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Matar al presidente

Redacción
12 de marzo, 2015

Hace unos días, Mariano Rajoy, presidente del gobierno español, paseaba tranquilamente por las calles de la Antigua Guatemala. Iba acompañado por una escolta reducida. Hace un año, acompañé a la reina Sofía. Su escolta era aún menor que la de Rajoy, posiblemente, porque el riesgo de atentado contra ella también era menor.

Otras veces he caminado por la Antigua acompañando a algunos empresarios ilustres centroamericanos que llevaban el doble o el triple de guardaespaldas que el presidente del gobierno español.

Si pensamos en el tipo de riesgos que puede tener Mariano Rajoy, aparte de algún indignado por los desahucios o el paro, serían o un etarra recalcitrante o un islamista descerebrado los que pueden poner en peligro la vida del presidente, y lo que le exige llevar escolta.

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Si pensamos en el tipo de riesgos de los empresarios centroamericanos, son los secuestros su mayor temor.

¿Es necesario llevar el triple de seguridad para evitar un secuestro que un asesinato? ¿Vale más el dinero de una cuenta corriente que la propia vida? ¿Son más ineficaces los escoltas de los empresarios que los de los presidentes? ¿O será que hemos pasado de la prudencia a la paranoia?

Porque nos hemos acostumbrado a transitar por las calles de Guatemala viendo como nos adelantan varios carros en fila, grandes suburbans, de cristales polarizados, en una donde va el protegido y en varias donde van los protectores. Nos hemos acostumbrado a entrar en las sedes de algunos edificios oficiales, académicos o de esparcimiento y encontrar a la puerta un ejército de guardaespaldas que esperan pacientes, y con sus trajes bien planchados, a sus clientes. Nos hemos acostumbrado a entrar en una agencia bancaria y que la puerta exterior la abra un tipo armado con un fusil de asalto y la interior otro tipo con otro fusil de asalto.

Nos hemos acostumbrado a que la extrema seguridad contra la violencia sea tan normal, que no nos preguntamos porque después de tanta extrema seguridad la violencia sigue manteniéndose.

Porque no sólo nos parece normal vivir rodeados por los guardaespaldas de los otros, sino además que cualquier ingrato pueda proferir amenazas de muerte o cualquier mequetrefe pueda terminar con la vida del otro.

Porque lo sorprendente de la muerte de dos periodistas en Mazatenango hace tres días es que habían sido amenazados, las amenazas y los amenazantes se conocían, pero nos pareció normal y por eso no se hizo mucho (o nada). Y no es normal que la gente amenace de muerte. No lo es.

Cuando uno se indigna por un ataque de un contrario, quizás, en un arrebato de cólera, insultará a su rival (o a la familia de su rival), tratará de ironizar sobre el caso o, todo lo más, soltar algún rumor chusco. Pero aquí se amenaza con acabar con la vida del otro y es normal. Nos recreamos en las reuniones sociales y familiares hablando de agresiones, asesinatos y dolor y es normal (hagan la prueba, reúnanse con un grupo de gente viviendo en Guatemala y midan cuánto tiempo tardan en empezar a hablar de muertos). Aceptamos un ejército de seguridad privada alrededor que soluciona poco y es normal.

Normalizar la violencia nunca es la solución, sino la prueba de que no estamos haciendo las cosas bien. Quizás deberíamos tomar ejemplo de Rajoy: salir a pasear calmadamente por la Antigua. Si la situación personal lo amerita, ir acompañado de una escolta discreta. Pero en ningún caso gritar a los cuatro vientos: estoy amenazado, estoy asustado, llevo un batallón conmigo y, a pesar de todo, no sirve para nada porque la violencia continúa y, además, yo me he vuelto paranoico.

Matar al presidente

Redacción
12 de marzo, 2015

Hace unos días, Mariano Rajoy, presidente del gobierno español, paseaba tranquilamente por las calles de la Antigua Guatemala. Iba acompañado por una escolta reducida. Hace un año, acompañé a la reina Sofía. Su escolta era aún menor que la de Rajoy, posiblemente, porque el riesgo de atentado contra ella también era menor.

Otras veces he caminado por la Antigua acompañando a algunos empresarios ilustres centroamericanos que llevaban el doble o el triple de guardaespaldas que el presidente del gobierno español.

Si pensamos en el tipo de riesgos que puede tener Mariano Rajoy, aparte de algún indignado por los desahucios o el paro, serían o un etarra recalcitrante o un islamista descerebrado los que pueden poner en peligro la vida del presidente, y lo que le exige llevar escolta.

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¿Es necesario llevar el triple de seguridad para evitar un secuestro que un asesinato? ¿Vale más el dinero de una cuenta corriente que la propia vida? ¿Son más ineficaces los escoltas de los empresarios que los de los presidentes? ¿O será que hemos pasado de la prudencia a la paranoia?

Porque nos hemos acostumbrado a transitar por las calles de Guatemala viendo como nos adelantan varios carros en fila, grandes suburbans, de cristales polarizados, en una donde va el protegido y en varias donde van los protectores. Nos hemos acostumbrado a entrar en las sedes de algunos edificios oficiales, académicos o de esparcimiento y encontrar a la puerta un ejército de guardaespaldas que esperan pacientes, y con sus trajes bien planchados, a sus clientes. Nos hemos acostumbrado a entrar en una agencia bancaria y que la puerta exterior la abra un tipo armado con un fusil de asalto y la interior otro tipo con otro fusil de asalto.

Nos hemos acostumbrado a que la extrema seguridad contra la violencia sea tan normal, que no nos preguntamos porque después de tanta extrema seguridad la violencia sigue manteniéndose.

Porque no sólo nos parece normal vivir rodeados por los guardaespaldas de los otros, sino además que cualquier ingrato pueda proferir amenazas de muerte o cualquier mequetrefe pueda terminar con la vida del otro.

Porque lo sorprendente de la muerte de dos periodistas en Mazatenango hace tres días es que habían sido amenazados, las amenazas y los amenazantes se conocían, pero nos pareció normal y por eso no se hizo mucho (o nada). Y no es normal que la gente amenace de muerte. No lo es.

Cuando uno se indigna por un ataque de un contrario, quizás, en un arrebato de cólera, insultará a su rival (o a la familia de su rival), tratará de ironizar sobre el caso o, todo lo más, soltar algún rumor chusco. Pero aquí se amenaza con acabar con la vida del otro y es normal. Nos recreamos en las reuniones sociales y familiares hablando de agresiones, asesinatos y dolor y es normal (hagan la prueba, reúnanse con un grupo de gente viviendo en Guatemala y midan cuánto tiempo tardan en empezar a hablar de muertos). Aceptamos un ejército de seguridad privada alrededor que soluciona poco y es normal.

Normalizar la violencia nunca es la solución, sino la prueba de que no estamos haciendo las cosas bien. Quizás deberíamos tomar ejemplo de Rajoy: salir a pasear calmadamente por la Antigua. Si la situación personal lo amerita, ir acompañado de una escolta discreta. Pero en ningún caso gritar a los cuatro vientos: estoy amenazado, estoy asustado, llevo un batallón conmigo y, a pesar de todo, no sirve para nada porque la violencia continúa y, además, yo me he vuelto paranoico.