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¿Cuánto vale una vida?

Redacción
26 de febrero, 2015

Hace unos días, venía de la Antigua a la capital bajando por la Roosevelt cuando me vi metido en un atasco. Después de avanzar muy despacio durante veinte minutos, descubrí que había un cadáver frente a Tikal Futura, junto a una camioneta parada que bloqueaba dos carriles. De partida pensé que era un asesinado, pero consultando las noticias, descubrí que era un atropellado.

El tipo había pretendido cruzar los ochos carriles de la Roosevelt, cuatro para cada sentido, driblando entre los carros. No le funcionó. Esta vez, no le funcionó.

Lo curioso es que frente a Tikal Futura hay una pasarela que evita arriesgarse a pasar entre los vehículos, pero seguro que todos hemos visto a los peatones cruzar las carreteras, muy cerca o debajo de las pasarelas, como si éstas estuvieran hechas para proteger a los atrevidos del sol y la lluvia.

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¿Cuánto vale una vida?

Para los conductores, como yo, el muerto se convirtió en un problema de tráfico de varios minutos. Para los curiosos que rodeaban la camioneta, una distracción morbosa de varias horas (aún no entiendo por qué cualquier accidente implica cortar una o varias vías durante horas y horas). Para los periodistas, si ese día no hay nada interesante que contar, unas cuantas líneas en la sección de sucesos. Si hay mucho que contar, ni siquiera esas pocas líneas. Quizás, para la familia del difunto, sea causa de gran dolor.

Lo curioso es que para la mayor parte de los ciudadanos, un tipo atropellado en la carretera no deja de ser un tontorrón más que desaparece provocando algo de ruido, mínimo. Un tontorrón no tanto por que quiso cruzar por donde no debía, como porque lo hizo mal y le atropellaron.

Ojo, esto no es exclusivo de muchachos descerebrados que se lanzan a la calzada. También se atraviesan hombres maduros, muchas veces cargados. O mujeres, incluso mamás con bebés o niños pequeños.

Nadie se manifiesta por poner vallas en los laterales de las carreteras o en el camellón central. Por aumentar los semáforos para peatones. Por mejorar la circulación vial y que los viandantes entiendan que también ellos tienen ciertas normas que cumplir para que la circulación de todos sea fluida y, sobre todo, segura.

¿Cuánto vale una vida, que podemos pasar junto a los atropellados sin mayor sentimiento que el pequeño retortijón en el momento de ver al finado?

A los atropellados en las carreteras, se podían unir los que mueren en las camionetas cuando el chófer iba demasiado deprisa o totalmente borracho, los quemados gravemente por los cohetes, los accidentados en la obra por no tener casco o sujeción de seguridad, los que mueren en los basureros clandestinos o en los mercados totalmente atiborrados donde no hay salidas de emergencia, ni sistemas de extinción adecuados.

Nos hemos acostumbrado a hablar y a aterrorizarnos con los muertos de la violencia, de los asaltos, los ajustes de cuenta, los narcotraficantes. Reclamamos más policía, más seguridad privada, más armas personales, más rigor con los delincuentes.

Pero si el que pierde la vida lo hace, exclusivamente, por su negligencia, por su estupidez, ahí, la vida no vale nada. Quizás porque pensamos que los idiotas no merecen vivir.

Sólo espero no ser un día el idiota.

¿Cuánto vale una vida?

Redacción
26 de febrero, 2015

Hace unos días, venía de la Antigua a la capital bajando por la Roosevelt cuando me vi metido en un atasco. Después de avanzar muy despacio durante veinte minutos, descubrí que había un cadáver frente a Tikal Futura, junto a una camioneta parada que bloqueaba dos carriles. De partida pensé que era un asesinado, pero consultando las noticias, descubrí que era un atropellado.

El tipo había pretendido cruzar los ochos carriles de la Roosevelt, cuatro para cada sentido, driblando entre los carros. No le funcionó. Esta vez, no le funcionó.

Lo curioso es que frente a Tikal Futura hay una pasarela que evita arriesgarse a pasar entre los vehículos, pero seguro que todos hemos visto a los peatones cruzar las carreteras, muy cerca o debajo de las pasarelas, como si éstas estuvieran hechas para proteger a los atrevidos del sol y la lluvia.

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Para los conductores, como yo, el muerto se convirtió en un problema de tráfico de varios minutos. Para los curiosos que rodeaban la camioneta, una distracción morbosa de varias horas (aún no entiendo por qué cualquier accidente implica cortar una o varias vías durante horas y horas). Para los periodistas, si ese día no hay nada interesante que contar, unas cuantas líneas en la sección de sucesos. Si hay mucho que contar, ni siquiera esas pocas líneas. Quizás, para la familia del difunto, sea causa de gran dolor.

Lo curioso es que para la mayor parte de los ciudadanos, un tipo atropellado en la carretera no deja de ser un tontorrón más que desaparece provocando algo de ruido, mínimo. Un tontorrón no tanto por que quiso cruzar por donde no debía, como porque lo hizo mal y le atropellaron.

Ojo, esto no es exclusivo de muchachos descerebrados que se lanzan a la calzada. También se atraviesan hombres maduros, muchas veces cargados. O mujeres, incluso mamás con bebés o niños pequeños.

Nadie se manifiesta por poner vallas en los laterales de las carreteras o en el camellón central. Por aumentar los semáforos para peatones. Por mejorar la circulación vial y que los viandantes entiendan que también ellos tienen ciertas normas que cumplir para que la circulación de todos sea fluida y, sobre todo, segura.

¿Cuánto vale una vida, que podemos pasar junto a los atropellados sin mayor sentimiento que el pequeño retortijón en el momento de ver al finado?

A los atropellados en las carreteras, se podían unir los que mueren en las camionetas cuando el chófer iba demasiado deprisa o totalmente borracho, los quemados gravemente por los cohetes, los accidentados en la obra por no tener casco o sujeción de seguridad, los que mueren en los basureros clandestinos o en los mercados totalmente atiborrados donde no hay salidas de emergencia, ni sistemas de extinción adecuados.

Nos hemos acostumbrado a hablar y a aterrorizarnos con los muertos de la violencia, de los asaltos, los ajustes de cuenta, los narcotraficantes. Reclamamos más policía, más seguridad privada, más armas personales, más rigor con los delincuentes.

Pero si el que pierde la vida lo hace, exclusivamente, por su negligencia, por su estupidez, ahí, la vida no vale nada. Quizás porque pensamos que los idiotas no merecen vivir.

Sólo espero no ser un día el idiota.