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El monopolio del comprador

Redacción República
27 de agosto, 2014

Cuando era estudiante, en París, a
principios de los 90, había tres tipos de cadenas de comercio de proximidad
(ese dónde puedes comprar la leche, la pasta, el pan o el aceite). El más
señorial, por la apariencia de sus tiendas, era el Félix Potin. Ofrecía
productos de marca a precios elevados, con un horario muy amplio de modo que
podías conseguir el mejor vinagre de Módena muy tarde en la noche.

El segundo grupo eran los Monoprix y
Prisunic, supermercados algo más amplios que los Potin, con los estantes muy
repletos, con variedad, pero también con mucha marca blanca (es decir, propia y
exclusiva del supermercado), a precios razonables y con horarios muy limitados.

El tercer grupo era el de los EDL’épicier.
Supermercados pequeños, mal ordenados, con una variedad ínfima de productos,
horarios de oficinista y a muy bajo precio.

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Compré mucho en el ED, algo en el Monoprix
y casi nunca en el Félix Potin (hoy ya desaparecido).

Pero había, y sigue habiendo, una cuarta
cadena de comercios de proximidad. Lo que los franceses llaman las tiendas de
árabes. Abren día y noche, ofrecen una variedad escasa de productos, en
condiciones no siempre atractivas, pero a muy altos precios. Es decir, con la
mayor parte de los inconvenientes de sus competidores, pero casi sin ventajas,
fuera del amplio horario. Que, de partida, tampoco debe ser una gran ventaja
porque no hay muchos parisinos que necesiten comprar yogur pasterizado a
medianoche.

Sin embargo, las tiendas de árabes
funcionan y muy bien. Incluso, en algunos barrios, como el área de Barbés, al
norte de la ciudad, casi de forma exclusiva.

El motivo: el monopolio del comprador.

Conocemos bien cómo funcionan los
monopolios de los vendedores: acaparan las líneas de producción, hunden
precios, logran el favor proteccionista del gobierno, eliminan la competencia y
terminan por dar un producto caro y de mala calidad al consumidor.

Pero, ¿puede existir un monopolio del
comprador? Como consumidor, ¿seguiría acudiendo a una tienda que me ofrece
productos de baja calidad a precios elevados? Desde una lógica de mercado,
parece imposible. Pero no todos los consumidores siguen esa lógica de mercado.
En el caso de las tiendas de los árabes, en París, prima la solidaridad
familiar, étnica, religiosa. Acudo allí, se dice el nacido en Argelia o en
Túnez, porque estoy ayudando a un compatriota. No me importa resultar
perjudicado. Sobre mis intereses personales, priman los del colectivo. Quizás,
si me paro a reflexionar, me daría cuenta que yo y ese colectivo ganaríamos más
gracias a la competencia. Pero no me voy a parar a reflexionar.

Desde mis tiempos de estudiante en París,
he ido descubriendo con sorpresa como el monopolio del comprador está mucho más
extendido de lo que yo pensaba, en todo el mundo capitalista y en los grupos
sociales más inesperados. Al final, cada vez que le compro, o contrato, a un
amigo por ser mi amigo, aunque el producto no me interese, sea de mala calidad,
excesivamente caro o lo elija frente a otras posibilidades más atractivas o
mejor servidas, me estoy dejando llevar por ese monopolio del comprador. Me
estoy perjudicando y estoy poniendo una barrera a la libre competencia.

Por supuesto que es mi voluntad la que
elije. En realidad, nadie me fuerza a seleccionar a mi amigo, mi pariente, mi
compañero de escuela o el hermano de mi pareja frente a otro suministrador más
razonable, mejor preparado o más eficiente.

Pero si realmente considero que el libre
mercado funciona, que es motor de desarrollo y crecimiento, cuando me empecino
en dejarme llevar por el monopolio del comprador demuestro lo poco que
realmente me interesa ese libre mercado.

El monopolio del comprador

Redacción República
27 de agosto, 2014

Cuando era estudiante, en París, a
principios de los 90, había tres tipos de cadenas de comercio de proximidad
(ese dónde puedes comprar la leche, la pasta, el pan o el aceite). El más
señorial, por la apariencia de sus tiendas, era el Félix Potin. Ofrecía
productos de marca a precios elevados, con un horario muy amplio de modo que
podías conseguir el mejor vinagre de Módena muy tarde en la noche.

El segundo grupo eran los Monoprix y
Prisunic, supermercados algo más amplios que los Potin, con los estantes muy
repletos, con variedad, pero también con mucha marca blanca (es decir, propia y
exclusiva del supermercado), a precios razonables y con horarios muy limitados.

El tercer grupo era el de los EDL’épicier.
Supermercados pequeños, mal ordenados, con una variedad ínfima de productos,
horarios de oficinista y a muy bajo precio.

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Compré mucho en el ED, algo en el Monoprix
y casi nunca en el Félix Potin (hoy ya desaparecido).

Pero había, y sigue habiendo, una cuarta
cadena de comercios de proximidad. Lo que los franceses llaman las tiendas de
árabes. Abren día y noche, ofrecen una variedad escasa de productos, en
condiciones no siempre atractivas, pero a muy altos precios. Es decir, con la
mayor parte de los inconvenientes de sus competidores, pero casi sin ventajas,
fuera del amplio horario. Que, de partida, tampoco debe ser una gran ventaja
porque no hay muchos parisinos que necesiten comprar yogur pasterizado a
medianoche.

Sin embargo, las tiendas de árabes
funcionan y muy bien. Incluso, en algunos barrios, como el área de Barbés, al
norte de la ciudad, casi de forma exclusiva.

El motivo: el monopolio del comprador.

Conocemos bien cómo funcionan los
monopolios de los vendedores: acaparan las líneas de producción, hunden
precios, logran el favor proteccionista del gobierno, eliminan la competencia y
terminan por dar un producto caro y de mala calidad al consumidor.

Pero, ¿puede existir un monopolio del
comprador? Como consumidor, ¿seguiría acudiendo a una tienda que me ofrece
productos de baja calidad a precios elevados? Desde una lógica de mercado,
parece imposible. Pero no todos los consumidores siguen esa lógica de mercado.
En el caso de las tiendas de los árabes, en París, prima la solidaridad
familiar, étnica, religiosa. Acudo allí, se dice el nacido en Argelia o en
Túnez, porque estoy ayudando a un compatriota. No me importa resultar
perjudicado. Sobre mis intereses personales, priman los del colectivo. Quizás,
si me paro a reflexionar, me daría cuenta que yo y ese colectivo ganaríamos más
gracias a la competencia. Pero no me voy a parar a reflexionar.

Desde mis tiempos de estudiante en París,
he ido descubriendo con sorpresa como el monopolio del comprador está mucho más
extendido de lo que yo pensaba, en todo el mundo capitalista y en los grupos
sociales más inesperados. Al final, cada vez que le compro, o contrato, a un
amigo por ser mi amigo, aunque el producto no me interese, sea de mala calidad,
excesivamente caro o lo elija frente a otras posibilidades más atractivas o
mejor servidas, me estoy dejando llevar por ese monopolio del comprador. Me
estoy perjudicando y estoy poniendo una barrera a la libre competencia.

Por supuesto que es mi voluntad la que
elije. En realidad, nadie me fuerza a seleccionar a mi amigo, mi pariente, mi
compañero de escuela o el hermano de mi pareja frente a otro suministrador más
razonable, mejor preparado o más eficiente.

Pero si realmente considero que el libre
mercado funciona, que es motor de desarrollo y crecimiento, cuando me empecino
en dejarme llevar por el monopolio del comprador demuestro lo poco que
realmente me interesa ese libre mercado.