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Apreciable Señor Wittgenstein

Gabriel Arana Fuentes
30 de julio, 2017

(A Ludwig Wittgenstein)

 

Cracovia, 26 de octubre de 1914

Apreciable señor Wittgenstein, le parecerá un disparate de mi parte, estando la humanidad en la situación actual, que yo, un demente, le ruegue conocerlo. Intuyo que el desvarío me lo ha contagiado este siglo, ¿o ha sido al revés? A causa del precario estado de salud mental en que me encuentro (demencia precoz, por decreto médico), se me mantiene encerrado desde hace una semana, bajo observación; receta que juzgo chusca, pues mi malestar se debe a la natural inclinación que tengo a observar.

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Mientras escribo dentro del pabellón de alienados del Hospital de La Guarnición número 15 de Cracovia, comparto el desconsolador espacio con un teniente que padece delirium tremens, o síndrome del borracho empedernido. Desde aquí escucho con claridad y constancia los gritos de otros locos que, como yo, habitamos esta galería y la que está arriba de nuestras extraviadas cabezas. A pesar de que conservo un libro de poemas de Johann Christian Günther: «Voy a donde es del destino la llamada…», no encuentro un momento de paz. Mi mente no puede detener el bombardeo de memorias, añoranzas y culpas, reproches y rechazos; entre tanto la presión concentrada en las sienes y el sudor incontrolable se han convertido en un fardo difícil de sobrellevar. ¿Cree usted que, en situación parecida, exista alguien que acepte escucharme? Repito: escucharme, no oír la sarta de estupideces que se suelen decir por ahí.

Lee también: La red oculta, de Jamie Bartlett

El admirable y muy querido amigo Ludwig von Ficker vino un par de días a Cracovia con el propósito de encontrarse conmigo y alentarme; exhorto del amigo incondicional que esta vez tuvo apenas efecto en mi ser indiferente. Se presentó en el hospital y consiguió verme. Al menos logré entregarle el último trabajo que escribí. Dos poesías donde narro un lamento y la inmensa miseria de la tierra. Después de terminar el trabajo, vino el letargo. Al contemplar mi lamentable estado, Von Ficker decidió prolongar su estancia en Cracovia unos días y vino a visitarme cada tarde, siempre armado de una charla bien dispuesta y con su natural entusiasmo. Un día antes de su partida, mencionó el sorpresivo encuentro que tuvo con el artista Józef Hofmann a unas calles de aquí. Von Ficker le habló de mí, prometió enviarle parte de mi trabajo, de mi poesía. ¿Imagina la vergüenza al recrear tal escena? Un gran virtuoso y mi entrañable amigo comentando el funesto destino de un miserable, su servidor: un loco, un desertor.

Ante mi indolencia, que fue más bochorno que otra cosa, Von Ficker cambió de conversación y condujo el diálogo a alabar la belleza de esta ciudad, el interés que ofrecen sus monumentos, la arquitectura. Entonces, por magia, como si un remoto sonido de alerta colmara su pecho, describió la iglesia de Santa María.

—Una maravilla gótica —dijo.

Y se lanzó con voz de tenor en el detallado recuento del exquisito altar de madera; vibraba, esculpía con palabras aquella figuración; envidié su vigor. Sin duda es un hombre de altísima sensibilidad. Mi apatía habrá aquietado su fervor y la mirada de entusiasmo cambió por una de afecto. Volvió a lo íntimo. Contó novedades sobre su familia, esposa e hijas, a quienes tengo en gran estima; logró sacarme un esbozo de sonrisa. Mencionó que en su casa de Innsbruck siempre esperaba una habitación para mí, colmada de flores y tranquilidad. Al verme más animado, procuró discutir sobre algunos detalles del libro de poemas de mi autoría, pero no adivinó que sus palabras amorosas poco conmueven a un ser desesperado. Luego, ofreció tabaco y cambió de tema: lo mencionó a usted. Aseguró su presencia a unos cincuenta kilómetros al noreste de Cracovia, en servicio, patrullando en un buque en el río Vístula. Parecerá inusitado, y lo resultó aún más para mí, pero la noticia de su cercanía provocó una enorme esperanza. Tanta, que solté el pitillo que apenas me obsequiara. La mirada astuta del amigo se clavó en la mía; en seguida, con tono suave, preguntó si deseaba escribirle una nota que él enviaría de inmediato.

—Una postal —señaló.

Asentí. Prendió fuego, levantó el cigarrillo del suelo, aspiró profundamente, echó la bocanada poco a poco y lo colocó en mis labios. Me palmeó la espalda. Sacó una postal de su chaqueta:

—Querrá que Ludwig Wittgenstein lo visite a su llegada a Cracovia —y tendió la pluma.

Y bien, escribí una postal donde ruego su visita si el destino permite su desembarco en esta ciudad. Quiero platicar con usted, deseo que me escuche. Sin duda Von Ficker estaba dispuesto a escucharme una vez más, no quise pedirlo. Soy un ser pudoroso, ¡alabado sea Dios!, no permitiré que el noble corazón del amigo y protector se duela, otra vez, gracias a la amargura y desesperación de un servidor. Así, al día siguiente, antes de que tomara el tren en Cracovia hasta la dirección que lo llevaría a su hogar en Innsbruck, pasó a prevenirme de que la postal dirigida a su nombre había sido enviada. El azar permita que usted la reciba.

No obstante, el anhelo de conversar con usted me urge a iniciar una larga plática mediante la aventura de escribir, única arma que poseo y sé cómo usar; aun cuando usted navegue a kilómetros de distancia en medio de una guerra y en una época donde nuestro mundo anuncia el caos. Albergo gran temor de que alguna circunstancia altere el curso de nuestro destino y entonces el ansia de conversar, de hurgar en quiénes somos, en qué me he convertido, se quede sólo en eso: en deseo. Vivir lleva consigo una serie de tropiezos, una larga lista de caminos y decisiones que nos regresan y que al mismo tiempo nos acercan y alejan del objetivo. Por eso empezaré a conversar antes de nuestro encuentro. Idearé la forma de abastacerme de los elementos necesarios. No suponga usted que llevar a cabo hecho semejante, escribir, es peccata minuta en este lugar donde todo se me ha prohibido, pues traté de quitarme la vida. ¡Qué lamentable destino! ¡Si hubiese imaginado en lo que me convertiría! ¡Una amenaza para el Imperio! ¡Un hombre que se niega a continuar siendo partícipe de una guerra! ¡Que repudia el sufrimiento de otro hombre! ¡Un penitente! ¡Un suicida!

Según el diagnóstico, soy un loco enfermo, por lo tanto no me fue permitido conservar ningún objeto con lo que pudiese dañarme… ¡Qué irremediablemente estúpida es la ingenuidad!

Cracovia, 2 de noviembre de 1914

Por fin me pongo a iniciar la tarea. Han pasado seis días con sus noches desde la visita de Ludwig von Ficker. Muchos de ellos en la inmovilidad, otros en la desesperación, hasta el día de ayer que saqué de mis pertenencias el último objeto con valor material para intercambiarlo por lo que ahora atesoro en mis manos: un frasco de tinta y papel. En compañía de esos cómplices podré recuperar la única esperanza que me mantiene a salvo de mí mismo: escribir.

Para lograrlo, recurrí a un compinche que poco frecuentaba y ahora es mi aliado: el soborno. Esta vez lo ejercí en la persona menos apesadumbrada que labora, deambula, en este lamentable sitio (que ahora prefiero, sin lugar a duda, más que al horror del frente). Es una mujer joven, enfermera. La chica aceptó como si hiciera un favor, sin alterarse con la paga recibida, por supuesto. Me encuentro satisfecho; el beneficio comprado, esta vez, no fue para sentir el roce de unas nalgas enflaquecidas o colmadas; no, pagué por algo terso e infinitamente más amable: hojas en blanco y tinta.

¿De qué pretendo hablar? ¿Del principio? ¿Del final? ¿Del camino? No sé por dónde empezar. Tal vez por compartir ciertos secretos, contar alguna historia, comentar un suceso, alguna vivencia de este paria que un día, al peregrinar por Mönchsberg, sintió la fuerza y la tragedia de la vida, la pretendió desvelar y soñó con ser poeta.

Regreso a la historia de cómo conseguí el papel y la tinta: hice prometer a la cuidadora sobornada que, en caso de que nuestro encuentro no llegase a realizarse, debía portar el encargo cuando su barco arribara a Cracovia. Le he dado señas y la manera de encontrarlo. Accedió a todo y debo confiar en ella. ¿Hay algo más que pueda hacer? En fin, espero que ese sea el destino de estas hojas.

Lee también: El asesinato de Sócrates, de Marcos Chico

Antes de escribir la presente carta hubo otras, hace poco terminadas. No tenían el mismo propósito que la suya, pero existieron. Una veintena, para amigos, colegas, familia. Donde, a principios de septiembre de este año fatal, después de mi salida de la estación de Viena con destino a Galitzia, relaté experiencias y observaciones. Desde cómo apareció ante mí, tras la ventanilla del tren, el paisaje entintado de rojo de la campiña otoñal, hasta la descripción del lustroso calzado de nuestras botas militares, la brillante botonadura del uniforme que portaban mis compañeros de lucha, el sonido constante del tiempo. Envié ocho antes de ser internado en Cracovia, quiero decir, antes de intentar suicidarme, de la pesadilla de Grodek, de mi última batalla. Las cinco cartas restantes, entre las cuales estaba su postal, sé que llegarán a su destino gracias a Von Ficker. Sin embargo, la otra parte, siete que escribí durante la visita de mi amigo, con su tinta y hojas de papel, y que conservé gracias a mi terquedad, no lo harán. En ellas, con gran escrúpulo, relaté en pocas palabras lo que me rodea en este lugar donde la limpieza es una de las glorias ignoradas (si uno de los pobres diablos que pendoneamos por la galería deja algún desperdicio después del almuerzo, el despojo se quedará allí hasta el momento del aseo, cada siete días).

En fin, aquí viene la anécdota que deseo narrar: entregué las cartas a un compañero en desgracia cuando me enteré de que este sería transferido a Praga, ciudad donde vive el que fue mi editor, Kurt Wolf, a quien escribí una nota donde le solicitaba enviar esas cartas a sus destinatarios en cuanto llegaran a su poder. Bien, pues esas cartas jamás salieron de este hospital; se perdieron (como el amor a la vida y la humanidad que me restaba). Fueron interceptadas por el doctor de más antigüedad en esta institución y luego desaparecieron.

No sabía qué había sido de ellas, pero esta mañana me enteré: fueron despedazadas y arrojadas al tanque de basura. ¡Vivan los simbolismos! Lo descubrí gracias a otro «enfermo» que mantienen confinado y llaman «inofensivo». ¿Por qué ese calificativo? Este hombre amable que llaman «enfermo inofensivo», siguiendo una fijación y sin indicio alguno aparente, se transforma en lo que le dicta su perspicaz conciencia; gran virtud poco apreciada por aquí. Un día puede ser espía para la gloria del Imperio y por la tarde convertirse en espión francés, prusiano o, peor, ¡ruso! Honra o deshonra, según el caso. Este compañero en desgracia asegura que trabajó bajo las órdenes del jefe de Estado Mayor Redl en Praga, en el VIII Cuerpo del Ejército. Pregona que el hombre era un buen tipo; lo creo.

Resulta que, cuando llevé las cartas a la habitación de la persona que transferían a Praga y las escondí entre sus pertenencias, no me percaté de que el personaje «inofensivo» rondaba por ahí. Aguardó mi salida. Buscó el paquete que pensó que sería importante para ayudar al Imperio austrohúngaro y decidió entregarlas al personaje que consideró la máxima autoridad en esta institución para locos. Antes de darlas al respetable doctor, mi chalado compañero arrancó unos buenos trozos de papel a mordidas; sí, mordidas, leyó usted bien. Y por cierto grandes, dijo, cuando me narró su confesión:

—No pude evitar saber de qué trataban —reveló—; tampoco sabía si hacía bien o mal en entregarlas, y para no errar decidí memorizar algunas de las frases y repetirlas en voz alta hasta que me crucé con usted en el pasillo y me escuchó decir la dirección que memoricé de Praga.

Así reveló su testimonio con gran naturalidad mientras masticaba parte del botín, convirtiéndose, entonces, en mi cómplice y enemigo de no sé quién.

Preguntar a los enfermeros, reclamar, provocaría el mismo desdén que la petición de asearme con mayor frecuencia. Aquí no existen personas con corazón, y si las hay, seguramente se encuentran entre nosotros los alienados. Es necedad que insista en considerarme humano.

¡Qué caras pagamos las rebeldías!

Sin embargo, aprendí algo sobre mi persona: cuando vivía suelto por el mundo, habría sufrido por ese menosprecio, habría anhelado entender lo inútil de esa maldad. Escribí esas cartas para comunicarme, para relatar lo que ocurre, para no enloquecer. Habría culpado como lo hace el soberbio. Ahora sólo me causa gracia. ¡Esas cartas comparten el mismo receptáculo de basura que cualquier bazofia que se me ocurra nombrar! ¿Infame su destino?, lo dudo, pues han hallado de inmediato otro propósito: llenar parte del basurero. Es probable que no existiera otro camino para ellas.

Con lo dicho y la presente forma de estar en el mundo, incomunicado, sabiendo que nada está en mis manos y nunca lo estuvo, decidí escribirle. No tengo otro recurso. Es curioso, me doy cuenta de que cuando la muerte física del cuerpo es mi siguiente posibilidad, el modo de desear se ha transformado. Ahora, sólo quiero imaginar que usted abrirá el atado que enviaré o daré en mano y, con la curiosidad de todo hombre lúcido, desdoblará las hojas sobre las que paseará sus manos; me gusta imaginar que cualquiera que piense de manera sutil y logre escribir sus transformaciones posee gran sensibilidad en ellas. Ojalá estas páginas lleguen a ese destino: sus manos. Usted constatará el gran cuidado en su limpieza, en la forma de plegarlas y en el meticuloso trazo de las letras. ¿El contenido? Aún no existe y desde ahora le ruego abandonar la lectura si la encuentra ardua, tediosa, egoísta o amarga.

*Fragmento del libro Apreciable Señor Wittgenstein, de Adriana Abdó publicado en el sello Tusquets, © 2017, Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.

Conoce más del libro en los siguientes enlaces:

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Apreciable Señor Wittgenstein

Gabriel Arana Fuentes
30 de julio, 2017

(A Ludwig Wittgenstein)

 

Cracovia, 26 de octubre de 1914

Apreciable señor Wittgenstein, le parecerá un disparate de mi parte, estando la humanidad en la situación actual, que yo, un demente, le ruegue conocerlo. Intuyo que el desvarío me lo ha contagiado este siglo, ¿o ha sido al revés? A causa del precario estado de salud mental en que me encuentro (demencia precoz, por decreto médico), se me mantiene encerrado desde hace una semana, bajo observación; receta que juzgo chusca, pues mi malestar se debe a la natural inclinación que tengo a observar.

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Mientras escribo dentro del pabellón de alienados del Hospital de La Guarnición número 15 de Cracovia, comparto el desconsolador espacio con un teniente que padece delirium tremens, o síndrome del borracho empedernido. Desde aquí escucho con claridad y constancia los gritos de otros locos que, como yo, habitamos esta galería y la que está arriba de nuestras extraviadas cabezas. A pesar de que conservo un libro de poemas de Johann Christian Günther: «Voy a donde es del destino la llamada…», no encuentro un momento de paz. Mi mente no puede detener el bombardeo de memorias, añoranzas y culpas, reproches y rechazos; entre tanto la presión concentrada en las sienes y el sudor incontrolable se han convertido en un fardo difícil de sobrellevar. ¿Cree usted que, en situación parecida, exista alguien que acepte escucharme? Repito: escucharme, no oír la sarta de estupideces que se suelen decir por ahí.

Lee también: La red oculta, de Jamie Bartlett

El admirable y muy querido amigo Ludwig von Ficker vino un par de días a Cracovia con el propósito de encontrarse conmigo y alentarme; exhorto del amigo incondicional que esta vez tuvo apenas efecto en mi ser indiferente. Se presentó en el hospital y consiguió verme. Al menos logré entregarle el último trabajo que escribí. Dos poesías donde narro un lamento y la inmensa miseria de la tierra. Después de terminar el trabajo, vino el letargo. Al contemplar mi lamentable estado, Von Ficker decidió prolongar su estancia en Cracovia unos días y vino a visitarme cada tarde, siempre armado de una charla bien dispuesta y con su natural entusiasmo. Un día antes de su partida, mencionó el sorpresivo encuentro que tuvo con el artista Józef Hofmann a unas calles de aquí. Von Ficker le habló de mí, prometió enviarle parte de mi trabajo, de mi poesía. ¿Imagina la vergüenza al recrear tal escena? Un gran virtuoso y mi entrañable amigo comentando el funesto destino de un miserable, su servidor: un loco, un desertor.

Ante mi indolencia, que fue más bochorno que otra cosa, Von Ficker cambió de conversación y condujo el diálogo a alabar la belleza de esta ciudad, el interés que ofrecen sus monumentos, la arquitectura. Entonces, por magia, como si un remoto sonido de alerta colmara su pecho, describió la iglesia de Santa María.

—Una maravilla gótica —dijo.

Y se lanzó con voz de tenor en el detallado recuento del exquisito altar de madera; vibraba, esculpía con palabras aquella figuración; envidié su vigor. Sin duda es un hombre de altísima sensibilidad. Mi apatía habrá aquietado su fervor y la mirada de entusiasmo cambió por una de afecto. Volvió a lo íntimo. Contó novedades sobre su familia, esposa e hijas, a quienes tengo en gran estima; logró sacarme un esbozo de sonrisa. Mencionó que en su casa de Innsbruck siempre esperaba una habitación para mí, colmada de flores y tranquilidad. Al verme más animado, procuró discutir sobre algunos detalles del libro de poemas de mi autoría, pero no adivinó que sus palabras amorosas poco conmueven a un ser desesperado. Luego, ofreció tabaco y cambió de tema: lo mencionó a usted. Aseguró su presencia a unos cincuenta kilómetros al noreste de Cracovia, en servicio, patrullando en un buque en el río Vístula. Parecerá inusitado, y lo resultó aún más para mí, pero la noticia de su cercanía provocó una enorme esperanza. Tanta, que solté el pitillo que apenas me obsequiara. La mirada astuta del amigo se clavó en la mía; en seguida, con tono suave, preguntó si deseaba escribirle una nota que él enviaría de inmediato.

—Una postal —señaló.

Asentí. Prendió fuego, levantó el cigarrillo del suelo, aspiró profundamente, echó la bocanada poco a poco y lo colocó en mis labios. Me palmeó la espalda. Sacó una postal de su chaqueta:

—Querrá que Ludwig Wittgenstein lo visite a su llegada a Cracovia —y tendió la pluma.

Y bien, escribí una postal donde ruego su visita si el destino permite su desembarco en esta ciudad. Quiero platicar con usted, deseo que me escuche. Sin duda Von Ficker estaba dispuesto a escucharme una vez más, no quise pedirlo. Soy un ser pudoroso, ¡alabado sea Dios!, no permitiré que el noble corazón del amigo y protector se duela, otra vez, gracias a la amargura y desesperación de un servidor. Así, al día siguiente, antes de que tomara el tren en Cracovia hasta la dirección que lo llevaría a su hogar en Innsbruck, pasó a prevenirme de que la postal dirigida a su nombre había sido enviada. El azar permita que usted la reciba.

No obstante, el anhelo de conversar con usted me urge a iniciar una larga plática mediante la aventura de escribir, única arma que poseo y sé cómo usar; aun cuando usted navegue a kilómetros de distancia en medio de una guerra y en una época donde nuestro mundo anuncia el caos. Albergo gran temor de que alguna circunstancia altere el curso de nuestro destino y entonces el ansia de conversar, de hurgar en quiénes somos, en qué me he convertido, se quede sólo en eso: en deseo. Vivir lleva consigo una serie de tropiezos, una larga lista de caminos y decisiones que nos regresan y que al mismo tiempo nos acercan y alejan del objetivo. Por eso empezaré a conversar antes de nuestro encuentro. Idearé la forma de abastacerme de los elementos necesarios. No suponga usted que llevar a cabo hecho semejante, escribir, es peccata minuta en este lugar donde todo se me ha prohibido, pues traté de quitarme la vida. ¡Qué lamentable destino! ¡Si hubiese imaginado en lo que me convertiría! ¡Una amenaza para el Imperio! ¡Un hombre que se niega a continuar siendo partícipe de una guerra! ¡Que repudia el sufrimiento de otro hombre! ¡Un penitente! ¡Un suicida!

Según el diagnóstico, soy un loco enfermo, por lo tanto no me fue permitido conservar ningún objeto con lo que pudiese dañarme… ¡Qué irremediablemente estúpida es la ingenuidad!

Cracovia, 2 de noviembre de 1914

Por fin me pongo a iniciar la tarea. Han pasado seis días con sus noches desde la visita de Ludwig von Ficker. Muchos de ellos en la inmovilidad, otros en la desesperación, hasta el día de ayer que saqué de mis pertenencias el último objeto con valor material para intercambiarlo por lo que ahora atesoro en mis manos: un frasco de tinta y papel. En compañía de esos cómplices podré recuperar la única esperanza que me mantiene a salvo de mí mismo: escribir.

Para lograrlo, recurrí a un compinche que poco frecuentaba y ahora es mi aliado: el soborno. Esta vez lo ejercí en la persona menos apesadumbrada que labora, deambula, en este lamentable sitio (que ahora prefiero, sin lugar a duda, más que al horror del frente). Es una mujer joven, enfermera. La chica aceptó como si hiciera un favor, sin alterarse con la paga recibida, por supuesto. Me encuentro satisfecho; el beneficio comprado, esta vez, no fue para sentir el roce de unas nalgas enflaquecidas o colmadas; no, pagué por algo terso e infinitamente más amable: hojas en blanco y tinta.

¿De qué pretendo hablar? ¿Del principio? ¿Del final? ¿Del camino? No sé por dónde empezar. Tal vez por compartir ciertos secretos, contar alguna historia, comentar un suceso, alguna vivencia de este paria que un día, al peregrinar por Mönchsberg, sintió la fuerza y la tragedia de la vida, la pretendió desvelar y soñó con ser poeta.

Regreso a la historia de cómo conseguí el papel y la tinta: hice prometer a la cuidadora sobornada que, en caso de que nuestro encuentro no llegase a realizarse, debía portar el encargo cuando su barco arribara a Cracovia. Le he dado señas y la manera de encontrarlo. Accedió a todo y debo confiar en ella. ¿Hay algo más que pueda hacer? En fin, espero que ese sea el destino de estas hojas.

Lee también: El asesinato de Sócrates, de Marcos Chico

Antes de escribir la presente carta hubo otras, hace poco terminadas. No tenían el mismo propósito que la suya, pero existieron. Una veintena, para amigos, colegas, familia. Donde, a principios de septiembre de este año fatal, después de mi salida de la estación de Viena con destino a Galitzia, relaté experiencias y observaciones. Desde cómo apareció ante mí, tras la ventanilla del tren, el paisaje entintado de rojo de la campiña otoñal, hasta la descripción del lustroso calzado de nuestras botas militares, la brillante botonadura del uniforme que portaban mis compañeros de lucha, el sonido constante del tiempo. Envié ocho antes de ser internado en Cracovia, quiero decir, antes de intentar suicidarme, de la pesadilla de Grodek, de mi última batalla. Las cinco cartas restantes, entre las cuales estaba su postal, sé que llegarán a su destino gracias a Von Ficker. Sin embargo, la otra parte, siete que escribí durante la visita de mi amigo, con su tinta y hojas de papel, y que conservé gracias a mi terquedad, no lo harán. En ellas, con gran escrúpulo, relaté en pocas palabras lo que me rodea en este lugar donde la limpieza es una de las glorias ignoradas (si uno de los pobres diablos que pendoneamos por la galería deja algún desperdicio después del almuerzo, el despojo se quedará allí hasta el momento del aseo, cada siete días).

En fin, aquí viene la anécdota que deseo narrar: entregué las cartas a un compañero en desgracia cuando me enteré de que este sería transferido a Praga, ciudad donde vive el que fue mi editor, Kurt Wolf, a quien escribí una nota donde le solicitaba enviar esas cartas a sus destinatarios en cuanto llegaran a su poder. Bien, pues esas cartas jamás salieron de este hospital; se perdieron (como el amor a la vida y la humanidad que me restaba). Fueron interceptadas por el doctor de más antigüedad en esta institución y luego desaparecieron.

No sabía qué había sido de ellas, pero esta mañana me enteré: fueron despedazadas y arrojadas al tanque de basura. ¡Vivan los simbolismos! Lo descubrí gracias a otro «enfermo» que mantienen confinado y llaman «inofensivo». ¿Por qué ese calificativo? Este hombre amable que llaman «enfermo inofensivo», siguiendo una fijación y sin indicio alguno aparente, se transforma en lo que le dicta su perspicaz conciencia; gran virtud poco apreciada por aquí. Un día puede ser espía para la gloria del Imperio y por la tarde convertirse en espión francés, prusiano o, peor, ¡ruso! Honra o deshonra, según el caso. Este compañero en desgracia asegura que trabajó bajo las órdenes del jefe de Estado Mayor Redl en Praga, en el VIII Cuerpo del Ejército. Pregona que el hombre era un buen tipo; lo creo.

Resulta que, cuando llevé las cartas a la habitación de la persona que transferían a Praga y las escondí entre sus pertenencias, no me percaté de que el personaje «inofensivo» rondaba por ahí. Aguardó mi salida. Buscó el paquete que pensó que sería importante para ayudar al Imperio austrohúngaro y decidió entregarlas al personaje que consideró la máxima autoridad en esta institución para locos. Antes de darlas al respetable doctor, mi chalado compañero arrancó unos buenos trozos de papel a mordidas; sí, mordidas, leyó usted bien. Y por cierto grandes, dijo, cuando me narró su confesión:

—No pude evitar saber de qué trataban —reveló—; tampoco sabía si hacía bien o mal en entregarlas, y para no errar decidí memorizar algunas de las frases y repetirlas en voz alta hasta que me crucé con usted en el pasillo y me escuchó decir la dirección que memoricé de Praga.

Así reveló su testimonio con gran naturalidad mientras masticaba parte del botín, convirtiéndose, entonces, en mi cómplice y enemigo de no sé quién.

Preguntar a los enfermeros, reclamar, provocaría el mismo desdén que la petición de asearme con mayor frecuencia. Aquí no existen personas con corazón, y si las hay, seguramente se encuentran entre nosotros los alienados. Es necedad que insista en considerarme humano.

¡Qué caras pagamos las rebeldías!

Sin embargo, aprendí algo sobre mi persona: cuando vivía suelto por el mundo, habría sufrido por ese menosprecio, habría anhelado entender lo inútil de esa maldad. Escribí esas cartas para comunicarme, para relatar lo que ocurre, para no enloquecer. Habría culpado como lo hace el soberbio. Ahora sólo me causa gracia. ¡Esas cartas comparten el mismo receptáculo de basura que cualquier bazofia que se me ocurra nombrar! ¿Infame su destino?, lo dudo, pues han hallado de inmediato otro propósito: llenar parte del basurero. Es probable que no existiera otro camino para ellas.

Con lo dicho y la presente forma de estar en el mundo, incomunicado, sabiendo que nada está en mis manos y nunca lo estuvo, decidí escribirle. No tengo otro recurso. Es curioso, me doy cuenta de que cuando la muerte física del cuerpo es mi siguiente posibilidad, el modo de desear se ha transformado. Ahora, sólo quiero imaginar que usted abrirá el atado que enviaré o daré en mano y, con la curiosidad de todo hombre lúcido, desdoblará las hojas sobre las que paseará sus manos; me gusta imaginar que cualquiera que piense de manera sutil y logre escribir sus transformaciones posee gran sensibilidad en ellas. Ojalá estas páginas lleguen a ese destino: sus manos. Usted constatará el gran cuidado en su limpieza, en la forma de plegarlas y en el meticuloso trazo de las letras. ¿El contenido? Aún no existe y desde ahora le ruego abandonar la lectura si la encuentra ardua, tediosa, egoísta o amarga.

*Fragmento del libro Apreciable Señor Wittgenstein, de Adriana Abdó publicado en el sello Tusquets, © 2017, Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.

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