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¿Qué celebramos en la Navidad?… ¡La vida!

Redacción República
22 de diciembre, 2017

Ni más ni menos.

Es todo lo que somos en cuanto eslabón último de la cadena evolutiva. Pero también, y muy misteriosamente, el anticipo de su inimaginable regreso.

Mucho mejor, la Navidad es la fiesta que conmemora el inicio de Dios que quiso hacerse Hombre: pieza esencial de aquel todo que fue “…piedra de tropiezo para los judíos, y necedad para los gentiles.” (1 Corintio 1:23).

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Más difícil de escudriñar, también celebramos con ella el ser Personas, el concepto filosófica y teológicamente más importante que nos ha sido heredado.

Inevitablemente, siempre acompañado de esa alegría de todo descubrir, que en nadie se realiza con más pureza que en el niño.

En cuanto “personas”, se nos implica a cada uno que somos irrepetibles, que es lo mismo que decir que somos únicos en el entero cosmos. Y en cuanto únicos, hasta dignos de ser amados. Reconocer eso en nosotros mismos y en los demás se reduce a la esencia de lo que históricamente hemos dado en llamar “Revelación”.

La Navidad, pues, es el primer atisbo de lo que se ha revelado, y eso basta para que nos llenemos de un inmenso júbilo al igual que, según Henri de Lubac, se llenaron tantos hombres y mujeres en los primeros tres siglos de la era común a finales de la Edad Clásica grecorromana, también más propensos a meditar por aquellos primeros siglos de la era cristiana.

Pues la Verdad nos es Alegre, nada sombría, ni en absoluto con la pesadumbre del suspicaz, siempre, por el contrario, vuelta melodía armonizadora. Que escribieron con mayúscula y así debería permanecer hoy.

El hábito de alegrarse, nos insinúan los teólogos, no es otra cosa que la virtud de la esperanza. “El que tiene oídos para oír, que oiga.” (Mateo 13:9), como ya nos fue advertido. Otros días habrá para reflexionar no menos legítimamente en ese dolor que nos compró tanta felicidad: los de la Semana Santa.

Pero la noche del 24 de diciembre es convencionalmente la que llamamos “Buena”, aunque muy probablemente eso que festejamos pudiera haber ocurrido durante el verano boreal, eso juvenil el orbitar del Sol.

En este sentido, la Navidad la podemos celebrar con toda legitimidad como una pausa en todo sufrir hasta aquel día en que ya se nos pueda hacer imperecedera. Por tal regalo inesperado, e inmerecido, ¡alegrémonos!, ya que otros momentos nos serán adicionalmente concedidos para pensar en tan insondable precio.

Resultamos ser así los “hombres nuevos” que no reconoció Charles Darwin en su muy estrecha intelección del fenómeno evolutivo, ni otros hoy que le siguen y que no pueden independizarse de la práctica de toda tecnología, sea analógica o digital.

Pero el niño, es más libre de los prejuicios del adulto y, para él, todo permanece posible.

De semejante marco fue la visita nocturna de Nicodemo durante la cual Jesús le explicó: “En verdad, en verdad te digo: el que no nazca de lo alto no puede ver el Reino de Dios. Le dijo Nicodemo: ¿Cómo puede uno nacer siendo ya viejo? ¿Puede acaso entrar otra vez en el seno de su madre y nacer? Respondió Jesús: En verdad, en verdad te digo: el que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios” (Juan 3:3-5). La inédita y futura forma de vivir.

También yo soy Nicodemo y creo que muchos más asímismo lo continúan siendo, porque ya dejamos atrás la espontanea alegría del inocente… lo que prueba que la culpa nos ensombra el alma para el bien que, por otra parte, con tanta nitidez descubre por su cuenta el limpio de corazón.

Y así festejar la Navidad es la reiterada invitación a todos a mejorar o, en el lenguaje alegórico del Evangelio, a participar en el banquete celestial.

¡Mis mejores deseos de felicidad para todos, pero sobre todo para los privados de libertad, los clavados a sus camas de enfermo, para los hambrientos y desprovistos de un techo amistoso, y, muy en especial, a los paralizados por su propia incredulidad!

República es ajena a la opinión expresada en este artículo

¿Qué celebramos en la Navidad?… ¡La vida!

Redacción República
22 de diciembre, 2017

Ni más ni menos.

Es todo lo que somos en cuanto eslabón último de la cadena evolutiva. Pero también, y muy misteriosamente, el anticipo de su inimaginable regreso.

Mucho mejor, la Navidad es la fiesta que conmemora el inicio de Dios que quiso hacerse Hombre: pieza esencial de aquel todo que fue “…piedra de tropiezo para los judíos, y necedad para los gentiles.” (1 Corintio 1:23).

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Más difícil de escudriñar, también celebramos con ella el ser Personas, el concepto filosófica y teológicamente más importante que nos ha sido heredado.

Inevitablemente, siempre acompañado de esa alegría de todo descubrir, que en nadie se realiza con más pureza que en el niño.

En cuanto “personas”, se nos implica a cada uno que somos irrepetibles, que es lo mismo que decir que somos únicos en el entero cosmos. Y en cuanto únicos, hasta dignos de ser amados. Reconocer eso en nosotros mismos y en los demás se reduce a la esencia de lo que históricamente hemos dado en llamar “Revelación”.

La Navidad, pues, es el primer atisbo de lo que se ha revelado, y eso basta para que nos llenemos de un inmenso júbilo al igual que, según Henri de Lubac, se llenaron tantos hombres y mujeres en los primeros tres siglos de la era común a finales de la Edad Clásica grecorromana, también más propensos a meditar por aquellos primeros siglos de la era cristiana.

Pues la Verdad nos es Alegre, nada sombría, ni en absoluto con la pesadumbre del suspicaz, siempre, por el contrario, vuelta melodía armonizadora. Que escribieron con mayúscula y así debería permanecer hoy.

El hábito de alegrarse, nos insinúan los teólogos, no es otra cosa que la virtud de la esperanza. “El que tiene oídos para oír, que oiga.” (Mateo 13:9), como ya nos fue advertido. Otros días habrá para reflexionar no menos legítimamente en ese dolor que nos compró tanta felicidad: los de la Semana Santa.

Pero la noche del 24 de diciembre es convencionalmente la que llamamos “Buena”, aunque muy probablemente eso que festejamos pudiera haber ocurrido durante el verano boreal, eso juvenil el orbitar del Sol.

En este sentido, la Navidad la podemos celebrar con toda legitimidad como una pausa en todo sufrir hasta aquel día en que ya se nos pueda hacer imperecedera. Por tal regalo inesperado, e inmerecido, ¡alegrémonos!, ya que otros momentos nos serán adicionalmente concedidos para pensar en tan insondable precio.

Resultamos ser así los “hombres nuevos” que no reconoció Charles Darwin en su muy estrecha intelección del fenómeno evolutivo, ni otros hoy que le siguen y que no pueden independizarse de la práctica de toda tecnología, sea analógica o digital.

Pero el niño, es más libre de los prejuicios del adulto y, para él, todo permanece posible.

De semejante marco fue la visita nocturna de Nicodemo durante la cual Jesús le explicó: “En verdad, en verdad te digo: el que no nazca de lo alto no puede ver el Reino de Dios. Le dijo Nicodemo: ¿Cómo puede uno nacer siendo ya viejo? ¿Puede acaso entrar otra vez en el seno de su madre y nacer? Respondió Jesús: En verdad, en verdad te digo: el que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios” (Juan 3:3-5). La inédita y futura forma de vivir.

También yo soy Nicodemo y creo que muchos más asímismo lo continúan siendo, porque ya dejamos atrás la espontanea alegría del inocente… lo que prueba que la culpa nos ensombra el alma para el bien que, por otra parte, con tanta nitidez descubre por su cuenta el limpio de corazón.

Y así festejar la Navidad es la reiterada invitación a todos a mejorar o, en el lenguaje alegórico del Evangelio, a participar en el banquete celestial.

¡Mis mejores deseos de felicidad para todos, pero sobre todo para los privados de libertad, los clavados a sus camas de enfermo, para los hambrientos y desprovistos de un techo amistoso, y, muy en especial, a los paralizados por su propia incredulidad!

República es ajena a la opinión expresada en este artículo