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Historias Urbanas | Lucirse con el carro ajeno

Invitado
14 de febrero, 2021

Lucirse con el carro ajeno. Esta es la historia urbana de José Vicente Solórzano Aguilar


El patojo se emocionó cuando trajeron aquel carro modelo 2018 al taller de su tío. Admiró el escape reluciente, la tapicería olorosa a estreno que forraba los asientos, la potencia del equipo de sonido; se imaginó conduciéndolo a cien, ciento veinte, ciento treinta kilómetros por hora.

Tenían que dejarle los vidrios polarizados y eliminar esos rayones que le restaban vistosidad a la puerta del copiloto. El taller cerraba los fines de semana, los dueños dejaban las llaves para que pudieran mover los autos hasta el fondo (el tío alquilaba un predio grande a orillas de la carretera al Pacífico): de una vez armó su plan para el sábado.

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Habló con su amigo Kenneth para que lo acompañara a echarse unas carreras. “Vos, ni te imaginás la nave que vinieron a dejar”, le comentó. Después se le aceleró el corazón mientras localizaba el número de Marielos.

Acumulaba dos negativas, pero no renunciaría a esa quinceañera blanquita, chapudita, de ojos claros y pelo castaño —toda una rareza en la colonia— que se le fijó en la mente desde que la vio sirviendo tortillas con carne asada en el negocio de a la par.

“ola como estas, queres salir a dar una vuelta hoy, mi tio me presto su carro”, escribió de prisa en el Whatsapp, al mismo tiempo que se tomó varias fotos para que lo viera al volante.

Costó convencerla de que llegara, prometió que no se tardarían demasiado, la dejaría en la puerta de su casa antes de las ocho de la noche. Y ahí estaba, con su boquita pintada y su pelo con aroma a champú de manzanilla.

—¿Cuánto le habrá costado a tu tío? —preguntó.

—No sé, fíjate que se lo acaban de traer de Estados Unidos.

Al poco rato se apareció Kenneth con otra novia —siempre se admiraba, ¿cómo le hacía para andar de conecte en conecte?— y quiso decirles que no fumaran dentro del carro: el olor se impregna en todas partes, las cenizas caen sobre los asientos, se van a dar cuenta que lo sacó sin permiso. “¿De qué me preocupo?, vamos con las ventanas abiertas y al rato se ventila”, pensó.

Kenneth se dedicó a lo suyo en el asiento trasero; el patojo siguió las reacciones de Marielos cuando dejaba atrás a los demás carros aunque iba con el acelerador a fondo y cómo le hacía para esquivar a los motoristas que atravesaban la carretera. Sintió la gloria cuando ella posó su mano izquierda encima de la suya sobre el transmisor manual y se la presionó.

—¿Cómo te sentís? —gritó, Bad Bunny les acompañaba a todo volumen.

—Un poquito nerviosa —alcanzó a decir Marielos.

Pasaban frente a un rótulo grande, con forma de Z. Después supo que ese lugar se llama colonia La Alborada. No se fijó a qué horas salió un carro de ahí. Amaneció todo vendado en el hospital San Juan de Dios, no podía hablar, un aparato le apretaba la mandíbula. Sabía que atrás iban Kenneth y su novia, nunca le preguntó el nombre.

El corazón se le paró cuando se acordó de Marielos, el tenso roce de su mano y su fragancia a manzanilla.

Historias Urbanas | Lucirse con el carro ajeno

Invitado
14 de febrero, 2021

Lucirse con el carro ajeno. Esta es la historia urbana de José Vicente Solórzano Aguilar


El patojo se emocionó cuando trajeron aquel carro modelo 2018 al taller de su tío. Admiró el escape reluciente, la tapicería olorosa a estreno que forraba los asientos, la potencia del equipo de sonido; se imaginó conduciéndolo a cien, ciento veinte, ciento treinta kilómetros por hora.

Tenían que dejarle los vidrios polarizados y eliminar esos rayones que le restaban vistosidad a la puerta del copiloto. El taller cerraba los fines de semana, los dueños dejaban las llaves para que pudieran mover los autos hasta el fondo (el tío alquilaba un predio grande a orillas de la carretera al Pacífico): de una vez armó su plan para el sábado.

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Habló con su amigo Kenneth para que lo acompañara a echarse unas carreras. “Vos, ni te imaginás la nave que vinieron a dejar”, le comentó. Después se le aceleró el corazón mientras localizaba el número de Marielos.

Acumulaba dos negativas, pero no renunciaría a esa quinceañera blanquita, chapudita, de ojos claros y pelo castaño —toda una rareza en la colonia— que se le fijó en la mente desde que la vio sirviendo tortillas con carne asada en el negocio de a la par.

“ola como estas, queres salir a dar una vuelta hoy, mi tio me presto su carro”, escribió de prisa en el Whatsapp, al mismo tiempo que se tomó varias fotos para que lo viera al volante.

Costó convencerla de que llegara, prometió que no se tardarían demasiado, la dejaría en la puerta de su casa antes de las ocho de la noche. Y ahí estaba, con su boquita pintada y su pelo con aroma a champú de manzanilla.

—¿Cuánto le habrá costado a tu tío? —preguntó.

—No sé, fíjate que se lo acaban de traer de Estados Unidos.

Al poco rato se apareció Kenneth con otra novia —siempre se admiraba, ¿cómo le hacía para andar de conecte en conecte?— y quiso decirles que no fumaran dentro del carro: el olor se impregna en todas partes, las cenizas caen sobre los asientos, se van a dar cuenta que lo sacó sin permiso. “¿De qué me preocupo?, vamos con las ventanas abiertas y al rato se ventila”, pensó.

Kenneth se dedicó a lo suyo en el asiento trasero; el patojo siguió las reacciones de Marielos cuando dejaba atrás a los demás carros aunque iba con el acelerador a fondo y cómo le hacía para esquivar a los motoristas que atravesaban la carretera. Sintió la gloria cuando ella posó su mano izquierda encima de la suya sobre el transmisor manual y se la presionó.

—¿Cómo te sentís? —gritó, Bad Bunny les acompañaba a todo volumen.

—Un poquito nerviosa —alcanzó a decir Marielos.

Pasaban frente a un rótulo grande, con forma de Z. Después supo que ese lugar se llama colonia La Alborada. No se fijó a qué horas salió un carro de ahí. Amaneció todo vendado en el hospital San Juan de Dios, no podía hablar, un aparato le apretaba la mandíbula. Sabía que atrás iban Kenneth y su novia, nunca le preguntó el nombre.

El corazón se le paró cuando se acordó de Marielos, el tenso roce de su mano y su fragancia a manzanilla.