches DeLorean y cabinas telefónicas del tiempo. Los dibujos animados llevan viajando en el tiempo desde 1925: en el episodio «Felix the Cat Trifles with Time» (El gato Félix juega con el tiempo), el Padre Tiempo acepta enviar al desgraciado Félix a un tiempo lejano habitado por hombres de las cavernas y dinosaurios. En un episodio de Looney Tunes de 1944, Elmer sueña que viaja al futuro («cuando oigas el gong será exactamente el año 2000»), donde el titular de un periódico anuncia «La olorvisión reemplaza a la televisión». En 1960, la serie Rocky and his Friends (Rocky y sus amigos) ya enviaba al perro señor Peabody y a su hijo adoptivo, Sherman, en la máquina WABAC (pronunciado wayback, «camino de regreso») a enderezar a Guillermo Tell y Calamity Jane, y al año siguiente el pato Donald hizo su primer viaje a la prehistoria para inventar la rueda. La expresión «máquina wayback» se volvió popular, de modo que un personaje de comedia decía: «Dave, no te metas con un hombre que tiene una máquina wayback; puedo hacer que no hayas nacido».

Los niños oyen hablar de «torbellinos de tiempo» y «piedras para viajar en el tiempo». Homer Simpson convierte sin querer una tostadora en una máquina del tiempo. No hacen falta explicaciones. Hemos superado la necesidad de profesores que expongan la cuarta dimensión. ¿Qué es lo que no se entiende?

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En China, la Agencia Estatal de Radio, Cine y Televisión emitió en 2011 una advertencia y denuncia del viaje en el tiempo, preocupada de que esas historietas pudieran interferir en la historia, «inventando mitos de manera despreocupada, planteando argumentos extravagantes y monstruosos, usando tácticas absurdas y hasta promoviendo el feudalismo, la superstición, el fatalismo y la reencarnación». Muy cierto. La cultura global ha absorbido los tropos del viaje en el tiempo. En The Onion, una fotografía de un hombre con un cigarro electrónico de aspecto futurista da pie a un artículo sobre el viaje en el tiempo de un «mercenario con un entrenamiento militar de otro mundo». La gente puede entender toda la historia solo con mirarla. «A juzgar por su apariencia tranquila y distante, y por el hecho de que estuviera inhalando lo que parecía un humo electrónico de algún tipo de cigarro negro y brillante, voy a suponer directamente que este tipo ha viajado aquí desde cientos de años en el futuro para detener a algún peligroso ciberdelincuente — dice un espectador—. Imaginen su conocimiento de los acontecimientos futuros. Es probable que pudiera compartir información sobre muchos secretos asombrosos si nos atreviéramos a preguntarle.» Otros conjeturan que sus lentes de sol esconden una cibernética ocular avanzada y que puede atravesar el continuo del espacio-tiempo armado con un rifle de pulsos o un cañón de partículas. «Otras fuentes especularon, con una alarma creciente, que la mera presencia del hombre en el bar podría causar de algún modo algún tipo de paradoja temporal irreversible.»

Pero el viaje en el tiempo no pertenece exclusivamente a la cultura popular. El meme del viaje en el tiempo es ubicuo. Los neurocientíficos investigan «el viaje mental en el tiempo», conocido con más solemnidad como «cronestesia». Los eruditos apenas pueden sacar a colación la metafísica del cambio y la causalidad sin considerar el viaje en el tiempo y sus paradojas. El viaje en el tiempo se impone forzosamente en la filosofía e infecta la física moderna.

¿Hemos pasado el último siglo desarrollando una quimera morbosa? ¿Hemos perdido el contacto con la simple verdad sobre el tiempo? O quizá es al revés: tal vez se nos han quitado las vendas y hemos empezado por fin a desarrollar, como especie, la capacidad de entender el pasado y el futuro tal y como son. Hemos aprendido mucho sobre el tiempo y solo parte de ello de la ciencia.

Qué extraño resulta, entonces, darse cuenta de que el viaje en el tiempo, como concepto, tiene apenas un siglo. El término no aparece en inglés hasta 1914; un anticipo del «viajero del tiempo» de Wells. De alguna manera, la humanidad se las arregló durante milenios sin preguntarse: ¿Y qué pasaría si pudiéramos viajar al futuro? ¿Cómo sería el mundo? ¿Si pudiera viajar al pasado, podría cambiar la historia? Estas preguntas no se formularon.

A estas alturas, La máquina del tiempo es uno de esos libros que te parece haber leído en algún momento, lo hayas leído o no en realidad. Puedes haber visto la película de 1960, protagonizada por el galán de la sesión de tarde Rod Taylor en el papel del viajero del tiempo (necesitaba un nombre, así que le llamaron George), en la que se mostraba una máquina que no recordaba para nada a una bicicleta. En The New York Times, Bosley Crowther llamaba a esta máquina «una versión antigua del platillo volador». A mí me parece más bien una especie de trineo rococó con una lujosa silla de alfombra roja. Y parece que no soy el único. «Todo el mundo sabe cómo es una máquina del tiempo — escribe el físico Sean Carroll—: es una especie de trineo de vapor steampunk con una silla de terciopelo rojo, pilotos intermitentes y una gigantesca rueca de hilandera en la parte trasera.» La película también incluye a la compañera anacrónica del viajero del tiempo, Weena, interpretada por Yvette Mimieux como una lánguida rubia oxigenada del año 802701.

George pregunta a Weena si su gente piensa mucho en el pasado. «No hay pasado», le informa ella sin ninguna convicción perceptible. ¿Y se preocupan por el futuro? «No hay futuro». Bueno, ella vive en el presente. También han olvidado el fuego, pero, por suerte, George se ha llevado unos cerillos. «No soy más que un mecánico torpe», dice él con modestia, aunque le gustaría poner al día a Weena en unas cuantas cosas.

La tecnología cinematográfica, por cierto, acababa de aparecer en el horizonte cuando Wells escribió su fantasía y el autor tomó nota. (La bicicleta no fue la única máquina moderna en la que se inspiró.) En 1879, el pionero del stop motion Eadweard Muybridge inventó lo que llamó zoopraxiscopio para proyectar imágenes sucesivas produciendo la ilusión de movimiento. Hizo visible un aspecto del tiempo que nunca se había visto antes. Thomas Edison le siguió con su cinetoscopio y conoció en Francia a Étienne-Jules Marey, que ya estaba creando la cronofotografía, seguido poco después por Louis y Auguste Lumière y su cinematógrafo. Para 1894, Londres ya entretenía a los espectadores en su primera sala de cinetoscopio en Oxford Street; París también tenía una. De modo que, cuando el viajero del tiempo inicia su viaje, ocurre esto:

Desplacé la palanca hasta su posición extrema. La noche llegó como se apaga una lámpara, y al instante vino la mañana. El laboratorio se volvió vago y brumoso, y después cada vez más borroso. Llegó negra la noche de mañana, después el día del nuevo, otra vez la noche, el día del nuevo cada vez más deprisa todavía. Un murmullo vertiginoso me zumbaba en los oídos y una extraña y muda confusión se adueñó de mi mente … La centelleante sucesión de luz y de oscuridad era excesivamente dolorosa para los ojos. Luego, en las tinieblas intermitentes, vi la luna girando rápidamente por sus fases desde la nueva hasta la llena, y tuve un débil vislumbre de las estrellas dando vueltas. Pronto, mientras seguía, todavía ganando velocidad, la palpitación de la noche y del día se fundió en un gris continuo.

De un modo u otro, las invenciones de H. G. Wells tiñen cualquiera de las historias subsiguientes sobre viajes en el tiempo. Cuando se escribe sobre el viaje en el tiempo, o bien se rinde homenaje a La máquina del tiempo o bien se esquiva su sombra. William Gibson, que reinventaría el viaje en el tiempo otra vez más en el siglo xxi, era un niño cuando se encontró con la novela de Wells en un cómic de quince centavos de la colección Clásicos Ilustrados; para cuando vio la película, ya sentía poseerla como «parte de una colección personal y creciente de universos alternativos».

Me había imaginado esto, para mis propios fines, como engranado en forma de esferas dentro de esferas de una manera terriblemente compleja que nunca podía imaginar en funcionamiento … Sospeché, sin llegar a reconocerlo yo mismo, que el viaje en el tiempo podría ser una forma de magia comparable a poder besar tu propio codo (lo que inicialmente me daba la impresión de ser posible teóricamente).

A los setenta y siete años de edad, Wells intentó rememorar cómo se le ocurrió. No pudo. Habría necesitado una máquina del tiempo para su propia conciencia. Él mismo lo expresó casi de este modo. Su cerebro estaba atascado en su época. El instrumento que hacía la tarea de recordar era también el instrumento que debía ser recordado. «Llevo más de un día tratando de reconstruir mi visión del mundo tal como era en aquellos días, tratando de recuperar el estado de mi cerebro tal como éste era en 1878 o 1879 … Me parece imposible desenredar las cosas … Las viejas ideas e impresiones se fueron rehaciendo de acuerdo con el nuevo material, fueron usadas para dar forma a la nueva impedimenta.» Y, aun así, si alguna vez una historia pataleó para nacer, esa fue La máquina del tiempo.

Fluyó de su pluma a tropezones a lo largo de varios años, empezando en 1888 como una fantasía llamada «The Chronic Argonauts» (Los argonautas crónicos), serializada en tres entregas en el Science Schools Journal, una revista fundada por el propio Wells en la Escuela Normal. Luego la reescribió y la tiró al bote de basura al menos dos veces. Sobreviven unos pocos fragmentos muy dramáticos: «Imagíneme, al viajero del tiempo, al descubridor del porvenir [¡el porvenir!], aferrándose sin sentido a su máquina del tiempo, ahogado en sollozos y con las lágrimas corriendo por la cara, lleno de un miedo terrible a no volver a ver nunca más a la humanidad».

En 1894 resucitó a «aquel viejo cadáver», como ya le parecía, para una serie de siete piezas anónimas en el National Observer y después hizo una versión casi definitiva, por fin titulada La máquina del tiempo, para publicarla por entregas en la New Review. El héroe se llamaba Moses Nebogipfel, doctor y miembro de la Royal Society, N. W. R., PAID, «un hombrecito menudo de rostro cetrino … nariz aguileña, labios finos, altos arcos alveolares y barbilla puntiaguda … su extrema delgadez … grandes ojos grises de mirada ansiosa … una frente fenomenalmente ancha y alta». Nebogipfel se convirtió en el inventor filosófico y después en el viajero del tiempo. Pero no fue tanto una evolución como un difuminado. Perdió sus títulos académicos e incluso su nombre; se despojó de toda aquella vívida caracterización y se volvió anodino como un espectro gris.

Como es natural, a Bertie le parecía que era él el que se estaba esforzando: aprendiendo su oficio, haciendo trizas sus borradores, repensando y reescribiendo hasta altas horas de la noche a la luz de una lámpara de parafina. Se estaba esforzando, qué duda cabe. Pero podríamos decir más bien que era la narración la que estaba al mando. La hora del viaje en el tiempo había llegado. Donald Barthelme propone que veamos al escritor como «la manera que tiene la obra de escribirse a sí misma, una especie de pararrayos para una acumulación de perturbaciones atmosféricas, un san Sebastián que acoge en su pecho destrozado las flechas del Zeitgeist». Puede que esto suene a metáfora mística o a falsa modestia, pero muchos escritores hablan de este modo y parece que lo hacen en serio. Ann Beattie dice que Barthelme está revelando un secreto del oficio:

Los escritores no les dicen a los no escritores que les ha caído un rayo, que son conductos, que son vulnerables. Pero a veces hablan así entre ellos. La manera que tiene la obra de escribirse a sí misma. Creo que es un concepto asombroso que no solo otorga a las palabras (la obra) una mente y un cuerpo, sino que les confiere el poder de acechar a una persona (el escritor). Es lo que hacen los relatos.

Los relatos son como parásitos en busca de un huésped. Memes, en otras palabras. Flechas del Zeitgeist.

«La literatura es revelación — afirmaba Wells—. La literatura moderna es revelación indecorosa.»

*Fragmento del libro Viajar en el tiempo de James Gleick (Crítica), © 2017, Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.

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