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Hamilton nos habla desde la tumba

Redacción
20 de marzo, 2015

La anarquía por la que atraviesa Guatemala tiene solución. No hay tal cosa como el destino. Somos nosotros, los ciudadanos, quienes condicionamos el futuro, no el futuro a nosotros. Se necesita voluntad, claro, y tomar riesgos también, pero que se puede enderezar el rumbo, se puede.

Guatemala necesita reformas en muchos temas, pero a las que más atención les debemos prestar son a todas aquellas relativas a los tribunales de justicia, porque los jueces forman el baluarte de una sociedad civilizada. Al final del día la libertad y la paz de un pueblo no se juegan en el Congreso ni en el Ejecutivo, sino en las cortes. Es el juez, el prudente del derecho, quien, alejado del entusiasmo irracional de las masas, evita que una ley creada por el cuerpo representativo de estas masas, el Congreso, viole derechos fundamentales de las personas. Es el juez quien tiene la autoridad para castigar al criminal, para obligar al padre irresponsable a proveer por el hijo y a los comerciantes a cumplir sus contratos. Si quitamos de la ecuación política a los tribunales efectivos, el relajo se desata en el país, como a golpe hemos aprendido los guatemaltecos.

Alexander Hamilton fue un estadista de los Estados Unidos en la época revolucionaria y postrevolucionaria. Si bien no participó en la convención que creó la Constitución de EE.UU. si fue uno de los mayores propagandistas a favor de su ratificación a través de columnas de opinión que escribió en periódicos de Nueva York, compilación que hoy es conocida como Los Papeles Federalistas. A él se le debe, antes que al juez Marshall, el concepto de supremacía constitucional y el sistema de revisión judicial de las leyes para determinar si éstas violan o no a la Constitución.

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En el Federalista LXXVIII describe un escenario que aplica muy bien a Guatemala, donde el puesto de magistrado es temporal y no vitalicio y donde la elección de ellos es eminentemente política.

Hamilton dice: “Esa adhesión uniforme e inflexible a los derechos de la Constitución y de los individuos, que comprendemos que es indispensable en los tribunales de justicia, manifiestamente no puede esperarse de jueces que estén en posesión de sus cargos en virtud de designaciones temporales. Los nombramientos periódicos, cualquiera que sea la forma como se regulen o la persona que los haga, resultarían fatales para esa imprescindible independencia. Si el poder de hacerlos se encomendase al Ejecutivo, o bien a la legislatura, habría el peligro de una complacencia indebida frente a la rama que fuera dueña de él; si se atribuyese a ambas, los jueces sentirían repugnancia a disgustar a cualquiera de ellas y si se reservase al pueblo o a personas elegidas por él con este objeto especial, surgiría una propensión exagerada a pensar en la popularidad, por lo que sería imposible confiar en que no se tuviera en cuenta otra cosa que la Constitución y las leyes.”

A usted, guatemalteco, ¿le suena familiar esta explicación?

Hamilton nos habla desde la tumba

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20 de marzo, 2015

La anarquía por la que atraviesa Guatemala tiene solución. No hay tal cosa como el destino. Somos nosotros, los ciudadanos, quienes condicionamos el futuro, no el futuro a nosotros. Se necesita voluntad, claro, y tomar riesgos también, pero que se puede enderezar el rumbo, se puede.

Guatemala necesita reformas en muchos temas, pero a las que más atención les debemos prestar son a todas aquellas relativas a los tribunales de justicia, porque los jueces forman el baluarte de una sociedad civilizada. Al final del día la libertad y la paz de un pueblo no se juegan en el Congreso ni en el Ejecutivo, sino en las cortes. Es el juez, el prudente del derecho, quien, alejado del entusiasmo irracional de las masas, evita que una ley creada por el cuerpo representativo de estas masas, el Congreso, viole derechos fundamentales de las personas. Es el juez quien tiene la autoridad para castigar al criminal, para obligar al padre irresponsable a proveer por el hijo y a los comerciantes a cumplir sus contratos. Si quitamos de la ecuación política a los tribunales efectivos, el relajo se desata en el país, como a golpe hemos aprendido los guatemaltecos.

Alexander Hamilton fue un estadista de los Estados Unidos en la época revolucionaria y postrevolucionaria. Si bien no participó en la convención que creó la Constitución de EE.UU. si fue uno de los mayores propagandistas a favor de su ratificación a través de columnas de opinión que escribió en periódicos de Nueva York, compilación que hoy es conocida como Los Papeles Federalistas. A él se le debe, antes que al juez Marshall, el concepto de supremacía constitucional y el sistema de revisión judicial de las leyes para determinar si éstas violan o no a la Constitución.

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Hamilton dice: “Esa adhesión uniforme e inflexible a los derechos de la Constitución y de los individuos, que comprendemos que es indispensable en los tribunales de justicia, manifiestamente no puede esperarse de jueces que estén en posesión de sus cargos en virtud de designaciones temporales. Los nombramientos periódicos, cualquiera que sea la forma como se regulen o la persona que los haga, resultarían fatales para esa imprescindible independencia. Si el poder de hacerlos se encomendase al Ejecutivo, o bien a la legislatura, habría el peligro de una complacencia indebida frente a la rama que fuera dueña de él; si se atribuyese a ambas, los jueces sentirían repugnancia a disgustar a cualquiera de ellas y si se reservase al pueblo o a personas elegidas por él con este objeto especial, surgiría una propensión exagerada a pensar en la popularidad, por lo que sería imposible confiar en que no se tuviera en cuenta otra cosa que la Constitución y las leyes.”

A usted, guatemalteco, ¿le suena familiar esta explicación?