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Historias Urbanas: Cultivo innecesario

Redacción República
01 de diciembre, 2019

Cultivo innecesario, ESTA ES LA HISTORIA URBANA DE JOSÉ VICENTE SOLÓRZANO AGUILAR.

Nos cuesta perdonar agravios. Los mantenemos bien presentes.

No pasa día sin que los volvamos a proyectar para que sigan vivos y echárselos en cara, de viva voz o mediante murmuraciones, al que los causó.

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Revivimos la escena cuadro a cuadro, con la mejor fotografía e iluminación, sin escatimar ningún detalle.

De los chinos se cuenta que no perdonaban ninguna ofensa.

Eran descritos como un pueblo rencoroso: la injuria sufrida permanecía latiendo en ellos hasta que se vengaban del infractor o sus descendientes.

En nuestra infancia vimos episodios de dibujos animados que recreaban los pleitos de los clanes montañeses de Estados Unidos, incluidos en la herencia legada a hijos, nietos y bisnietos, hasta que los descendientes se cansaban de tanto pleito y decidían firmar la paz.

Y a través de las novelas de Ismaíl Kadaré nos enteramos de la perdurabilidad del Kanun, el código implementado en las comunidades del norte de Albania que demanda el inmediato cobro de las deudas de sangre.

El deudor no tiene por qué ser el autor del crimen: puede ser cualquiera de sus parientes.

A cada muerte sigue otro cobro, y otro, y otro, en una cadena que se prolonga desde hace siglos, a prueba de las dominaciones extranjeras (los cuatro siglos de presencia turca en los Balcanes) y los cambios de régimen político (república, monarquía, régimen comunista, vuelta a la república).

El perdón es infrecuente: se nos enseña a cobrar revancha. Entran en juego el honor y las alusiones al buen nombre coreados bajo el lema «esto no se puede quedar así».

Motivos suficientes para seguir cultivando, con amoroso cuidado, al rencor.

Lo acariciamos, le brindamos el mejor de los concentrados, evitamos que se le acumule el polvo encima.

Lo asoleamos para que agarre algo de color, muestre lozanía y no se marchite. Y sale a la vista apenas tenemos un atisbo del ofensor.

¿El enemigo? Pues ahí anda, de lo más campante, como si nada hubiera pasado.

Siguió con su vida, sin darse por enterado que alguna vez tuvimos un roce con él. Hasta se acerca a saludarnos, nos pregunta cómo estamos y qué novedades hay.

No sospecha que le levantamos acta de acusación y tenemos un listado de cargos en su contra; tampoco se imagina que lo fulminaríamos con la mirada si tuviéramos los poderes atribuidos a los superhéroes.

Estamos entregados por entero a nuestro cultivo innecesario; cada encuentro con el enemigo le sirve de fertilizante y agua de riego para que no pierda su verdor.

Cuesta librarse de los agravios. Por algo los psicólogos los describen como los desperdicios que debemos poner en la puerta para que el camión recolector se la lleve.

Pero no lo hacemos. Estamos acostumbrados a conservarlos. A pulirlos y burilarlos como si se trataran de joyas de gran valor. A darles toda la atención que debería centrarse en asuntos más dignos.

Historias Urbanas: Cultivo innecesario

Redacción República
01 de diciembre, 2019

Cultivo innecesario, ESTA ES LA HISTORIA URBANA DE JOSÉ VICENTE SOLÓRZANO AGUILAR.

Nos cuesta perdonar agravios. Los mantenemos bien presentes.

No pasa día sin que los volvamos a proyectar para que sigan vivos y echárselos en cara, de viva voz o mediante murmuraciones, al que los causó.

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De los chinos se cuenta que no perdonaban ninguna ofensa.

Eran descritos como un pueblo rencoroso: la injuria sufrida permanecía latiendo en ellos hasta que se vengaban del infractor o sus descendientes.

En nuestra infancia vimos episodios de dibujos animados que recreaban los pleitos de los clanes montañeses de Estados Unidos, incluidos en la herencia legada a hijos, nietos y bisnietos, hasta que los descendientes se cansaban de tanto pleito y decidían firmar la paz.

Y a través de las novelas de Ismaíl Kadaré nos enteramos de la perdurabilidad del Kanun, el código implementado en las comunidades del norte de Albania que demanda el inmediato cobro de las deudas de sangre.

El deudor no tiene por qué ser el autor del crimen: puede ser cualquiera de sus parientes.

A cada muerte sigue otro cobro, y otro, y otro, en una cadena que se prolonga desde hace siglos, a prueba de las dominaciones extranjeras (los cuatro siglos de presencia turca en los Balcanes) y los cambios de régimen político (república, monarquía, régimen comunista, vuelta a la república).

El perdón es infrecuente: se nos enseña a cobrar revancha. Entran en juego el honor y las alusiones al buen nombre coreados bajo el lema «esto no se puede quedar así».

Motivos suficientes para seguir cultivando, con amoroso cuidado, al rencor.

Lo acariciamos, le brindamos el mejor de los concentrados, evitamos que se le acumule el polvo encima.

Lo asoleamos para que agarre algo de color, muestre lozanía y no se marchite. Y sale a la vista apenas tenemos un atisbo del ofensor.

¿El enemigo? Pues ahí anda, de lo más campante, como si nada hubiera pasado.

Siguió con su vida, sin darse por enterado que alguna vez tuvimos un roce con él. Hasta se acerca a saludarnos, nos pregunta cómo estamos y qué novedades hay.

No sospecha que le levantamos acta de acusación y tenemos un listado de cargos en su contra; tampoco se imagina que lo fulminaríamos con la mirada si tuviéramos los poderes atribuidos a los superhéroes.

Estamos entregados por entero a nuestro cultivo innecesario; cada encuentro con el enemigo le sirve de fertilizante y agua de riego para que no pierda su verdor.

Cuesta librarse de los agravios. Por algo los psicólogos los describen como los desperdicios que debemos poner en la puerta para que el camión recolector se la lleve.

Pero no lo hacemos. Estamos acostumbrados a conservarlos. A pulirlos y burilarlos como si se trataran de joyas de gran valor. A darles toda la atención que debería centrarse en asuntos más dignos.