Final predecible, ESTA ES LA HISTORIA URBANA DE JOSÉ VICENTE SOLÓRZANO AGUILAR.

A Marilinda Guerrero Valenzuela

La dentista palidece: el paciente le muestra dos colmillos gastados por la caries.

Las manos le tiemblan mientras examina las muelas. Necesitan que las limpien o rellenen según el deterioro sufrido durante años; calcula que son demasiados.

—¿Cuándo fue la última vez que se revisó los dientes? —se anima a averiguar.

—Uh, hace ratos —el paciente medio se incorpora, como si estuviera por salir del ataúd—. Solo me acuerdo que tuve un dolorón aquí, del lado derecho, fui con un dentista que tenía su consultorio allá por la tercera avenida, y ya no seguí el tratamiento.

—Va a necesitar que le saquen una radiografía —la dentista se quita los guantes al terminar—. Puede ir a esta dirección, le dice que va de parte mía y le hacen un descuento. Después se viene para acá y le hacemos otro examen, ¿le parece?

—Está bien —el paciente saborea el flúor con la lengua, no se limpia el hilito que le escurre por la comisura derecha—. ¿Y cómo me ve?

—Pues me parece que usted pone mucha fuerza cuando almuerza o cena.

—Cabal, mi esposa dice que siempre pego mordiscos en vez de comer, je je.

La dentista se rasca el cuello.

—Entonces tiene que hacerlo más despacio porque se le puede gastar el esmalte.

—Está bien —el paciente no renunciará a su hábito, lo sabe.

—Y después de cada comida —la dentista le tiende un frasquito con píldoras celestes, le acaba de arrancar la etiqueta—, se mastica dos pastillas.

—¿Para qué sirven? —el paciente lo guarda entre la chumpa.

—Le van a reforzar las encías.

—Me parece. ¿Cuánto le debo, doctora?

—Pase a recepción, ahí le van a decir.

—Gracias, tenga buena tarde.

La dentista saca otro frasquito de la alacena y repasa la lista de ingredientes.

«Contiene extracto de ajo», advierte el rótulo pegado sobre el código de barras.