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Guatemala otra vez agónica

Armando De la Torre
09 de julio, 2019

…Y esta vez por obra y gracia del último Tribunal sin tacha alguna que nos quedaba: el Supremo Electoral.

No sé si se les debería llevar a juicio penal o encerrar en un manicomio, pero han brillado con una constelación estelar en el cielo de nuestra noche por su impericia, su ignorancia de los principios generales del derecho, por la ausencia de todo tacto social, y por la mancha imborrable que han dejado en la única institución de prestigio que nos quedaba en el sector justicia gracias, esto último, sobre todo a la herencia del paso por ese Tribunal de don Arturo Herbruger.

Un grito en ese vacío de sombras que lo ha constituido por años el entero Poder Judicial en Guatemala. Y, encima, con ínfulas prepotentes y dictatoriales, como si fuera una blasfemia el hecho de identificarlos tales cuales son. 

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Además, nuestro último bastión contra el atropello de narcotraficantes apátridas se ha derrumbado. No nos queda alternativa que iniciar la reconstrucción constituyente de la justicia casi desde el absoluto cero.

Por suerte Guatemala cuenta hoy con la abundante presencia de hombres y mujeres de buena voluntad y aun de muchos eruditos en los temas claves del espíritu y de la moral capaces de restaurar el rumbo por el momento perdido. Lo que se constituye en la imprescindible tarea que nos aguarda a partir de la próxima segunda vuelta electoral. 

Siempre he reconocido que en Guatemala sobran patriotas esclarecidos que le pudieran dar un empujón definitivo para situarla entre los más selectos del llamado primer mundo. Y que han sobresalido, encima, rodeados por un respeto casi universal al debido proceso jurídico y a la escrupulosa y tenaz prosecución de la justicia. 

Reflexiones, sea dicho de paso, que estimo muy necesarias a tener en cuenta para las futuras comisiones de postulación. 

Nos restan muchas cosas que mejorar en la formación universitaria de los jóvenes que escogen especializarse por el vasto ámbito de la justicia. Como lo he reiterado a propósito de un ácido comentario del genial Agustín de Hipona: “Sin la virtud de la justicia, ¿qué son las naciones sino bandas de ladrones? (La Ciudad de Dios, IV, 4)”. Y, sin embargo, la formación de juristas en Guatemala (como en el resto de Iberoamérica) no pasa de ser una especialización universitaria más, de muy escasas exigencias intelectuales y morales. 

El venero de todo ello creo poder identificarlo en el positivismo jurídico dominante en la mayoría de nuestras facultades de Derecho. Y de tal manera, nuestros egresados universitarios se han acostumbrado a recitar de memoria artículos de códigos o de leyes constitucionales sin posibles críticas apenas derivadas del derecho consuetudinario o del derecho natural. 

El griego Polibio, por ejemplo, cautivo como un rehén más en aquella República tan exitosa, fue el primer extranjero en reparar que la separación legal de poderes era lo más importante para la grandeza institucional de Roma. Por lo tanto, desde tal perspectiva, el abuso del poder por parte de jueces y magistrados resultaba en el daño más vituperable que se le podía hacer a cualquier sociedad de hombres libres. 

¿Se dice algo de ello, acaso, en nuestras facultades de Derecho?

La dispensación de justicia es el débito principal de los ciudadanos de cualquier sociedad exitosa. De nuevo, ¿se inculca esta condición en nuestras universidades de tono tan jurídicamente positivista?

El Poder Ejecutivo eficaz es, por supuesto, sumamente importante. Y el Legislativo, al largo plazo, lo ha sido aún más. Pero el Judicial, ha devenido en el máximo entresijo social, común a todos los estratos derivados de la división del trabajo en sociedad. 

¿Anima todavía ésta convicción a nuestros docentes universitarios de Derecho?

Pues, la existencia de derechos individuales irrenunciables se ha constituido históricamente, desde la Magna Charta (1215), en el prerrequisito más sólidos para la práctica de la justicia. Ya ello había estado presente con mayor o menor énfasis en las tradiciones de cualquier comunidad guiada por la costumbre (el derecho “consuetudinario”) como en la Grecia clásica o el Medievo. Ulterior a ello, unos dos siglos y medio antes de Cristo, asomó la interpretación iusnaturalista de los derechos y deberes de los ciudadanos libres (no de las mujeres ni tampoco de los esclavos) a iniciativa de ciertos jurisconsultos romanos.  

¿Retienen nuestros egresados universitarios alguna consciencia de todo esto? Y como consecuencia obvia, ¿nuestros jueces y magistrados?… 

  Y a propósito de esa alusión a la venida de Cristo, ¿algún catedrático universitario entre nosotros todavía osa aludir a la posible existencia de un Derecho Divino derivado de las premisas del Evangelio?

En Guatemala a mi juicio vivimos un vacío existencial para esta reflexión profunda. 

Y así, unos pocos abusivos tienden a endosarse el monopolio de la interpretación y de la aplicación del Derecho vigente. 

Lo hemos visto de nuevo recientemente en el rechazo presuntuoso e insólito del derecho humano insoslayable de elegir o ser electa con particular dedicatoria a Zury Ríos Sosa y a todos los ciudadanos inclinados a votar por ella, por parte de togados carentes de toda ancla racional o moral alguna. 

Aunque algunos displicentes intelectuales en nuestro medio lo hayan considerado una vez más como una injusticia, sí, pero de poca monta.

Con semejante jurisprudencia ¿qué podríamos haber esperado de un Tribunal Supremo Electoral constituido sobre tales premisas positivistas? Muy parecido a los arrebatos ideológicos de los que hemos sido testigos  durante los últimos cuatro años por parte de tan solo tres magistrados de la Corte de Constitucionalidad. 

El “positivismo jurídico” ha sido el origen del subdesarrollo de nuestra impartición de una justicia neutra y pronta.

Y si no nos decidimos a romper con las premisas excluyentes de nuestro actual sistema positivista, olvidémonos de mantener un Tribunal Supremo Electoral de la honorabilidad sólida que una vez nos heredó Arturo Herbruger.   

De vuelta a estas últimas elecciones. Me sorprendió muy agradablemente por todo ello la actitud corajuda de Edmond Mulet en sus críticas al actual Tribunal Supremo Electoral. Así como las de otros como Luis Velázquez y Arturo Soto o de Isaac Farchi y Ricardo Flores Asturias. No menos, las reservas inteligentes respecto al proceso electoral que hicieron públicas Manuel Villacorta y Thelma Cabrera. Es decir, que además de otros no mencionados aquí, se ha evidenciado una vez más que Guatemala cuenta todavía con una amplia reserva de ciudadanos sensibles y probos. Pero lamentablemente, ninguno de ellos con suficiente incidencia reconocible en el Poder Judicial. 

Y así, ese Tribunal Supremo Electoral constituido por “magistrados” de veras ineptos ha hecho retroceder a Guatemala tres mil años y le han arrebatado otra oportunidad de oro para su ingreso permanente en la honrosa lista de naciones-Estado que hoy solemos calificar de “primer Mundo”.

¿Lo lograremos dentro de cuatro años?

Lo veo difícil, a menos que el nuevo Congreso se comprometiese a aprobar las reformas a la Constitución Política vigente propuesta con el apoyo de 73 mil firmas de ciudadanos en el 2009, y que todavía inconstitucionalmente no ha sido llevado a discusión por el pleno. 

En el entretanto, por lo menos hago otra vez mío el saludo esperanzado desde su destierro en Italia de Rafael Landívar: ¡Salve, cara Parens, dulcis Guatimala, salve!


Guatemala otra vez agónica

Armando De la Torre
09 de julio, 2019

…Y esta vez por obra y gracia del último Tribunal sin tacha alguna que nos quedaba: el Supremo Electoral.

No sé si se les debería llevar a juicio penal o encerrar en un manicomio, pero han brillado con una constelación estelar en el cielo de nuestra noche por su impericia, su ignorancia de los principios generales del derecho, por la ausencia de todo tacto social, y por la mancha imborrable que han dejado en la única institución de prestigio que nos quedaba en el sector justicia gracias, esto último, sobre todo a la herencia del paso por ese Tribunal de don Arturo Herbruger.

Un grito en ese vacío de sombras que lo ha constituido por años el entero Poder Judicial en Guatemala. Y, encima, con ínfulas prepotentes y dictatoriales, como si fuera una blasfemia el hecho de identificarlos tales cuales son. 

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Además, nuestro último bastión contra el atropello de narcotraficantes apátridas se ha derrumbado. No nos queda alternativa que iniciar la reconstrucción constituyente de la justicia casi desde el absoluto cero.

Por suerte Guatemala cuenta hoy con la abundante presencia de hombres y mujeres de buena voluntad y aun de muchos eruditos en los temas claves del espíritu y de la moral capaces de restaurar el rumbo por el momento perdido. Lo que se constituye en la imprescindible tarea que nos aguarda a partir de la próxima segunda vuelta electoral. 

Siempre he reconocido que en Guatemala sobran patriotas esclarecidos que le pudieran dar un empujón definitivo para situarla entre los más selectos del llamado primer mundo. Y que han sobresalido, encima, rodeados por un respeto casi universal al debido proceso jurídico y a la escrupulosa y tenaz prosecución de la justicia. 

Reflexiones, sea dicho de paso, que estimo muy necesarias a tener en cuenta para las futuras comisiones de postulación. 

Nos restan muchas cosas que mejorar en la formación universitaria de los jóvenes que escogen especializarse por el vasto ámbito de la justicia. Como lo he reiterado a propósito de un ácido comentario del genial Agustín de Hipona: “Sin la virtud de la justicia, ¿qué son las naciones sino bandas de ladrones? (La Ciudad de Dios, IV, 4)”. Y, sin embargo, la formación de juristas en Guatemala (como en el resto de Iberoamérica) no pasa de ser una especialización universitaria más, de muy escasas exigencias intelectuales y morales. 

El venero de todo ello creo poder identificarlo en el positivismo jurídico dominante en la mayoría de nuestras facultades de Derecho. Y de tal manera, nuestros egresados universitarios se han acostumbrado a recitar de memoria artículos de códigos o de leyes constitucionales sin posibles críticas apenas derivadas del derecho consuetudinario o del derecho natural. 

El griego Polibio, por ejemplo, cautivo como un rehén más en aquella República tan exitosa, fue el primer extranjero en reparar que la separación legal de poderes era lo más importante para la grandeza institucional de Roma. Por lo tanto, desde tal perspectiva, el abuso del poder por parte de jueces y magistrados resultaba en el daño más vituperable que se le podía hacer a cualquier sociedad de hombres libres. 

¿Se dice algo de ello, acaso, en nuestras facultades de Derecho?

La dispensación de justicia es el débito principal de los ciudadanos de cualquier sociedad exitosa. De nuevo, ¿se inculca esta condición en nuestras universidades de tono tan jurídicamente positivista?

El Poder Ejecutivo eficaz es, por supuesto, sumamente importante. Y el Legislativo, al largo plazo, lo ha sido aún más. Pero el Judicial, ha devenido en el máximo entresijo social, común a todos los estratos derivados de la división del trabajo en sociedad. 

¿Anima todavía ésta convicción a nuestros docentes universitarios de Derecho?

Pues, la existencia de derechos individuales irrenunciables se ha constituido históricamente, desde la Magna Charta (1215), en el prerrequisito más sólidos para la práctica de la justicia. Ya ello había estado presente con mayor o menor énfasis en las tradiciones de cualquier comunidad guiada por la costumbre (el derecho “consuetudinario”) como en la Grecia clásica o el Medievo. Ulterior a ello, unos dos siglos y medio antes de Cristo, asomó la interpretación iusnaturalista de los derechos y deberes de los ciudadanos libres (no de las mujeres ni tampoco de los esclavos) a iniciativa de ciertos jurisconsultos romanos.  

¿Retienen nuestros egresados universitarios alguna consciencia de todo esto? Y como consecuencia obvia, ¿nuestros jueces y magistrados?… 

  Y a propósito de esa alusión a la venida de Cristo, ¿algún catedrático universitario entre nosotros todavía osa aludir a la posible existencia de un Derecho Divino derivado de las premisas del Evangelio?

En Guatemala a mi juicio vivimos un vacío existencial para esta reflexión profunda. 

Y así, unos pocos abusivos tienden a endosarse el monopolio de la interpretación y de la aplicación del Derecho vigente. 

Lo hemos visto de nuevo recientemente en el rechazo presuntuoso e insólito del derecho humano insoslayable de elegir o ser electa con particular dedicatoria a Zury Ríos Sosa y a todos los ciudadanos inclinados a votar por ella, por parte de togados carentes de toda ancla racional o moral alguna. 

Aunque algunos displicentes intelectuales en nuestro medio lo hayan considerado una vez más como una injusticia, sí, pero de poca monta.

Con semejante jurisprudencia ¿qué podríamos haber esperado de un Tribunal Supremo Electoral constituido sobre tales premisas positivistas? Muy parecido a los arrebatos ideológicos de los que hemos sido testigos  durante los últimos cuatro años por parte de tan solo tres magistrados de la Corte de Constitucionalidad. 

El “positivismo jurídico” ha sido el origen del subdesarrollo de nuestra impartición de una justicia neutra y pronta.

Y si no nos decidimos a romper con las premisas excluyentes de nuestro actual sistema positivista, olvidémonos de mantener un Tribunal Supremo Electoral de la honorabilidad sólida que una vez nos heredó Arturo Herbruger.   

De vuelta a estas últimas elecciones. Me sorprendió muy agradablemente por todo ello la actitud corajuda de Edmond Mulet en sus críticas al actual Tribunal Supremo Electoral. Así como las de otros como Luis Velázquez y Arturo Soto o de Isaac Farchi y Ricardo Flores Asturias. No menos, las reservas inteligentes respecto al proceso electoral que hicieron públicas Manuel Villacorta y Thelma Cabrera. Es decir, que además de otros no mencionados aquí, se ha evidenciado una vez más que Guatemala cuenta todavía con una amplia reserva de ciudadanos sensibles y probos. Pero lamentablemente, ninguno de ellos con suficiente incidencia reconocible en el Poder Judicial. 

Y así, ese Tribunal Supremo Electoral constituido por “magistrados” de veras ineptos ha hecho retroceder a Guatemala tres mil años y le han arrebatado otra oportunidad de oro para su ingreso permanente en la honrosa lista de naciones-Estado que hoy solemos calificar de “primer Mundo”.

¿Lo lograremos dentro de cuatro años?

Lo veo difícil, a menos que el nuevo Congreso se comprometiese a aprobar las reformas a la Constitución Política vigente propuesta con el apoyo de 73 mil firmas de ciudadanos en el 2009, y que todavía inconstitucionalmente no ha sido llevado a discusión por el pleno. 

En el entretanto, por lo menos hago otra vez mío el saludo esperanzado desde su destierro en Italia de Rafael Landívar: ¡Salve, cara Parens, dulcis Guatimala, salve!