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Historia urbana: La vida era silbar

Redacción República
17 de noviembre, 2019

La vida era silbar, ESTA ES LA HISTORIA URBANA DE JOSÉ VICENTE SOLÓRZANO AGUILAR.

Ahorita me acordé del Interminable Hombre Silbador.

Era un señor que vivía en la otra cuadra. Enviudó hace años y no se volvió a juntar con nadie.

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Todo el tiempo se la pasaba silbando. Si se asomaba a comprar su cigarrito a la tienda, silbaba.

Si iba a traer el pan, a eso de las cinco de la tarde, se regresaba silbando con su bolsa llena de chatas y cubiletes para remojarlos en el café de la cena.

Cuando salía temprano a hacer ejercicios, el silbido se alejaba en dirección a los campos.

Entre semana se le escuchaba a pesar del alboroto de las motos, las bocinas de la venta de zapatos usados y los patojos que regresaban del colegio a mediodía.

No lo oculto, a veces me desesperaba. Era la misma tonada, el mismo sonsonete.

«¿Qué le costará aprenderse piezas de marimba como Fiesta de pájaros, Ave lira o Antonieta? ¿O sorprendernos con danzones al estilo Almendra, Unión cienfueguera y El bodeguero?», me decía pensando en el repertorio que podía adaptarse para boca, labios y aire procedente de los pulmones.

Me terminé acostumbrando y no me fijé a qué horas dejó de sonar.

Ahora que me acordé le fui a preguntar a mi mamá:

–¿Te acordás de aquel señor que todo el tiempo se la pasaba silbando? Hace ratos que no lo oigo. ¿Qué fue de él?

Le dio cáncer y se le regó a los huesos.

Está en casa de uno de sus hijos. Lo desahuciaron en el San Juan de Dios y van a llevarlo al Roosevelt, a ver qué dicen los doctores.

De un día para otro se vino abajo. Todavía estaba entero a comienzos de año.

Se me hace verlo con su cigarrito recién comprado en la tienda, colocado en la oreja izquierda al estilo carpintero. Y silbando.

Siempre silbando.

Su vida fue silbar.


Historia urbana: La vida era silbar

Redacción República
17 de noviembre, 2019

La vida era silbar, ESTA ES LA HISTORIA URBANA DE JOSÉ VICENTE SOLÓRZANO AGUILAR.

Ahorita me acordé del Interminable Hombre Silbador.

Era un señor que vivía en la otra cuadra. Enviudó hace años y no se volvió a juntar con nadie.

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Todo el tiempo se la pasaba silbando. Si se asomaba a comprar su cigarrito a la tienda, silbaba.

Si iba a traer el pan, a eso de las cinco de la tarde, se regresaba silbando con su bolsa llena de chatas y cubiletes para remojarlos en el café de la cena.

Cuando salía temprano a hacer ejercicios, el silbido se alejaba en dirección a los campos.

Entre semana se le escuchaba a pesar del alboroto de las motos, las bocinas de la venta de zapatos usados y los patojos que regresaban del colegio a mediodía.

No lo oculto, a veces me desesperaba. Era la misma tonada, el mismo sonsonete.

«¿Qué le costará aprenderse piezas de marimba como Fiesta de pájaros, Ave lira o Antonieta? ¿O sorprendernos con danzones al estilo Almendra, Unión cienfueguera y El bodeguero?», me decía pensando en el repertorio que podía adaptarse para boca, labios y aire procedente de los pulmones.

Me terminé acostumbrando y no me fijé a qué horas dejó de sonar.

Ahora que me acordé le fui a preguntar a mi mamá:

–¿Te acordás de aquel señor que todo el tiempo se la pasaba silbando? Hace ratos que no lo oigo. ¿Qué fue de él?

Le dio cáncer y se le regó a los huesos.

Está en casa de uno de sus hijos. Lo desahuciaron en el San Juan de Dios y van a llevarlo al Roosevelt, a ver qué dicen los doctores.

De un día para otro se vino abajo. Todavía estaba entero a comienzos de año.

Se me hace verlo con su cigarrito recién comprado en la tienda, colocado en la oreja izquierda al estilo carpintero. Y silbando.

Siempre silbando.

Su vida fue silbar.