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La violencia del balón

Redacción República
19 de mayo, 2014

Yo tuve la gran fortuna de crecer a unas 8 cuadras del Estadio Nacional Mateo Flores. Desde pequeño pude vivir la emoción del ir al estadio, disfrutar de los cánticos, abrazar a un desconocido con el grito de gol y en ocasiones llorar por el desconsuelo de la derrota. 

La vida me permitió luego recorrer decenas de canchas a lo largo y ancho del país, desde el Juan Ramón Ponce, en Carchá, hasta el Oscar Monterroso, en Retalhuleu, pasando por el Estadio Del Monte, en Izabal; Las Gardenias, en Coatepeque; La Asunción, en Jutiapa y muchos más. 
El problema de la violencia y el financiamiento oscuro en el fútbol no es nada nuevo. Las llamadas “barras bravas” comienzan siendo parte del espectáculo y terminan siendo el peor de los males del juego. Los directivos de los equipos ven en éstas un grupo de apoyo cuya pasión alienta a los jugadores y atrae a los aficionados quienes gustan del colorido de las gradas. 
Con el tiempo, las barras bravas se van apropiando de las instalaciones deportivas, haciendo de los estadios lugares inseguros y poco propicios para compartir en familia. 
Cuando el fútbol deja de ser un espectáculo seguro, las gradas se comienzan a vaciar. El aficionado considera innecesario tomar el riesgo de resultar agredido por tan solo ver un partido de fútbol. De esa cuenta, la opción de disfrutar del balompié por televisión se convierte en una alternativa viable. 
Las barras bravas tienen su origen en algunos de los problemas fundamentales de nuestra nación. La falta de identidad y pertenencia de los jóvenes guatemaltecos hacen que la integración de estos grupos sea relativamente sencilla. La creación de códigos de unión y pertenencia nulifica el criterio de los integrantes del grupo, cuyo actuar es el de una masa manipulada. La repetición continua de insultos y mensajes ofensivos provocan, con el paso del tiempo, la creación imaginaria de un “enemigo”, que no es más que aquel que piensa distinto, en el caso del fútbol, quien porta una camisola diferente. 
La violencia en el fútbol no es solo atribuible a las barras bravas, Guatemala es un país violento. En nuestro país una pelea puede comenzar por cosas tan pequeñas como una “mala mirada”. 
El tener que ver la final del fútbol nacional por la televisión sin presencia de los aficionados en el estadio fue un duro golpe para todos, pero debe ser un desencadenante para que los entes involucrados en el deporte actúen de manera firme y se recupere el control de los estadios. 
Los patrocinadores deben presionar a los equipos, que, a su vez, deben de dejar de hacer concesiones a los grupos violentos. No solo me refiero a regalar boletos y pagar el transporte de las porras, hablo de solapar el ingreso de bombas, cadenas, tubos, palos y demás artefactos utilizados para agredir a los aficionados. 
La solución a la violencia en los estadios no pasa por el castigo generalizado. La violencia es generada por un grupo pequeño, el cual debe ser individualizado y castigado. Es momento de invertir en métodos tecnológicos que permitan tener pruebas contundentes en contra de los causantes de los desmanes en las instalaciones deportivas y llevar esas pruebas ante la justicia. 
Los aficionados también tenemos que dejar a un lado prácticas equivocadas como los apodos y términos peyorativos para referirnos al equipo contrario. No podemos hablar de no a la violencia si seguimos con el juego de “Mandriles”, “Farsas”, “Flojo” o “Flemas”. 
De corazón espero pronto poder llevar a mi hija de la mano al estadio, justo como mi papá me llevó a mí hace muchos años.

La violencia del balón

Redacción República
19 de mayo, 2014

Yo tuve la gran fortuna de crecer a unas 8 cuadras del Estadio Nacional Mateo Flores. Desde pequeño pude vivir la emoción del ir al estadio, disfrutar de los cánticos, abrazar a un desconocido con el grito de gol y en ocasiones llorar por el desconsuelo de la derrota. 

La vida me permitió luego recorrer decenas de canchas a lo largo y ancho del país, desde el Juan Ramón Ponce, en Carchá, hasta el Oscar Monterroso, en Retalhuleu, pasando por el Estadio Del Monte, en Izabal; Las Gardenias, en Coatepeque; La Asunción, en Jutiapa y muchos más. 
El problema de la violencia y el financiamiento oscuro en el fútbol no es nada nuevo. Las llamadas “barras bravas” comienzan siendo parte del espectáculo y terminan siendo el peor de los males del juego. Los directivos de los equipos ven en éstas un grupo de apoyo cuya pasión alienta a los jugadores y atrae a los aficionados quienes gustan del colorido de las gradas. 
Con el tiempo, las barras bravas se van apropiando de las instalaciones deportivas, haciendo de los estadios lugares inseguros y poco propicios para compartir en familia. 
Cuando el fútbol deja de ser un espectáculo seguro, las gradas se comienzan a vaciar. El aficionado considera innecesario tomar el riesgo de resultar agredido por tan solo ver un partido de fútbol. De esa cuenta, la opción de disfrutar del balompié por televisión se convierte en una alternativa viable. 
Las barras bravas tienen su origen en algunos de los problemas fundamentales de nuestra nación. La falta de identidad y pertenencia de los jóvenes guatemaltecos hacen que la integración de estos grupos sea relativamente sencilla. La creación de códigos de unión y pertenencia nulifica el criterio de los integrantes del grupo, cuyo actuar es el de una masa manipulada. La repetición continua de insultos y mensajes ofensivos provocan, con el paso del tiempo, la creación imaginaria de un “enemigo”, que no es más que aquel que piensa distinto, en el caso del fútbol, quien porta una camisola diferente. 
La violencia en el fútbol no es solo atribuible a las barras bravas, Guatemala es un país violento. En nuestro país una pelea puede comenzar por cosas tan pequeñas como una “mala mirada”. 
El tener que ver la final del fútbol nacional por la televisión sin presencia de los aficionados en el estadio fue un duro golpe para todos, pero debe ser un desencadenante para que los entes involucrados en el deporte actúen de manera firme y se recupere el control de los estadios. 
Los patrocinadores deben presionar a los equipos, que, a su vez, deben de dejar de hacer concesiones a los grupos violentos. No solo me refiero a regalar boletos y pagar el transporte de las porras, hablo de solapar el ingreso de bombas, cadenas, tubos, palos y demás artefactos utilizados para agredir a los aficionados. 
La solución a la violencia en los estadios no pasa por el castigo generalizado. La violencia es generada por un grupo pequeño, el cual debe ser individualizado y castigado. Es momento de invertir en métodos tecnológicos que permitan tener pruebas contundentes en contra de los causantes de los desmanes en las instalaciones deportivas y llevar esas pruebas ante la justicia. 
Los aficionados también tenemos que dejar a un lado prácticas equivocadas como los apodos y términos peyorativos para referirnos al equipo contrario. No podemos hablar de no a la violencia si seguimos con el juego de “Mandriles”, “Farsas”, “Flojo” o “Flemas”. 
De corazón espero pronto poder llevar a mi hija de la mano al estadio, justo como mi papá me llevó a mí hace muchos años.