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Un nuevo cardenal para una Guatemala muy diferente

Armando De la Torre
16 de septiembre, 2019

Es de elemental humanidad felicitar a Monseñor Álvaro Ramazzini por su promoción al cardenalato en nuestra Santa Madre Iglesia Católica Apostólica y Romana. 

El Colegio Cardenalicio es una institución venerable de más de mil años de antigüedad, al que hacia el 1059 Anno Domini le fue encomendada con exclusividad la elección de los Papas. 

Creado para asegurar en lo posible la independencia y neutralidad del proceso de elección de cada nuevo Sumo Pontífice, o sea, de un sucesor de la misma talla moral del algo impulsivo pero heroicamente fiel al Cristo de nuestra Fe y, a un tiempo humilde pescador, de todos conocido por los alrededores del mar de Galilea como Simón, y más tarde como Pedro. 

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Durante esa su milenaria historia, el Colegio Cardenalicio ha tenido aciertos muy positivos en sus escogencias, según expertos aproximadamente de dos tercio de los Sumos Pontífices, como lo atestiguan, además, sus ulteriores canonizaciones. 

Pero también a ese mismo Colegio se le puede echar en cara el haber mal elegido a algunos otros pastores de la Iglesia Universal, tanto por ineptos como indignos para ocupar ese solio tan especialísimo.

Y no menos de haber seleccionado también a otro tercio aproximado de Sumos Pontífices de evidentes virtudes sacerdotales y que se desempeñaron honorablemente en tan importantísimo cargo pastoral, aunque sin haber llegado a ser reconocidos por el heroísmo en su virtudes tan obvio entre los integrantes de ese primer grupo ejemplar de mencionados dignatarios de la Iglesia. 

Me vienen a la mente como prototipos ad hoc de cada uno de esos tres grupos de ese Colegio nombres de la talla de San Gregorio VII (a fines del siglo XI), o de aquel Juan XXIII protagonista del cisma del siglo XIII y tan distinto del otro Juan XXIII de nuestros días o más obviamente el Papa Alejandro VI (Borgia). 

Para el tercer grupo de entresacados del Colegio de Cardenales usaría el de los nombres de nuestro casi contemporáneos León XIII o de Pio XII. 

Según lo establecido en el Derecho Canónico, una segunda gran responsabilidad del Colegio de Cardenales “consiste en ayudar y aconsejar al Papa en sus decisiones y propósitos a cumplir”. Por lo tanto, sus atribuciones son importantísima para la buena gobernanza en cualquier Pontificado, aunque ha de reconocerse una evolución cada vez más centralista en favor de atribuirles un poder absoluto en la persona de cada Papa.

En tales supuestos, la historia recoge que ha habido todo tipo de Cardenales: desde practicantes de virtudes heroicas como San Carlos Borromeo, por cierto, el Santo Patrono de la única Universidad estatal en Guatemala, hasta delincuentes internacionales de cariz a veces meramente político como el Cardenal Welsey, el fracasado asesor de Enrique VIII, o de Armand Jean Du Plessis, que los libros de historia simplifican con su otro apellido mucho más reconocidamente político de Richelieu. Y protagonista de los conflictos dinásticos europeos durante los treinta años (1618-1648) que ensangrentaron a Europa a partir de la “Reforma” de Martín Lutero y Juan Calvino. 

Los ha habido hasta imberbes como aquel sobrino de Calixto III nombrado cardenal a los 16 años de edad y que todos conocemos como Rodrigo de Borgia, más tarde el Papa Alejandro VI, para borrón de nuestra Santa Madre Iglesia a la que, sin embargo, Henri de Lubac todavía hubo de identificárnosla en nuestros días como nuestra “Alma Mater” (Madre Providente) en pleno siglo XX, tras haber sido reprendido a su turno públicamente por el muy conservador Papa Pio XII. 

En lo personal, a mí todavía me resultan muy impresionantes y queridos aquellos testimonios de entrega al mensaje del Evangelio de los que fui testigo durante los años de mi juventud, tales como los del Cardenal Beran (Arzobispo de Praga), Vishinski (Varsovia), Mindszenty (Budapest) y Stepinac (Zagreb). 

Todos ellos fueron figuras beneméritas de talla internacional que pertenecieron al círculo de los brillantes y virtuosos Prelados de entre quienes también hubo de brotar la figura avasallante de Juan Pablo II y la no menos muy teológicamente sabia de Benedicto XVI.

Por contraste, la figura del nuevo Cardenal guatemalteco Álvaro Ramazzini no me resulta muy familiar, es más, hasta escasamente simpática, en parte por sus gestos e iniciativas de carácter más bien político sectario que social pastoral.

Pero todo hombre tiene el derecho a ser valorado y juzgado según sus propios términos y no solo de acuerdo a los prejuicios de los demás. Así entendido, desde este momento y a su respecto hago borrón y cuenta nueva.

Aunque Ramazzini siempre me ha resultado de carácter ambiguo. A mis ojos, se ha ganado titulares en la prensa diaria con algunas ruidosas intervenciones en el ámbito público, sobre todo en pro de los intereses de la población indígena de Guatemala, a lo largo de sus incursiones pastorales en cuanto Obispo de San Marcos y posteriormente de Huehuetenango. 

Pero también conviene recordar que ha seguido en los pasos de otro adalid guatemalteco de las causas de nuestros campesinos, el Obispo Juan José Gerardi. 

Por eso Ramazzini por ahora me es todavía una incógnita ambivalente y aparentemente no muy ortodoxa, pero méritos evidentemente los ha tenido a los ojos del Papa Francisco para llegar a ser incluido en el Colegio Cardenalicio.

Pero la Guatemala de hoy es muy diferente de aquella de los otros dos Cardenalatos guatemaltecos que la precedieron.

Hoy Guatemala cuenta aproximadamente con un 35% de su población creyente que se identifica más como Evangélica que como Católica Romana al estilo tradicional. Además la población de Guatemala es por primera vez mayoritariamente urbana y, por lo tanto, algo más crítica y sofisticada respecto al fenómeno religioso. Por último, se ve sacudida por los nuevos fenómenos de la emigración masiva y desordenada y del ascenso del contrabando de drogas. 

Las declaraciones iniciales del nuevo Cardenal al haber sido notificado de su prestigiosa elección, me parecieron todavía demasiado comunes y corrientes, algo semejante como las de cualquier político al ser notificado que ganó las elecciones, no las de un Prelado agradecido a la Divina Providencia en el espíritu de la carta de San Pablo a los Romanos: 

“Digo, pues, por la gracia que me es dada, a cada cual que está entre vosotros, que no tenga más alto concepto de sí que el que debe tener, sino que piense de sí con cordura, conforme a la medida de fe que Dios repartió a cada uno.” (Romanos 12:3)

¿O no, Su Eminencia Ramazzini?


Un nuevo cardenal para una Guatemala muy diferente

Armando De la Torre
16 de septiembre, 2019

Es de elemental humanidad felicitar a Monseñor Álvaro Ramazzini por su promoción al cardenalato en nuestra Santa Madre Iglesia Católica Apostólica y Romana. 

El Colegio Cardenalicio es una institución venerable de más de mil años de antigüedad, al que hacia el 1059 Anno Domini le fue encomendada con exclusividad la elección de los Papas. 

Creado para asegurar en lo posible la independencia y neutralidad del proceso de elección de cada nuevo Sumo Pontífice, o sea, de un sucesor de la misma talla moral del algo impulsivo pero heroicamente fiel al Cristo de nuestra Fe y, a un tiempo humilde pescador, de todos conocido por los alrededores del mar de Galilea como Simón, y más tarde como Pedro. 

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Durante esa su milenaria historia, el Colegio Cardenalicio ha tenido aciertos muy positivos en sus escogencias, según expertos aproximadamente de dos tercio de los Sumos Pontífices, como lo atestiguan, además, sus ulteriores canonizaciones. 

Pero también a ese mismo Colegio se le puede echar en cara el haber mal elegido a algunos otros pastores de la Iglesia Universal, tanto por ineptos como indignos para ocupar ese solio tan especialísimo.

Y no menos de haber seleccionado también a otro tercio aproximado de Sumos Pontífices de evidentes virtudes sacerdotales y que se desempeñaron honorablemente en tan importantísimo cargo pastoral, aunque sin haber llegado a ser reconocidos por el heroísmo en su virtudes tan obvio entre los integrantes de ese primer grupo ejemplar de mencionados dignatarios de la Iglesia. 

Me vienen a la mente como prototipos ad hoc de cada uno de esos tres grupos de ese Colegio nombres de la talla de San Gregorio VII (a fines del siglo XI), o de aquel Juan XXIII protagonista del cisma del siglo XIII y tan distinto del otro Juan XXIII de nuestros días o más obviamente el Papa Alejandro VI (Borgia). 

Para el tercer grupo de entresacados del Colegio de Cardenales usaría el de los nombres de nuestro casi contemporáneos León XIII o de Pio XII. 

Según lo establecido en el Derecho Canónico, una segunda gran responsabilidad del Colegio de Cardenales “consiste en ayudar y aconsejar al Papa en sus decisiones y propósitos a cumplir”. Por lo tanto, sus atribuciones son importantísima para la buena gobernanza en cualquier Pontificado, aunque ha de reconocerse una evolución cada vez más centralista en favor de atribuirles un poder absoluto en la persona de cada Papa.

En tales supuestos, la historia recoge que ha habido todo tipo de Cardenales: desde practicantes de virtudes heroicas como San Carlos Borromeo, por cierto, el Santo Patrono de la única Universidad estatal en Guatemala, hasta delincuentes internacionales de cariz a veces meramente político como el Cardenal Welsey, el fracasado asesor de Enrique VIII, o de Armand Jean Du Plessis, que los libros de historia simplifican con su otro apellido mucho más reconocidamente político de Richelieu. Y protagonista de los conflictos dinásticos europeos durante los treinta años (1618-1648) que ensangrentaron a Europa a partir de la “Reforma” de Martín Lutero y Juan Calvino. 

Los ha habido hasta imberbes como aquel sobrino de Calixto III nombrado cardenal a los 16 años de edad y que todos conocemos como Rodrigo de Borgia, más tarde el Papa Alejandro VI, para borrón de nuestra Santa Madre Iglesia a la que, sin embargo, Henri de Lubac todavía hubo de identificárnosla en nuestros días como nuestra “Alma Mater” (Madre Providente) en pleno siglo XX, tras haber sido reprendido a su turno públicamente por el muy conservador Papa Pio XII. 

En lo personal, a mí todavía me resultan muy impresionantes y queridos aquellos testimonios de entrega al mensaje del Evangelio de los que fui testigo durante los años de mi juventud, tales como los del Cardenal Beran (Arzobispo de Praga), Vishinski (Varsovia), Mindszenty (Budapest) y Stepinac (Zagreb). 

Todos ellos fueron figuras beneméritas de talla internacional que pertenecieron al círculo de los brillantes y virtuosos Prelados de entre quienes también hubo de brotar la figura avasallante de Juan Pablo II y la no menos muy teológicamente sabia de Benedicto XVI.

Por contraste, la figura del nuevo Cardenal guatemalteco Álvaro Ramazzini no me resulta muy familiar, es más, hasta escasamente simpática, en parte por sus gestos e iniciativas de carácter más bien político sectario que social pastoral.

Pero todo hombre tiene el derecho a ser valorado y juzgado según sus propios términos y no solo de acuerdo a los prejuicios de los demás. Así entendido, desde este momento y a su respecto hago borrón y cuenta nueva.

Aunque Ramazzini siempre me ha resultado de carácter ambiguo. A mis ojos, se ha ganado titulares en la prensa diaria con algunas ruidosas intervenciones en el ámbito público, sobre todo en pro de los intereses de la población indígena de Guatemala, a lo largo de sus incursiones pastorales en cuanto Obispo de San Marcos y posteriormente de Huehuetenango. 

Pero también conviene recordar que ha seguido en los pasos de otro adalid guatemalteco de las causas de nuestros campesinos, el Obispo Juan José Gerardi. 

Por eso Ramazzini por ahora me es todavía una incógnita ambivalente y aparentemente no muy ortodoxa, pero méritos evidentemente los ha tenido a los ojos del Papa Francisco para llegar a ser incluido en el Colegio Cardenalicio.

Pero la Guatemala de hoy es muy diferente de aquella de los otros dos Cardenalatos guatemaltecos que la precedieron.

Hoy Guatemala cuenta aproximadamente con un 35% de su población creyente que se identifica más como Evangélica que como Católica Romana al estilo tradicional. Además la población de Guatemala es por primera vez mayoritariamente urbana y, por lo tanto, algo más crítica y sofisticada respecto al fenómeno religioso. Por último, se ve sacudida por los nuevos fenómenos de la emigración masiva y desordenada y del ascenso del contrabando de drogas. 

Las declaraciones iniciales del nuevo Cardenal al haber sido notificado de su prestigiosa elección, me parecieron todavía demasiado comunes y corrientes, algo semejante como las de cualquier político al ser notificado que ganó las elecciones, no las de un Prelado agradecido a la Divina Providencia en el espíritu de la carta de San Pablo a los Romanos: 

“Digo, pues, por la gracia que me es dada, a cada cual que está entre vosotros, que no tenga más alto concepto de sí que el que debe tener, sino que piense de sí con cordura, conforme a la medida de fe que Dios repartió a cada uno.” (Romanos 12:3)

¿O no, Su Eminencia Ramazzini?