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Un extraño regalo de Navidad.

Redacción
05 de enero, 2015

El pasado 25 de diciembre, día de Navidad, viajé desde la Antigua hasta Chichicastenango. Una semana antes, había hecho un recorrido muy similar, aunque sólo fui desde la Antigua hasta Tecpán. En ambas ocasiones, pero mucho más el 25, me llamó la atención la cantidad de niños que había en la orilla de la carretera, después de pasar la recta de Patzicia.

Hace años, viajaba casi todas las semanas, en autobús, desde Quetzalenango a la capital. Asomado a la ventanilla, me sorprendía ver a esas familias, posiblemente un padre, una madre, relativamente jóvenes, con varios hijos, tres, cuatro, sentados a la vera de la carretera. No eran muchas, quizás, en los ciento cincuenta kilómetros que separaban Xela de Chimaltenango, podía ver una docena de familias. Me preguntaba qué hacían allí. Quizás era su forma de entretenerse. Sentarse a ver pasar carros. Acaso soñando con tener uno de esos autos, o con poder ir donde iban esos viajeros.

Pero lo que vi este pasado 25 de diciembre era muy distinto. No eran familias. Eran turbas de niños, veinte, treinta. A veces acompañados de una o dos mujeres adultas. Casi nunca hombres. Los niños se extendían en los arcenes durante prácticamente todo el espacio comprendido entre el límite de Tecpán y Patzicia hasta poco antes de los Encuentros.

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Sentados o de pie. Agitando las manos a los conductores o sencillamente observando como pasaban los carros. Me preguntaba qué hacían allí y no tardé en encontrar la respuesta. Poco a poco, fui viendo como algunas camionetas, estas suburban grandes, bien pulidas, de cristales polarizados, se detenían al borde de la carretera. Los ocupantes bajaban, móvil en mano, tomando fotos sin cesar, a la jauría de críos que corrían hacia ellos y, después, se dedicaban a entregar juguetes que venían envueltos en grandes bolsas de basura negra, cuando no eran esas ristras de pelotas de plástico, de vivos colores con rayas blancas.

El hecho se repitió, al menos, una docena de veces. La suburban para, los niños corren, muchos invadiendo la carretera a riesgo de ser atropellados, los viajeros bajan, toman fotos, reparten regalos con muchas sonrisas y grandes gestos.

En un par de ocasiones, vi una variante. En vez de detenerse a entregar regalos, desde dos picops observé como, sencillamente, arrojaban caramelos o monedas a los patojillos de las cunetas.

En realidad, ¿qué estaba presenciando? ¿Un acto caritativo de Navidad? ¿Gentes pudientes dando un momento de alegría a unos niños humildes? Quizás ellos lo pensaban así. Pero lo que yo vi fue un incentivo a la mendicidad, un empeño en educar, desde muy jóvenes, a los campesinos guatemaltecos en el acto de pedir sin dar nada a cambio, en esperar que te lo den hecho, sin esforzarte por ello.

Esa gente que se siente mejor por regalar juguetes en las cunetas de Tecpán se está equivocando. No ayudan a esos niños. Les refuerzan en su marginación.

Un dato curioso. Diez kilómetros antes de los Encuentros empiezan las tiendas de cerámica. Allí no hay niños pidiendo juguetes en la cuneta. Tampoco los hay, ya en la carretera de Chichi, al cruzar el cantón Chicuá. Allí abundan los puestos de fruta.

Es posible que los niños de estas zonas no tengan tiempo de salir a pedir a la carretera, porque estén ayudando a sus padres a fabricar cerámica, cosechar fruta o vender. O quizás, sencillamente, sus padres han entendido que el progreso no nace de la mendicidad, sino del trabajo, una lección que aún tienen que aprender los generosos donantes de juguetes de carretera.

Un extraño regalo de Navidad.

Redacción
05 de enero, 2015

El pasado 25 de diciembre, día de Navidad, viajé desde la Antigua hasta Chichicastenango. Una semana antes, había hecho un recorrido muy similar, aunque sólo fui desde la Antigua hasta Tecpán. En ambas ocasiones, pero mucho más el 25, me llamó la atención la cantidad de niños que había en la orilla de la carretera, después de pasar la recta de Patzicia.

Hace años, viajaba casi todas las semanas, en autobús, desde Quetzalenango a la capital. Asomado a la ventanilla, me sorprendía ver a esas familias, posiblemente un padre, una madre, relativamente jóvenes, con varios hijos, tres, cuatro, sentados a la vera de la carretera. No eran muchas, quizás, en los ciento cincuenta kilómetros que separaban Xela de Chimaltenango, podía ver una docena de familias. Me preguntaba qué hacían allí. Quizás era su forma de entretenerse. Sentarse a ver pasar carros. Acaso soñando con tener uno de esos autos, o con poder ir donde iban esos viajeros.

Pero lo que vi este pasado 25 de diciembre era muy distinto. No eran familias. Eran turbas de niños, veinte, treinta. A veces acompañados de una o dos mujeres adultas. Casi nunca hombres. Los niños se extendían en los arcenes durante prácticamente todo el espacio comprendido entre el límite de Tecpán y Patzicia hasta poco antes de los Encuentros.

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Sentados o de pie. Agitando las manos a los conductores o sencillamente observando como pasaban los carros. Me preguntaba qué hacían allí y no tardé en encontrar la respuesta. Poco a poco, fui viendo como algunas camionetas, estas suburban grandes, bien pulidas, de cristales polarizados, se detenían al borde de la carretera. Los ocupantes bajaban, móvil en mano, tomando fotos sin cesar, a la jauría de críos que corrían hacia ellos y, después, se dedicaban a entregar juguetes que venían envueltos en grandes bolsas de basura negra, cuando no eran esas ristras de pelotas de plástico, de vivos colores con rayas blancas.

El hecho se repitió, al menos, una docena de veces. La suburban para, los niños corren, muchos invadiendo la carretera a riesgo de ser atropellados, los viajeros bajan, toman fotos, reparten regalos con muchas sonrisas y grandes gestos.

En un par de ocasiones, vi una variante. En vez de detenerse a entregar regalos, desde dos picops observé como, sencillamente, arrojaban caramelos o monedas a los patojillos de las cunetas.

En realidad, ¿qué estaba presenciando? ¿Un acto caritativo de Navidad? ¿Gentes pudientes dando un momento de alegría a unos niños humildes? Quizás ellos lo pensaban así. Pero lo que yo vi fue un incentivo a la mendicidad, un empeño en educar, desde muy jóvenes, a los campesinos guatemaltecos en el acto de pedir sin dar nada a cambio, en esperar que te lo den hecho, sin esforzarte por ello.

Esa gente que se siente mejor por regalar juguetes en las cunetas de Tecpán se está equivocando. No ayudan a esos niños. Les refuerzan en su marginación.

Un dato curioso. Diez kilómetros antes de los Encuentros empiezan las tiendas de cerámica. Allí no hay niños pidiendo juguetes en la cuneta. Tampoco los hay, ya en la carretera de Chichi, al cruzar el cantón Chicuá. Allí abundan los puestos de fruta.

Es posible que los niños de estas zonas no tengan tiempo de salir a pedir a la carretera, porque estén ayudando a sus padres a fabricar cerámica, cosechar fruta o vender. O quizás, sencillamente, sus padres han entendido que el progreso no nace de la mendicidad, sino del trabajo, una lección que aún tienen que aprender los generosos donantes de juguetes de carretera.