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Así descubrí una pequeña red de corrupción en un concierto

Juan Diego Godoy
06 de noviembre, 2018

Cuando hablamos de corrupción en Guatemala, los rostros de quienes han sido sus principales artífices y protagonistas en los noticieros resurgen en nuestra conversación. Personajes muy conocidos y grandes instituciones son inevitables para mencionar en una buena charla de este tipo. Sin embargo, hablar de los peces gordos de la corrupción es tocar solo una de las dos caras de este tema y no querer ver más allá es un grave error.

Lo que sucede es que, además de estar enraizada en los altos mandos del gobierno, grandes empresas e instituciones públicas, existe “otra corrupción” que es aquella presente en algunos individuos y pequeños negocios, familias y escuelas. Esa “otra corrupción” es con la que nos topamos todos los días, a veces hasta en nuestros círculos sociales o en las actividades ordinarias y por eso combatirla es más difícil. Un conocido me decía que sentía que había más corruptos alrededor suyo que dentro del Congreso de la República. Comienzo a pensar que quizás tiene razón, que la corrupción está en todos lados, que se ha convertido en una especie de práctica colectiva y común.

El sábado pasado, mientras estaba en el concierto de Ricardo Arjona, pude comprobarlo junto con las casi 35 mil personas que consumimos alguna bebida o alimento en el lugar. Descubrimos, y fuimos víctimas, de una pequeña red de corrupción manejada por los vendedores ambulantes.

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Es típico de un concierto que haya vendedores ambulantes, propiamente identificados, dentro de las instalaciones. En este concierto, me llamó la atención que los vendedores vestían camisas con el listado de productos que ofrecían y los precios fijados. El listado estaba tanto en la parte delantera como en la parte trasera de la playera. Por lo tanto, el precio ya estaba inmortalizado en la impresión y todo estaba muy claro para el consumidor y para el vendedor. O así debió haber sido. Por eso, el segundo aspecto que llamó mi atención fue cuando intenté comprar una cerveza (que costaba Q20) y me la vendieron a Q25. Pensé que había leído mal el precio y como estaba todo oscuro, pagué esos Q5 de más. Luego me di cuenta que acababa de ser víctima de una estafa.

Recordaba la cara del hombre que me había vendido la cerveza y me aseguré de no volverle a comprar más. Sin embargo, me llevé más sorpresas cuando otros vendedores empezaron a estafar a la gente a mi alrededor con otro tipo de precios que no eran los de las camisas. “Todos” estaban cobrando Q5 más de lo que valían sus productos. Las aguas ahora costaban Q20, las cervezas Q25, las pizzas Q25 y así. ¿Por qué los productos costaban Q5 más de lo que decían? ¿Quién había dispuesto esto? Decidí interrogar a un vendedor cuando estuve a punto de ser “estafado” otra vez. Con la cerveza en la mano y el billete de Q20 en la otra, comencé a discutir con el vendedor. Le dije que no tenía porqué venderme algo a otro precio que el que decía su camisa, puesto que esas camisas se habían hecho con ese fin (esta era información que yo ya sabía por fuentes cercanas y fidedignas). La mejor explicación que recibí fue un “es que eso es lo que estamos cobrando todos”. Si, se habían puesto de acuerdo. En otras palabras: “es que todos acordamos cobrar Q5 más para poder sacarle una buena tajada a cada producto que vendamos y ganar más, sin importar la forma”. Todavía más resumido: “hemos establecido una red de corrupción y usted está siendo víctima de ella”. Punto.

Me negué a comprar esa cerveza por Q5 más. Me negué a ser parte de esa red corrupta. Fueran Q5, Q20 o Q100, no iba a pagarlas solo porque sí. Lo mejor de todo fue que el vendedor, para evitar que el resto de personas que ya estaban volteándonos a ver se dieran cuenta de la estafa y se negaran a caer en la trampa en la futura compra, me la vendió a Q20 (como debería de ser) y se retiró, frustrado. El mismo escenario se repitió con la compra de un agua y luego con una pizza. Este último vendedor fue un poco “más estratégico” y se puso la caja de pizza enfrente, justo para cubrir el número impreso en su camisa que decía el precio real.

Al final del concierto, mientras nos retirábamos con las melodías de Arjona en la cabeza, solo pude pensar en cómo la corrupción está tan adherida al guatemalteco y como, hipócritamente, hemos ido a manifestar a las plazas en contra de nuestros gobernantes corruptos pero luego, haciendo un pequeño negocio o vendiendo un producto, buscamos cómo de manera sombría sacamos “algún beneficio” de éste, más allá de lo que es legal y justo.

Aquellos vendedores son igual de corruptos que aquellos políticos. El monto, contexto y motivo de lo robado es distinto, claro, pero no nos engañemos: es corrupción. Cuando comprendamos esto y nos indignen Q5 de la misma manera que Q50 millones robados, daremos un verdadero paso en la lucha contra la impunidad.  De todas formas, “si el norte fuera el sur sería la misma porquería…”.

República es ajena a la opinión expresada en este artículo

Así descubrí una pequeña red de corrupción en un concierto

Juan Diego Godoy
06 de noviembre, 2018

Cuando hablamos de corrupción en Guatemala, los rostros de quienes han sido sus principales artífices y protagonistas en los noticieros resurgen en nuestra conversación. Personajes muy conocidos y grandes instituciones son inevitables para mencionar en una buena charla de este tipo. Sin embargo, hablar de los peces gordos de la corrupción es tocar solo una de las dos caras de este tema y no querer ver más allá es un grave error.

Lo que sucede es que, además de estar enraizada en los altos mandos del gobierno, grandes empresas e instituciones públicas, existe “otra corrupción” que es aquella presente en algunos individuos y pequeños negocios, familias y escuelas. Esa “otra corrupción” es con la que nos topamos todos los días, a veces hasta en nuestros círculos sociales o en las actividades ordinarias y por eso combatirla es más difícil. Un conocido me decía que sentía que había más corruptos alrededor suyo que dentro del Congreso de la República. Comienzo a pensar que quizás tiene razón, que la corrupción está en todos lados, que se ha convertido en una especie de práctica colectiva y común.

El sábado pasado, mientras estaba en el concierto de Ricardo Arjona, pude comprobarlo junto con las casi 35 mil personas que consumimos alguna bebida o alimento en el lugar. Descubrimos, y fuimos víctimas, de una pequeña red de corrupción manejada por los vendedores ambulantes.

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Es típico de un concierto que haya vendedores ambulantes, propiamente identificados, dentro de las instalaciones. En este concierto, me llamó la atención que los vendedores vestían camisas con el listado de productos que ofrecían y los precios fijados. El listado estaba tanto en la parte delantera como en la parte trasera de la playera. Por lo tanto, el precio ya estaba inmortalizado en la impresión y todo estaba muy claro para el consumidor y para el vendedor. O así debió haber sido. Por eso, el segundo aspecto que llamó mi atención fue cuando intenté comprar una cerveza (que costaba Q20) y me la vendieron a Q25. Pensé que había leído mal el precio y como estaba todo oscuro, pagué esos Q5 de más. Luego me di cuenta que acababa de ser víctima de una estafa.

Recordaba la cara del hombre que me había vendido la cerveza y me aseguré de no volverle a comprar más. Sin embargo, me llevé más sorpresas cuando otros vendedores empezaron a estafar a la gente a mi alrededor con otro tipo de precios que no eran los de las camisas. “Todos” estaban cobrando Q5 más de lo que valían sus productos. Las aguas ahora costaban Q20, las cervezas Q25, las pizzas Q25 y así. ¿Por qué los productos costaban Q5 más de lo que decían? ¿Quién había dispuesto esto? Decidí interrogar a un vendedor cuando estuve a punto de ser “estafado” otra vez. Con la cerveza en la mano y el billete de Q20 en la otra, comencé a discutir con el vendedor. Le dije que no tenía porqué venderme algo a otro precio que el que decía su camisa, puesto que esas camisas se habían hecho con ese fin (esta era información que yo ya sabía por fuentes cercanas y fidedignas). La mejor explicación que recibí fue un “es que eso es lo que estamos cobrando todos”. Si, se habían puesto de acuerdo. En otras palabras: “es que todos acordamos cobrar Q5 más para poder sacarle una buena tajada a cada producto que vendamos y ganar más, sin importar la forma”. Todavía más resumido: “hemos establecido una red de corrupción y usted está siendo víctima de ella”. Punto.

Me negué a comprar esa cerveza por Q5 más. Me negué a ser parte de esa red corrupta. Fueran Q5, Q20 o Q100, no iba a pagarlas solo porque sí. Lo mejor de todo fue que el vendedor, para evitar que el resto de personas que ya estaban volteándonos a ver se dieran cuenta de la estafa y se negaran a caer en la trampa en la futura compra, me la vendió a Q20 (como debería de ser) y se retiró, frustrado. El mismo escenario se repitió con la compra de un agua y luego con una pizza. Este último vendedor fue un poco “más estratégico” y se puso la caja de pizza enfrente, justo para cubrir el número impreso en su camisa que decía el precio real.

Al final del concierto, mientras nos retirábamos con las melodías de Arjona en la cabeza, solo pude pensar en cómo la corrupción está tan adherida al guatemalteco y como, hipócritamente, hemos ido a manifestar a las plazas en contra de nuestros gobernantes corruptos pero luego, haciendo un pequeño negocio o vendiendo un producto, buscamos cómo de manera sombría sacamos “algún beneficio” de éste, más allá de lo que es legal y justo.

Aquellos vendedores son igual de corruptos que aquellos políticos. El monto, contexto y motivo de lo robado es distinto, claro, pero no nos engañemos: es corrupción. Cuando comprendamos esto y nos indignen Q5 de la misma manera que Q50 millones robados, daremos un verdadero paso en la lucha contra la impunidad.  De todas formas, “si el norte fuera el sur sería la misma porquería…”.

República es ajena a la opinión expresada en este artículo