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Blog de literatura: Ocho lugares que me recuerdan a ti

Gabriel Arana Fuentes
16 de julio, 2017

Fragmento del libro Ocho lugares que me recuerdan a ti de Alberto Villarreal publicado en el sello Planeta, © 2016. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.


Alberto Villarreal se presentará el miércoles 19 de julio, a las 15:00 horas, en la sala Margarita Carrera de la Feria Internacional del Libro.

Desde aquella vez que mi padre se marchó de la casa para nunca volver, azotando la puerta principal y dejando un rayón en el pavimento al pisar el acelerador de su coche, me convencí de que el amor está sobrevalorado.

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Sí, es bonito experimentar las maripositas en el estómago y todos esos sentimientos encontrados cuando estás frente a una persona que te atrae física o intelectualmente; pero, de eso a sacrificar tu integridad mental por ella, creo que hay un abismo. Hay que ser medio tonto para caer en las redes del amor. No, medio tonto no: tonto completo.

Aún recuerdo lo que vivió mi madre cuando, después de un par de semanas, se enteró de que mi padre jamás regresaría a la casa. En un principio la invadió el enojo. Al final, la tristeza terminó haciendo de las suyas y mi madre jamás volvió a ser la misma persona alegre que conocí. Y aunque no puedo negar que fue la mejor madre que alguien como yo pudiera tener, creo que mi adorada progenitora pudo haber disfrutado mucho más de la vida y no lo hizo por culpa del amor.

«El amor es una pendejada». Esa fue la frase que me repetí una y otra vez durante la infancia. Pero siempre me adelanto y saco mis propias conclusiones y predicciones de la vida.

Por más que uno quiera no puede ir contra la naturaleza humana. Estamos hechos para amar. Maldigo a nuestro diseñador, pero así es. No hay escapatoria, no hay retorno. Dicen que el amor es una reacción química que ocurre en el cerebro. Un chispazo electromagnético entre nuestras neuronas puede ser la diferencia entre permanecer como idiota al lado del teléfono esperando la llamada de tu amada, o disfrutar de la vida leyendo un buen libro a la orilla de una playa sin ninguna otra preocupación.

Ese chispazo aconteció un día en que buscaba mi siguiente lectura en la librería de don Esteban, uno de mis lugares favoritos en el mundo, no solo porque fue ahí donde por primera vez caí redondo en ese estado vegetativo llamado «amor», sino porque es un espacio donde experimento el mayor estado de felicidad posible al estar rodeado de mis personas preferidas: los autores.

Pero me estoy adelantando. Muchas cosas sucedieron antes de que me diera por enterado de que mi corazón dejaba de ser mío para pertenecerle a ella. Era suyo para hacer con él lo que quisiera.

Su nombre era Valentina, y fue la primera chica que provocó en mí ese estado de nerviosismo cada vez que mis ojos se cruzaban con los de ella. La vi por primera vez en un café, a un par de cuadras de la universidad, aunque en realidad nos conocimos por internet cuando nos presentó un amigo en común.

Hija de un diplomático español, Valentina llegó a México para quedarse. Al menos esa fue la indicación que recibió su padre cuando fue nombrado embajador de aquel país por el mismísimo presidente del Gobierno de España.

Nos presentó Rubén, un buen amigo que también era mi vecino. Rubén tuvo la oportunidad de continuar sus estudios en Madrid. Me hubiera gustado gozar de la misma suerte, pero mi madre hizo todo lo que pudo para mantenernos en escuelas privadas a mi hermana y a mí. Pedirle que además costeara mi intercambio en el extranjero habría sido un abuso.

«Se muda a México», dijo Rubén, «y necesita a alguien que le muestre la ciudad».

Debo de confesar que, en un principio, Valentina no me pareció tan bonita; tal vez porque la vi detrás de la pantalla de la computadora con aquella hoodie que le cubría el cabello y la frente. Sí, seguro fue por eso. Pero lo que sí recuerdo es que, desde un principio, sus labios rosados llamaron mi atención.

Pasaron un par de semanas y Valentina abordaba el vuelo 512 de Iberia con destino final a la ciudad de Monterrey. Después de unos días en que se acostumbró al cambio de horario, por fin nos pusimos de acuerdo para vernos en persona. Yo acababa de presentar el examen parcial de la materia de Ciencias Políticas, así que tuve que salir corriendo de la universidad para poder llegar a tiempo. Por más que corrí y esquivé personas como si se tratara de una película de acción, al final llegué quince minutos tarde, así que pensé que Valentina se había marchado, cansada de esperarme; pero pronto supe que más bien había preferido observarme en mi angustia mientras yo la buscaba por el local.

Traía puestas sus gafas de sol, lo que me hacía imposible identificarla. Le mandé mensajes, pero la vengativa señorita no parecía tener prisa en leerlos; castigaba mi impuntualidad. Entonces me resigné a marcharme. Al cruzar por la puerta se me acercó y, con la más dulce de las voces, me dijo: «Si crees que cada vez que nos veamos me quedaré sentada esperándote, estás equivocado».

Y ahí estaban aquellos labios que me habían cautivado desde la pantalla de mi computadora, solo que ahora en vivo y a todo color, y, lo mejor de todo, adornados por las perlas de su sonrisa. Sin duda, esta era mucho más hermosa así, de cerquita.

Al darme cuenta de que en realidad no estaba enojada por mi tardanza, me atreví a soltar un comentario un poco atrevido para ser la primera vez que nos encontrábamos: «¿Estás dando por hecho que tendremos una segunda cita?». Me dio un pequeño empujón y oí su risa por primera vez.

Ahí descubrí su bebida favorita: el moca blanco con trozos de chocolate y un shot de espresso. Al escucharla pedirla me dieron ganas de tomar lo mismo; pero opté por mi bebida habitual: un capuchino doble con hielo.

Pasaron las horas y fue como si hubieran transcurrido un par de minutos. Yo creo que el tiempo funciona de formas diferentes; si fijo mi mirada en las manecillas del reloj, por ejemplo, sé que el tiempo se contoneará lentamente frente a mí; pero sus labios no son ningún reloj y el tiempo corre en ellos. Caprichoso.

Me platicó que su padre era un diplomático importante que había logrado cosas significativas en su país, pero ya era tiempo de pensar en el retiro, así que lo enviaron a México para que bajara su nivel de estrés. No sé qué imagen tengan de nosotros allá, en España, pero creo que se equivocaron de país. Claro, en ese momento lo único que pude pensar fue «qué suerte la mía».

Me tomó una semana entera mostrarle los lugares más importantes de la ciudad. Para ese entonces, Valentina y yo ya éramos inseparables. Cualquiera hubiera pensado que habíamos sido amigos de toda la vida. Ella era todo lo que yo no era, nos complementábamos el uno al otro y nuestra unión era un claro ejemplo de eso. Édgar, mi mejor amigo de toda la vida, me dijo un día en el pasillo de la universidad, mientras caminaba cada uno a su salón:

—Lo veo y no lo creo. ¿Es que acaso Santiago está enamorado?

Samanta, miembro fundador de lo que denominábamos La trifuerza, caminaba junto a nosotros.

—¡Estás loco! —le contesté, frunciendo el ceño un poco fastidiado por las acusaciones absurdas del estúpido de mi mejor amigo.

Samanta soltó una risita para después empezar a cantar por lo bajo: «Some wine and say what’s going on!». No tardé en entender la referencia, estaba cantando una de las canciones favoritas de su musical preferido de todos los tiempos: Los miserables.

—No le veo otra explicación —insistió Édgar.

—¿De qué hablas? —contesté sin voltear a verlo.

—Es la segunda semana que te pierdes del jueves de cine en mi casa. Eso no había sucedido desde que te dio hepatitis en sexto de primaria.

—Lo que pasa es que fui al ci…

—…al cine con Valentina —interrumpió Édgar—. Sí, ya lo sé.

—¿Y eso qué tiene de malo? —le pregunté, inflando el pecho como gallo de pelea.

—Nada —me contestó sonriendo—. Al contrario, me da gusto. Y yo que creía que esto era imposible: Santiago enamorado; me emociona estar vivo para alcanzar a presenciar este momento. Es como ver pasar al cometa Halley.

Édgar hablaba con genuina emoción.

—¡Cállate! No estoy enamorado.

Pude notar que Samanta decidió no intervenir en nuestra conversación. Será porque me conoce tan bien que sabía que lo que proponía Édgar era simplemente una imposibilidad.

—Es típico de adictos, ¿sabes? Negar su adicción —dijo Édgar. Se rehusaba a quitar el dedo del renglón.

—Bah, piensa lo que quieras.

—¿La vas a llevar hoy? —preguntó Samanta.

Sam se refería al evento de eventos, a la macrofiesta que llevábamos más de medio año planeando y que pintaba para ser la celebración de la década: la reapertura del Espectro, el mejor antro de todos los tiempos. Jorge, un buen amigo de Édgar, nos había conseguido pases para la zona VIP. Muchos podrían matar por pases como esos, y eran todos nuestros.

—Claro. No ha parado de mandarme mil fotos diferentes para ver qué opino de su outfit.

—Pues por fin tendremos el placer de conocerla —dijo Samanta—. Después de dos meses enteros.

—Sí, eh, la tienes bien escondida. No hay por qué temer, soy muy guapo, lo sé, pero nunca intentaría nada con ella —se burló Édgar.

No podía negarlo. Desde que llegó, por alguna u otra razón, Valentina y yo habíamos pasado todo el tiempo juntos y no había encontrado oportunidad de presentársela a mis amigos.

—Bien, pues —dijo Édgar al llegar a la puerta de su salón de clase—, ¿a qué hora pasas por nosotros?

—¿No sería mejor vernos ahí? —contesté, preparándome para el reclamo que vendría a continuación.

—¿Qué?, ¿te damos pena? —preguntó Édgar.

—Yo no tengo coche —dijo Samanta—. Mi hermano lo chocó y ahora nada más está el de papá, y no me lo presta ni de loco, después de haber chocado con la maceta de la vecina.

—Lo que pasa es que Valentina pasará por mí. Dice que quiere que vayamos a un lugar antes de llegar al antro. Dice que me tiene una sorpresa. No tengo idea dónde —dije, en un tono que más bien sonaba a que estaba pidiendo disculpas.

El timbre que marca el inicio de las clases interrumpió nuestra plática.

—Yo paso por ti —le dijo Édgar a Samanta—. Diez en punto. Así que comienza a arreglarte dos horas antes. Si tardas más de tres minutos en bajar, juro que subiré por ti y te llevaré sobre mis hombros aunque no estés lista.

—Qué encantador. Ahí te veo —dijo Samanta, dándole un pequeño beso en la mejilla. Y así nos despedimos y cada uno entró a su respectivo salón. Esa noche esperé en mi habitación a que Valentina llegara por mí. Me puse a revisar Tumblr y a ver videos de YouTube que ya había visto antes, mientras mi cabeza enloquecía a la espera del claxon que anunciaría su llegada. Para mi suerte, en ese momento se conectó Rubén al chat.

Al cerrar la sesión de chat pensé: «Si todas las españolas son igual de guapas que Valentina, seguro que conviene comenzar a planear ese viaje pronto».

Esperaba el claxon, pero en su lugar escuché el timbre de la puerta principal. Segundos después, mi madre entró a mi habitación.

—Santiago, llegaron por ti. Inmediatamente salté de la silla.

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Lea también: Pablo Escobar in fraganti

Blog de literatura: Ocho lugares que me recuerdan a ti

Gabriel Arana Fuentes
16 de julio, 2017

Fragmento del libro Ocho lugares que me recuerdan a ti de Alberto Villarreal publicado en el sello Planeta, © 2016. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.


Alberto Villarreal se presentará el miércoles 19 de julio, a las 15:00 horas, en la sala Margarita Carrera de la Feria Internacional del Libro.

Desde aquella vez que mi padre se marchó de la casa para nunca volver, azotando la puerta principal y dejando un rayón en el pavimento al pisar el acelerador de su coche, me convencí de que el amor está sobrevalorado.

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Sí, es bonito experimentar las maripositas en el estómago y todos esos sentimientos encontrados cuando estás frente a una persona que te atrae física o intelectualmente; pero, de eso a sacrificar tu integridad mental por ella, creo que hay un abismo. Hay que ser medio tonto para caer en las redes del amor. No, medio tonto no: tonto completo.

Aún recuerdo lo que vivió mi madre cuando, después de un par de semanas, se enteró de que mi padre jamás regresaría a la casa. En un principio la invadió el enojo. Al final, la tristeza terminó haciendo de las suyas y mi madre jamás volvió a ser la misma persona alegre que conocí. Y aunque no puedo negar que fue la mejor madre que alguien como yo pudiera tener, creo que mi adorada progenitora pudo haber disfrutado mucho más de la vida y no lo hizo por culpa del amor.

«El amor es una pendejada». Esa fue la frase que me repetí una y otra vez durante la infancia. Pero siempre me adelanto y saco mis propias conclusiones y predicciones de la vida.

Por más que uno quiera no puede ir contra la naturaleza humana. Estamos hechos para amar. Maldigo a nuestro diseñador, pero así es. No hay escapatoria, no hay retorno. Dicen que el amor es una reacción química que ocurre en el cerebro. Un chispazo electromagnético entre nuestras neuronas puede ser la diferencia entre permanecer como idiota al lado del teléfono esperando la llamada de tu amada, o disfrutar de la vida leyendo un buen libro a la orilla de una playa sin ninguna otra preocupación.

Ese chispazo aconteció un día en que buscaba mi siguiente lectura en la librería de don Esteban, uno de mis lugares favoritos en el mundo, no solo porque fue ahí donde por primera vez caí redondo en ese estado vegetativo llamado «amor», sino porque es un espacio donde experimento el mayor estado de felicidad posible al estar rodeado de mis personas preferidas: los autores.

Pero me estoy adelantando. Muchas cosas sucedieron antes de que me diera por enterado de que mi corazón dejaba de ser mío para pertenecerle a ella. Era suyo para hacer con él lo que quisiera.

Su nombre era Valentina, y fue la primera chica que provocó en mí ese estado de nerviosismo cada vez que mis ojos se cruzaban con los de ella. La vi por primera vez en un café, a un par de cuadras de la universidad, aunque en realidad nos conocimos por internet cuando nos presentó un amigo en común.

Hija de un diplomático español, Valentina llegó a México para quedarse. Al menos esa fue la indicación que recibió su padre cuando fue nombrado embajador de aquel país por el mismísimo presidente del Gobierno de España.

Nos presentó Rubén, un buen amigo que también era mi vecino. Rubén tuvo la oportunidad de continuar sus estudios en Madrid. Me hubiera gustado gozar de la misma suerte, pero mi madre hizo todo lo que pudo para mantenernos en escuelas privadas a mi hermana y a mí. Pedirle que además costeara mi intercambio en el extranjero habría sido un abuso.

«Se muda a México», dijo Rubén, «y necesita a alguien que le muestre la ciudad».

Debo de confesar que, en un principio, Valentina no me pareció tan bonita; tal vez porque la vi detrás de la pantalla de la computadora con aquella hoodie que le cubría el cabello y la frente. Sí, seguro fue por eso. Pero lo que sí recuerdo es que, desde un principio, sus labios rosados llamaron mi atención.

Pasaron un par de semanas y Valentina abordaba el vuelo 512 de Iberia con destino final a la ciudad de Monterrey. Después de unos días en que se acostumbró al cambio de horario, por fin nos pusimos de acuerdo para vernos en persona. Yo acababa de presentar el examen parcial de la materia de Ciencias Políticas, así que tuve que salir corriendo de la universidad para poder llegar a tiempo. Por más que corrí y esquivé personas como si se tratara de una película de acción, al final llegué quince minutos tarde, así que pensé que Valentina se había marchado, cansada de esperarme; pero pronto supe que más bien había preferido observarme en mi angustia mientras yo la buscaba por el local.

Traía puestas sus gafas de sol, lo que me hacía imposible identificarla. Le mandé mensajes, pero la vengativa señorita no parecía tener prisa en leerlos; castigaba mi impuntualidad. Entonces me resigné a marcharme. Al cruzar por la puerta se me acercó y, con la más dulce de las voces, me dijo: «Si crees que cada vez que nos veamos me quedaré sentada esperándote, estás equivocado».

Y ahí estaban aquellos labios que me habían cautivado desde la pantalla de mi computadora, solo que ahora en vivo y a todo color, y, lo mejor de todo, adornados por las perlas de su sonrisa. Sin duda, esta era mucho más hermosa así, de cerquita.

Al darme cuenta de que en realidad no estaba enojada por mi tardanza, me atreví a soltar un comentario un poco atrevido para ser la primera vez que nos encontrábamos: «¿Estás dando por hecho que tendremos una segunda cita?». Me dio un pequeño empujón y oí su risa por primera vez.

Ahí descubrí su bebida favorita: el moca blanco con trozos de chocolate y un shot de espresso. Al escucharla pedirla me dieron ganas de tomar lo mismo; pero opté por mi bebida habitual: un capuchino doble con hielo.

Pasaron las horas y fue como si hubieran transcurrido un par de minutos. Yo creo que el tiempo funciona de formas diferentes; si fijo mi mirada en las manecillas del reloj, por ejemplo, sé que el tiempo se contoneará lentamente frente a mí; pero sus labios no son ningún reloj y el tiempo corre en ellos. Caprichoso.

Me platicó que su padre era un diplomático importante que había logrado cosas significativas en su país, pero ya era tiempo de pensar en el retiro, así que lo enviaron a México para que bajara su nivel de estrés. No sé qué imagen tengan de nosotros allá, en España, pero creo que se equivocaron de país. Claro, en ese momento lo único que pude pensar fue «qué suerte la mía».

Me tomó una semana entera mostrarle los lugares más importantes de la ciudad. Para ese entonces, Valentina y yo ya éramos inseparables. Cualquiera hubiera pensado que habíamos sido amigos de toda la vida. Ella era todo lo que yo no era, nos complementábamos el uno al otro y nuestra unión era un claro ejemplo de eso. Édgar, mi mejor amigo de toda la vida, me dijo un día en el pasillo de la universidad, mientras caminaba cada uno a su salón:

—Lo veo y no lo creo. ¿Es que acaso Santiago está enamorado?

Samanta, miembro fundador de lo que denominábamos La trifuerza, caminaba junto a nosotros.

—¡Estás loco! —le contesté, frunciendo el ceño un poco fastidiado por las acusaciones absurdas del estúpido de mi mejor amigo.

Samanta soltó una risita para después empezar a cantar por lo bajo: «Some wine and say what’s going on!». No tardé en entender la referencia, estaba cantando una de las canciones favoritas de su musical preferido de todos los tiempos: Los miserables.

—No le veo otra explicación —insistió Édgar.

—¿De qué hablas? —contesté sin voltear a verlo.

—Es la segunda semana que te pierdes del jueves de cine en mi casa. Eso no había sucedido desde que te dio hepatitis en sexto de primaria.

—Lo que pasa es que fui al ci…

—…al cine con Valentina —interrumpió Édgar—. Sí, ya lo sé.

—¿Y eso qué tiene de malo? —le pregunté, inflando el pecho como gallo de pelea.

—Nada —me contestó sonriendo—. Al contrario, me da gusto. Y yo que creía que esto era imposible: Santiago enamorado; me emociona estar vivo para alcanzar a presenciar este momento. Es como ver pasar al cometa Halley.

Édgar hablaba con genuina emoción.

—¡Cállate! No estoy enamorado.

Pude notar que Samanta decidió no intervenir en nuestra conversación. Será porque me conoce tan bien que sabía que lo que proponía Édgar era simplemente una imposibilidad.

—Es típico de adictos, ¿sabes? Negar su adicción —dijo Édgar. Se rehusaba a quitar el dedo del renglón.

—Bah, piensa lo que quieras.

—¿La vas a llevar hoy? —preguntó Samanta.

Sam se refería al evento de eventos, a la macrofiesta que llevábamos más de medio año planeando y que pintaba para ser la celebración de la década: la reapertura del Espectro, el mejor antro de todos los tiempos. Jorge, un buen amigo de Édgar, nos había conseguido pases para la zona VIP. Muchos podrían matar por pases como esos, y eran todos nuestros.

—Claro. No ha parado de mandarme mil fotos diferentes para ver qué opino de su outfit.

—Pues por fin tendremos el placer de conocerla —dijo Samanta—. Después de dos meses enteros.

—Sí, eh, la tienes bien escondida. No hay por qué temer, soy muy guapo, lo sé, pero nunca intentaría nada con ella —se burló Édgar.

No podía negarlo. Desde que llegó, por alguna u otra razón, Valentina y yo habíamos pasado todo el tiempo juntos y no había encontrado oportunidad de presentársela a mis amigos.

—Bien, pues —dijo Édgar al llegar a la puerta de su salón de clase—, ¿a qué hora pasas por nosotros?

—¿No sería mejor vernos ahí? —contesté, preparándome para el reclamo que vendría a continuación.

—¿Qué?, ¿te damos pena? —preguntó Édgar.

—Yo no tengo coche —dijo Samanta—. Mi hermano lo chocó y ahora nada más está el de papá, y no me lo presta ni de loco, después de haber chocado con la maceta de la vecina.

—Lo que pasa es que Valentina pasará por mí. Dice que quiere que vayamos a un lugar antes de llegar al antro. Dice que me tiene una sorpresa. No tengo idea dónde —dije, en un tono que más bien sonaba a que estaba pidiendo disculpas.

El timbre que marca el inicio de las clases interrumpió nuestra plática.

—Yo paso por ti —le dijo Édgar a Samanta—. Diez en punto. Así que comienza a arreglarte dos horas antes. Si tardas más de tres minutos en bajar, juro que subiré por ti y te llevaré sobre mis hombros aunque no estés lista.

—Qué encantador. Ahí te veo —dijo Samanta, dándole un pequeño beso en la mejilla. Y así nos despedimos y cada uno entró a su respectivo salón. Esa noche esperé en mi habitación a que Valentina llegara por mí. Me puse a revisar Tumblr y a ver videos de YouTube que ya había visto antes, mientras mi cabeza enloquecía a la espera del claxon que anunciaría su llegada. Para mi suerte, en ese momento se conectó Rubén al chat.

Al cerrar la sesión de chat pensé: «Si todas las españolas son igual de guapas que Valentina, seguro que conviene comenzar a planear ese viaje pronto».

Esperaba el claxon, pero en su lugar escuché el timbre de la puerta principal. Segundos después, mi madre entró a mi habitación.

—Santiago, llegaron por ti. Inmediatamente salté de la silla.

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