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El fin nunca justifica los medios

Armando De la Torre
02 de septiembre, 2019

A propósito de la expulsión de la CICIG, se oyen voces de personas buenas e inteligentes que lamentan, sin embargo, tal desenlace. 

Excusa gratuita, por otra parte, que a diario aplicamos a las más diversas esferas de la responsabilidad personal, y así blindarnos por anticipado ante cualquier posible reproche o ataque de índole moral.  

O sea, otra manera de valorar que muchos creen legitimada simplemente porque también otros muchos la aplauden y defienden.

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Lo que me trae a colación un episodio muy relevante y ampliamente conocido por los amantes de la historia política de los pueblos: a manera de introducción, aludo aquí a un episodio muy trágico de la época del Terror durante la Revolución francesa bajo la dictadura asesina de Maximiliano Robespierre.

Según tal fuente, Madame Roland, una de las cultas y apasionadas heroínas de la burguesía durante la Revolución francesa, al ser injustamente arrastrada a la guillotina, quiso detenerse un instante ante una estatua de la Libertad aledaña y pronunció su muy famoso y amargo lamento: “¡Libertad, libertad, cuántos crímenes se cometen en tu nombre!”.

Muy tristemente, la entera historia de la humanidad está marcada por tal tipo de incidentes. Pues así siempre buscamos una excusa con la que tapar cualquier incongruencia entre las aspiraciones de nuestra conciencia y el decurso inexorable de la realidad. 

Algo así como crímenes en que incurrimos en grupos: pues en la multitud todos resultamos anónimos.

Pero tal cosa constituye una excusa traicionera: pues siempre hemos de responder ante los demás y ante nuestras propias conciencias por cada uno de los actos objetables y voluntarios, por muchos personajes que nos hayan acompañado en la comisión de los mismos. Dado que nuestra  responsabilidad es en último término siempre individual, no colectiva. 

A este respecto, tampoco olvido aquella conclusión a la que arribó un judío aplastado por el antisemitismo de los nazis, Viktor Frankl, una víctima más en un campo de concentración de la locura asesina de un político colectivista de tantos, Adolfo Hitler y de uno de sus lacayos meramente burocráticos, Otto Adolfo Eichmann: “no existe tal cosa como la culpa colectiva, pues toda culpa o todo mérito es siempre el resultado de algún acto deliberado de una persona”. 

¡Sabio recordatorio! 

Pero aquí prefiero referirme a esos actos de omisión o de comisión tan comunes por los cuales raras veces llegamos a sufrir un remordimiento genuino. En último análisis, como una confesión implícita, aunque no contrita, respecto a nuestra culpa individual. De hecho, otro acto de cobardía por el que delegamos nuestro aporte culpable. 

A esta tesitura, poco o nada nos afecta el dolor de víctimas que nos son ajenas y a las que implícitamente despersonalizamos desde el primer momento en el que las hayamos despersonalizado en cualquier grupo que nos resulte repugnante.

Y así, ¿quiénes lloraron por esos presos injustamente encarcelados por meses y también por años debido a prejuicios inconfesables de los agentes del Ministerio Público y de la CICIG bajo la dirección de Iván Velázquez? O, ¿quién todavía lamenta aquellas muertes de personajes conocidos que optaron por el suicidio durante su injusto cautiverio por los mismos agentes? ¿Quién se solidarizó con la pérdida de la libertad y del consiguiente prestigio profesional que acarrea el haber sido confinado a la cárcel por años sin que previamente se les hubiese oído y condenado por juez competente alguno? ¿Quién de nosotros ha consolado a las esposas y a los hijos angustiados por esas injusticias contra sus seres queridos? O, ¿quién restituye la paz de la conciencia a cualquier ciudadano guatemalteco sometido a los caprichos abominables de cualquier extranjero asalariado por la CICIG? O, ¿quién nos compensa por la deshonra colectiva de todos quienes aquí vivimos y trabajamos por esas calumnias propaladas por esos mismos agentes internacionales de poderes en verdad del todo hipócritas?   

Todo ello constituye una vergüenza a mis ojos que hasta cualquier menor de edad ya entrado en el proceso de reflexionar puede entender pero no asimilar. Hasta los mismos hijos de algunos de esos togados indignos, lo mismo que de ciertos calculadores comentaristas de la opinión pública, deshonran al prójimo gratuitamente sin remordimientos y con una indiferencia moral infame respecto a sus, productos casi siempre de una prosapia ideológica de izquierda.  

¡Gusanos que así intentan tapar su desnudez ética!

Una lectura rápida a cualquiera de los Evangelios, o aun si quiera a la Epístola de San Pablo a los Romanos, o algún tratado filosófico o teológico sobre ética pública o privada de ellos derivado, bastaría para hacernos ver en persona la degradación ética de nuestra falta de solidaridad con el que injustamente sufre. 

¡Irresponsable e injustificable actitud pública ciudadana que a todos nos empaña! 

Pues jamás olvidemos que el noble fin de procurar la justicia nunca, ni en ningún lugar, queda justificada si no se llega a ella por un medio éticamente tolerable

¿O será acaso que nos hemos vuelto impotentes para distinguir lo bueno de lo malo al haberle dado las espaldas al mensaje de Cristo?  

Bastaría para caer en la cuenta de todo ello que cualquiera de nosotros nos coloquemos por unos breves momentos bajo el pellejo de alguno de los que aquí fueron injustamente envilecidos y públicamente deshonrados por la CICIG. 

Aunque esto último ya supondría, además, que de veras nos hemos vuelto al fin los adultos que siempre hemos profesado ser…

No abogo por todo aquel al que se le haya demostrado fehacientemente, y según el debido proceso judicial, su culpabilidad. Pero siempre me resulta preferible que un inocente permanezca libre aunque sea al precio de dejar libre también a un culpable. 


El fin nunca justifica los medios

Armando De la Torre
02 de septiembre, 2019

A propósito de la expulsión de la CICIG, se oyen voces de personas buenas e inteligentes que lamentan, sin embargo, tal desenlace. 

Excusa gratuita, por otra parte, que a diario aplicamos a las más diversas esferas de la responsabilidad personal, y así blindarnos por anticipado ante cualquier posible reproche o ataque de índole moral.  

O sea, otra manera de valorar que muchos creen legitimada simplemente porque también otros muchos la aplauden y defienden.

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Lo que me trae a colación un episodio muy relevante y ampliamente conocido por los amantes de la historia política de los pueblos: a manera de introducción, aludo aquí a un episodio muy trágico de la época del Terror durante la Revolución francesa bajo la dictadura asesina de Maximiliano Robespierre.

Según tal fuente, Madame Roland, una de las cultas y apasionadas heroínas de la burguesía durante la Revolución francesa, al ser injustamente arrastrada a la guillotina, quiso detenerse un instante ante una estatua de la Libertad aledaña y pronunció su muy famoso y amargo lamento: “¡Libertad, libertad, cuántos crímenes se cometen en tu nombre!”.

Muy tristemente, la entera historia de la humanidad está marcada por tal tipo de incidentes. Pues así siempre buscamos una excusa con la que tapar cualquier incongruencia entre las aspiraciones de nuestra conciencia y el decurso inexorable de la realidad. 

Algo así como crímenes en que incurrimos en grupos: pues en la multitud todos resultamos anónimos.

Pero tal cosa constituye una excusa traicionera: pues siempre hemos de responder ante los demás y ante nuestras propias conciencias por cada uno de los actos objetables y voluntarios, por muchos personajes que nos hayan acompañado en la comisión de los mismos. Dado que nuestra  responsabilidad es en último término siempre individual, no colectiva. 

A este respecto, tampoco olvido aquella conclusión a la que arribó un judío aplastado por el antisemitismo de los nazis, Viktor Frankl, una víctima más en un campo de concentración de la locura asesina de un político colectivista de tantos, Adolfo Hitler y de uno de sus lacayos meramente burocráticos, Otto Adolfo Eichmann: “no existe tal cosa como la culpa colectiva, pues toda culpa o todo mérito es siempre el resultado de algún acto deliberado de una persona”. 

¡Sabio recordatorio! 

Pero aquí prefiero referirme a esos actos de omisión o de comisión tan comunes por los cuales raras veces llegamos a sufrir un remordimiento genuino. En último análisis, como una confesión implícita, aunque no contrita, respecto a nuestra culpa individual. De hecho, otro acto de cobardía por el que delegamos nuestro aporte culpable. 

A esta tesitura, poco o nada nos afecta el dolor de víctimas que nos son ajenas y a las que implícitamente despersonalizamos desde el primer momento en el que las hayamos despersonalizado en cualquier grupo que nos resulte repugnante.

Y así, ¿quiénes lloraron por esos presos injustamente encarcelados por meses y también por años debido a prejuicios inconfesables de los agentes del Ministerio Público y de la CICIG bajo la dirección de Iván Velázquez? O, ¿quién todavía lamenta aquellas muertes de personajes conocidos que optaron por el suicidio durante su injusto cautiverio por los mismos agentes? ¿Quién se solidarizó con la pérdida de la libertad y del consiguiente prestigio profesional que acarrea el haber sido confinado a la cárcel por años sin que previamente se les hubiese oído y condenado por juez competente alguno? ¿Quién de nosotros ha consolado a las esposas y a los hijos angustiados por esas injusticias contra sus seres queridos? O, ¿quién restituye la paz de la conciencia a cualquier ciudadano guatemalteco sometido a los caprichos abominables de cualquier extranjero asalariado por la CICIG? O, ¿quién nos compensa por la deshonra colectiva de todos quienes aquí vivimos y trabajamos por esas calumnias propaladas por esos mismos agentes internacionales de poderes en verdad del todo hipócritas?   

Todo ello constituye una vergüenza a mis ojos que hasta cualquier menor de edad ya entrado en el proceso de reflexionar puede entender pero no asimilar. Hasta los mismos hijos de algunos de esos togados indignos, lo mismo que de ciertos calculadores comentaristas de la opinión pública, deshonran al prójimo gratuitamente sin remordimientos y con una indiferencia moral infame respecto a sus, productos casi siempre de una prosapia ideológica de izquierda.  

¡Gusanos que así intentan tapar su desnudez ética!

Una lectura rápida a cualquiera de los Evangelios, o aun si quiera a la Epístola de San Pablo a los Romanos, o algún tratado filosófico o teológico sobre ética pública o privada de ellos derivado, bastaría para hacernos ver en persona la degradación ética de nuestra falta de solidaridad con el que injustamente sufre. 

¡Irresponsable e injustificable actitud pública ciudadana que a todos nos empaña! 

Pues jamás olvidemos que el noble fin de procurar la justicia nunca, ni en ningún lugar, queda justificada si no se llega a ella por un medio éticamente tolerable

¿O será acaso que nos hemos vuelto impotentes para distinguir lo bueno de lo malo al haberle dado las espaldas al mensaje de Cristo?  

Bastaría para caer en la cuenta de todo ello que cualquiera de nosotros nos coloquemos por unos breves momentos bajo el pellejo de alguno de los que aquí fueron injustamente envilecidos y públicamente deshonrados por la CICIG. 

Aunque esto último ya supondría, además, que de veras nos hemos vuelto al fin los adultos que siempre hemos profesado ser…

No abogo por todo aquel al que se le haya demostrado fehacientemente, y según el debido proceso judicial, su culpabilidad. Pero siempre me resulta preferible que un inocente permanezca libre aunque sea al precio de dejar libre también a un culpable.