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El meollo del problema “CICIG”

Redacción República
20 de septiembre, 2018

Durante mis largos años de estudio se me ha consolidado la convicción de que la administración de la justicia es la única obligación prioritaria y soberana del Estado y de todo ciudadano en lo particular. Es más, en lo “equitativo” para ambas partes, es decir, que ambas ganen, se halla la raíz última de la eficacia de cualquier contrato.

Ni la salud pública, ni la educación nacional, ni aun la defensa territorial del mismo Estado, como tampoco su red de comunicaciones, ni aun el presupuesto de gastos e ingresos de la entera Nación, ni hasta la facultad  de emitir leyes iguales para todos por el Congreso, son equiparables en importancia y trascendencia a la urgente necesidad universal de que se haga justicia.

Simplificando al máximo hago mías la sabia alternativa de San Agustín en su obra “La Ciudad de Dios”: “Sin justica que son los pueblos sino bandas de ladrones” (Capítulo 4, Libro IV).

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Ningún otro empeño tan enorme y difícil para cualquier humano como la de intentar hacer justicia entre las partes involucradas. Es más, su dispensación la creo como la ambición más audaz, si no alocada, para nuestra humana naturaleza caída.

Y, empero, estamos obligados en conciencia a procurarla con la máxima seriedad y entereza que nos sea posible.

Muy particularmente entre nosotros en el Occidente el hambre de justicia ha sido lo más prioritario en la vida social, y no menos hoy, desde aquellos pocos excepcionales hombres en la periferia del pueblo hebreo identificados como “Profetas”: Amos, por ejemplo, Miqueas u Oseas.

Por la otra mitad de nuestra progenie cultural, la griega, para Platón la búsqueda de la justicia es el deber supremo de toda sociedad civilizada. Y para los romanos que les sucedieron, la justicia fue el sello imprescindible de toda verdadera República.

Asímismo para los teólogos medievales, Santo Tomás de Aquino a la cabeza, era la virtud de la justicia la suprema entre las cardinales. De la misma manera lo fue para los grandes jurisconsultos racionalistas a principios del siglo XVII, Samuel Pufendorf y Hugo Grocio, por ejemplo, la justicia es la puerta de acceso a la paz entre los hombres. Y otro de ellos, Emmanuel Kant, hasta la elevó al imperativo categórico supremo.

De igual manera la práctica universal de la justicia, y la paz que de ella necesariamente se deriva, habrían de constituir el objetivo último de los esfuerzos en toda sociedad tolerante y digna para John Locke, Montesquieu y Rousseau.

Y así, la práctica de la justicia ha devenido en el termómetro mundial de buena salud para toda sociedad de veras civilizada desde esa perspectiva que hoy llamamos el “Estado de Derecho” (el Rechtsstaat). Así lo concibieron inicialmente los grandes juristas alemanes de mediados del siglo XIX, más allá de toda Constitución escrita, y con el que además quisieron traducir a su idioma aquel término originalmente muy anglosajón de “The Rule of Law”.

Pero muy de lamentar, desde hace aproximadamente siglo y medio, se incubó la filosofía del positivismo por August Comte, que Hans Kelsen hubo de ampliar más tarde al campo jurídico con su “Teoría Pura del Derecho” (Reine Rechtslehre, 1934), y que se nos ha vuelto monopolio doctrinal en muchas de las facultades de Derecho en nuestras Universidades Iberoamericanas.

Adviértase que sin ese previo punto de vista positivista, en opinión de F.A. von Hayek, tan poco se habrían impuesto los totalitarismos de izquierda y derecha del siglo XX.

Y aquel otro principio filosófico anterior, tan laboriosamente erigido por tantos siglos bajo el aforismo latino de “vox populi, vox Dei”, se vino estrepitosamente abajo y se ha visto reducido al final para nosotros a solo los caprichos y argucias legislativos de una asamblea, congreso o parlamento de políticos privilegiados electos para esa función. Nada ya de Derecho Natural, tampoco de Derecho consuetudinario (Common Law) solo la expresión verbal de unos pocos endiosados por ellos mismos. Esa es nuestra realidad jurídica hoy.

Y así todos tomamos muy a la ligera la justicia, ahora en manos del más fuerte o del más opulento pero con un ropaje abstracto y grandilocuente.

Y con todo ello, la majestad supremamente neutra en la impartición de la justicia se ha visto reducida a ese nivel de la pobre capacidad mental y caprichosa de unos cuantos políticos en posesión o no de un cartón de leguleyo.

A tal desplome ahora se le califica oficialmente de “positivismo jurídico”. Y también sobre esa base nos resulta inteligible para nosotros ese monstruoso disparate único que conocemos como CICIG.

Esto también es aplicable al oscuro nicho de la depravación axiológica de nuestra Corte de Constitucionalidad, aunque sus cinco integrantes titulares honestamente no caigan en la cuenta de ello.

Pero tamaña superficialidad la pagamos entre todos con la disminución de la inversión creadora de puestos de trabajo, la prisión preventiva de centenares de ciudadanos guatemaltecos por el capricho justiciero de unos extranjeros, la proliferación de bandas armadas ilegalmente en las áreas rurales del país, la confusión tan nociva que derraman muchos de nuestros medios de comunicación social, la animosidad política rampante y el irrespeto generalizado de unos contra otros.

Ese es el verdadero costo de continuar con esa endiablada ocurrencia de Edgar Gutiérrez, implementada por el “experto” oligarca Eduardo Stein, aupada por la más diestra especialista en tirar piedra y esconder la mano, Helen Mack e implementada por unos cuantos compañero de ruta colombianos.

Y así se ahoga el espíritu de iniciativa que hace crecer a los pueblos, y se aniquila el coraje cívico que queda reemplazado por la repetición del cobarde “no podemos” (contra la corrupción y la mediocridad de los delincuentes).

Y las virtudes cívicas se evaporan entre nosotros.

Por otro lado los ejemplos históricos en contrario hoy abundan: la recuperación a puro esfuerzo disciplinado de la Alemania vencida en 1945, o la parecida recuperación del Japón ídem, o los milagros económicos asiáticos de Hong Kong, de Singapur, o Corea del Sur, por no extenderme detalladamente a esa pasmosa resurrección después de dieciocho siglos del Estado de Israel que hace un jardín de un desierto y de hombres y mujeres libres y creativos de entre aquellos pocos “esclavos” que sobrevivieron al Holocausto nazi.

Inclusive las sucesivas revoluciones industriales a partir del siglo XVIII son del todo inexplicables sin la creatividad y el tesón de hombres y mujeres humildes para quienes las palabras “no podemos” resultaron impronunciables. Así también entre nosotros lo hicieron millones de emigrantes paupérrimos que construyeron para nosotros, lo hoy vivientes, las Américas, tanto las del Norte como las del Sur.

En este punto, me permitiría recomendar a mis cultos lectores la relectura de mi favorito discurso de Pericles en homenaje a los primeros caídos atenienses en la Guerra del Peloponeso: “no solo quiero cantar en honor a nuestras generaciones del pasado sino también, y principalmente, en honor a nosotros mismos, los que aquí reunidos, y que hemos hecho de Atenas la gloria única del presente.” (Tucídides, Guerra del Peloponeso).

Categóricamente sí podemos sin subordinarnos a nadie.

República es ajena a la opinión expresada en este artículo

El meollo del problema “CICIG”

Redacción República
20 de septiembre, 2018

Durante mis largos años de estudio se me ha consolidado la convicción de que la administración de la justicia es la única obligación prioritaria y soberana del Estado y de todo ciudadano en lo particular. Es más, en lo “equitativo” para ambas partes, es decir, que ambas ganen, se halla la raíz última de la eficacia de cualquier contrato.

Ni la salud pública, ni la educación nacional, ni aun la defensa territorial del mismo Estado, como tampoco su red de comunicaciones, ni aun el presupuesto de gastos e ingresos de la entera Nación, ni hasta la facultad  de emitir leyes iguales para todos por el Congreso, son equiparables en importancia y trascendencia a la urgente necesidad universal de que se haga justicia.

Simplificando al máximo hago mías la sabia alternativa de San Agustín en su obra “La Ciudad de Dios”: “Sin justica que son los pueblos sino bandas de ladrones” (Capítulo 4, Libro IV).

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Ningún otro empeño tan enorme y difícil para cualquier humano como la de intentar hacer justicia entre las partes involucradas. Es más, su dispensación la creo como la ambición más audaz, si no alocada, para nuestra humana naturaleza caída.

Y, empero, estamos obligados en conciencia a procurarla con la máxima seriedad y entereza que nos sea posible.

Muy particularmente entre nosotros en el Occidente el hambre de justicia ha sido lo más prioritario en la vida social, y no menos hoy, desde aquellos pocos excepcionales hombres en la periferia del pueblo hebreo identificados como “Profetas”: Amos, por ejemplo, Miqueas u Oseas.

Por la otra mitad de nuestra progenie cultural, la griega, para Platón la búsqueda de la justicia es el deber supremo de toda sociedad civilizada. Y para los romanos que les sucedieron, la justicia fue el sello imprescindible de toda verdadera República.

Asímismo para los teólogos medievales, Santo Tomás de Aquino a la cabeza, era la virtud de la justicia la suprema entre las cardinales. De la misma manera lo fue para los grandes jurisconsultos racionalistas a principios del siglo XVII, Samuel Pufendorf y Hugo Grocio, por ejemplo, la justicia es la puerta de acceso a la paz entre los hombres. Y otro de ellos, Emmanuel Kant, hasta la elevó al imperativo categórico supremo.

De igual manera la práctica universal de la justicia, y la paz que de ella necesariamente se deriva, habrían de constituir el objetivo último de los esfuerzos en toda sociedad tolerante y digna para John Locke, Montesquieu y Rousseau.

Y así, la práctica de la justicia ha devenido en el termómetro mundial de buena salud para toda sociedad de veras civilizada desde esa perspectiva que hoy llamamos el “Estado de Derecho” (el Rechtsstaat). Así lo concibieron inicialmente los grandes juristas alemanes de mediados del siglo XIX, más allá de toda Constitución escrita, y con el que además quisieron traducir a su idioma aquel término originalmente muy anglosajón de “The Rule of Law”.

Pero muy de lamentar, desde hace aproximadamente siglo y medio, se incubó la filosofía del positivismo por August Comte, que Hans Kelsen hubo de ampliar más tarde al campo jurídico con su “Teoría Pura del Derecho” (Reine Rechtslehre, 1934), y que se nos ha vuelto monopolio doctrinal en muchas de las facultades de Derecho en nuestras Universidades Iberoamericanas.

Adviértase que sin ese previo punto de vista positivista, en opinión de F.A. von Hayek, tan poco se habrían impuesto los totalitarismos de izquierda y derecha del siglo XX.

Y aquel otro principio filosófico anterior, tan laboriosamente erigido por tantos siglos bajo el aforismo latino de “vox populi, vox Dei”, se vino estrepitosamente abajo y se ha visto reducido al final para nosotros a solo los caprichos y argucias legislativos de una asamblea, congreso o parlamento de políticos privilegiados electos para esa función. Nada ya de Derecho Natural, tampoco de Derecho consuetudinario (Common Law) solo la expresión verbal de unos pocos endiosados por ellos mismos. Esa es nuestra realidad jurídica hoy.

Y así todos tomamos muy a la ligera la justicia, ahora en manos del más fuerte o del más opulento pero con un ropaje abstracto y grandilocuente.

Y con todo ello, la majestad supremamente neutra en la impartición de la justicia se ha visto reducida a ese nivel de la pobre capacidad mental y caprichosa de unos cuantos políticos en posesión o no de un cartón de leguleyo.

A tal desplome ahora se le califica oficialmente de “positivismo jurídico”. Y también sobre esa base nos resulta inteligible para nosotros ese monstruoso disparate único que conocemos como CICIG.

Esto también es aplicable al oscuro nicho de la depravación axiológica de nuestra Corte de Constitucionalidad, aunque sus cinco integrantes titulares honestamente no caigan en la cuenta de ello.

Pero tamaña superficialidad la pagamos entre todos con la disminución de la inversión creadora de puestos de trabajo, la prisión preventiva de centenares de ciudadanos guatemaltecos por el capricho justiciero de unos extranjeros, la proliferación de bandas armadas ilegalmente en las áreas rurales del país, la confusión tan nociva que derraman muchos de nuestros medios de comunicación social, la animosidad política rampante y el irrespeto generalizado de unos contra otros.

Ese es el verdadero costo de continuar con esa endiablada ocurrencia de Edgar Gutiérrez, implementada por el “experto” oligarca Eduardo Stein, aupada por la más diestra especialista en tirar piedra y esconder la mano, Helen Mack e implementada por unos cuantos compañero de ruta colombianos.

Y así se ahoga el espíritu de iniciativa que hace crecer a los pueblos, y se aniquila el coraje cívico que queda reemplazado por la repetición del cobarde “no podemos” (contra la corrupción y la mediocridad de los delincuentes).

Y las virtudes cívicas se evaporan entre nosotros.

Por otro lado los ejemplos históricos en contrario hoy abundan: la recuperación a puro esfuerzo disciplinado de la Alemania vencida en 1945, o la parecida recuperación del Japón ídem, o los milagros económicos asiáticos de Hong Kong, de Singapur, o Corea del Sur, por no extenderme detalladamente a esa pasmosa resurrección después de dieciocho siglos del Estado de Israel que hace un jardín de un desierto y de hombres y mujeres libres y creativos de entre aquellos pocos “esclavos” que sobrevivieron al Holocausto nazi.

Inclusive las sucesivas revoluciones industriales a partir del siglo XVIII son del todo inexplicables sin la creatividad y el tesón de hombres y mujeres humildes para quienes las palabras “no podemos” resultaron impronunciables. Así también entre nosotros lo hicieron millones de emigrantes paupérrimos que construyeron para nosotros, lo hoy vivientes, las Américas, tanto las del Norte como las del Sur.

En este punto, me permitiría recomendar a mis cultos lectores la relectura de mi favorito discurso de Pericles en homenaje a los primeros caídos atenienses en la Guerra del Peloponeso: “no solo quiero cantar en honor a nuestras generaciones del pasado sino también, y principalmente, en honor a nosotros mismos, los que aquí reunidos, y que hemos hecho de Atenas la gloria única del presente.” (Tucídides, Guerra del Peloponeso).

Categóricamente sí podemos sin subordinarnos a nadie.

República es ajena a la opinión expresada en este artículo