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Una opinión sobre Jimmy Morales

Luis Enrique Pérez
13 de enero, 2020

El escritor Oscar Wild, más con ironía que con verdad, probablemente dijo: “Sólo podemos opinar imparcialmente sobre las cosas que no nos interesan…” Yo me propongo opinar sobre algunos de los sucesos que acontecieron durante el gobierno del presidente Jimmy Morales. Esos sucesos me interesan; y precisamente porque me interesan, no puedo opinar imparcialmente, en el supuesto de que es válido el juicio de Wilde.

El presidente Morales, en el comienzo de su gobierno, continuó la celebración de su triunfo; y con insistencia recordaba que había sido vendedor de plátanos; e intentaba persuadir a los niños escolares de que, como él, cualquiera de ellos podía ser Presidente de la República, aunque no necesariamente recomendaba vender plátanos para iniciar la carrera hacia la gloria presidencial.

El presidente Morales parecía creer que la mayoría de los guatemaltecos lo había electo para que él se jactara de ser un ciudadano triunfador, y no para que fuera providencial ciudadano gobernante, de quien se esperaba que se ocupara diligentemente de los grandes problemas de la nación, cuya solución competía al poder presidencial. O parecía creer que su triunfo personal necesariamente era triunfo nacional, y no una oportunidad para demostrar que podía ser un gobernante dotado de benefactora sabiduría política, destinado a ser un suceso que la historia nacional recordaría con gratitud in sæcula sæculorum.

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Y eludía reconocer que su repentino triunfo había sido obra del repudio de la mayoría de electores a su tenaz contendiente, Sandra Torres. Empero, creo que, no obstante el asedio de su vanidad, no se atribuyó méritos intrínsecos que, según él, habrían cautivado, hasta la fascinación o hasta el ímpetu pasional, a los electores. Es decir, creo que la sensatez del sentido común dominó sobre la insensatez de la arrogancia.

Progresivamente excluyó de su discurso la mención de sus hazañas platanísticas. Ya el platanus había adquirido tediosa celebridad. Y desistió de inspirar, en los niños escolares, la esperanza de ejercer, alguna vez, el poder presidencial. Ya los niños preparaban ambiciosamente su futura campaña presidencial. Y percatóse de que había que ocuparse de una indisimulada conspiración de la izquierda ideológica, que se proponía destituirlo, o derrocarlo con un delicado simulacro de legalidad, en el cual podrían cooperar jueces o magistrados.

Esa izquierda se proponía destituirlo o derrocarlo porque había sido candidato presidencial triunfador de un partido fundado por antiguos militares; y con él había retornado al poder el Ejército de Guatemala; aquel ejército que había combatido eficazmente a la izquierda guerrillera, y que ahora podía imposibilitar que el poder del Estado pudiera ser asaltado mediante subversivas manifestaciones públicas, patrocinadas por agentes extranjeros o internacionales. In summa: había que destituirlo o derrocarlo porque presidía un gobierno militar. No importaba que hubiera sido electo por la mayoría de ciudadanos votantes, y propuesto por un partido político legalmente autorizado, fundado por ciudadanos que ejercían plenamente sus derechos.

Si el candidato presidencial ganador hubiera sido Sandra Torres, por lo menos hubiera gobernado una facción de la izquierda ideológica, es decir, la de ella misma; y hubiera sido factible que otras facciones de izquierda celebraran con ella un pacto destinado a instituir el socialismo. Y aunque no fuera factible ese pacto, esas otras facciones hubieran podido renovar, con permitida holgura, su criminal poder insurgente, no contra ella, sino contra oligarcas, burgueses, ricos o terratenientes, o contra militares. Aun Manuel Baldizón, y no Jimmy Morales, hubiera sido preferible. Empero, con un Presidente de la República que no era socialista, y que había sido candidato ganador de un partido fundado por militares enemigos de la izquierda, y que luego había surgido un idilio entre él y el ejército, no era factible celebrar aquel pacto, ni renovar aquel poder insurgente.

En la conspiración contra el presidente Morales intervenían dos personajes ideológicamente hermanados hasta la cenagosa complicidad: Thelma Aldana, Jefe del Ministerio Público y Fiscal General de la República, y el extranjero Iván Velásquez, jefe de la Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala. Una primera acción de esa díada demoniaca, artífice de una novedosa criminalidad con garantizada impunidad, fue la persecución penal pública de un hijo y un hermano del presidente Morales, que incluyó la invasión de Casa Presidencial. Una segunda acción de esa diada demoniaca fue promover el sometimiento del presidente Morales a procedimiento penal, acusado de delitos electorales. La izquierda imaginaba, emocionada, a Jimmy Morales en prisión; y se preparaba para festejar el suceso. La emoción fue sustituida por la decepción, y el preparado festejo se convirtió en consumado funeral de una estúpida ilusión.

Y con un coraje que nunca había exhibido, el presidente Morales comenzó a combatir a la Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala. El motivo podía haber sido la persecución penal de su hermano y de su hijo; pero entonces un motivo personal era el origen de acciones legalmente válidas que debían ser emprendidas para eliminar a aquella delictiva comisión.

Una primera acción presidencial combatiente fue prohibir que el conspirador Iván Velásquez, quien estaba fuera del país, ingresara nuevamente. Una segunda acción fue declarar finalizado el delictivo convenio de creación de la invasiva comisión. Una tercera acción fue, durante una asamblea de la Organización de las Naciones Unidas, denunciar, con belígero vigor, actos delictivos de la comisión, y acusar de negligencia al Secretario General, el socialista António Guterres, por no atender la solicitud de sustituir a Iván Velásquez.

La Corte de Constitucionalidad ilegalmente ordenó que fuera permitido el ingreso de Iván Velásquez, y que continuara la vigencia del convenio de creación de la comisión. De hecho no fue permitido ese ingreso, y de hecho no continuó vigente el convenio, y de derecho no fue prorrogado. E inexplicadamente la corte se abstuvo de ordenarle al presidente Morales que se hincara ante Guterres, y le besara el pie izquierdo, y le pidiera perdón. Conjeturo que el presidente Morales no habría acatado esa orden, aunque se expusiera a ser acusado de violar la Constitución Política, y los más geniales constitucionalistas de nuestro país le exigieran acatarla.

Aquellas intrépidas acciones provocaron el inútil griterío de la izquierda, que lloraba por la ausencia del amado Iván Velásquez; que clamaba doliente por la continuación de la salvífica comisión; que sufría por la ofensa infligida al socialista António Guterres; que, con los brazos extendidos hacia el cielo, exigía acatar las órdenes de la santa Corte de Constitucionalidad; y que, dotada de una pretenciosa facultad profética, vaticinaba una torrencial impunidad. Y un motivo adicional de aquel griterío fue la decisión del presidente Morales de trasladar a Jerusalén la sede de la embajada de Guatemala en Israel, y reconocer entonces, aunque fuera tácitamente, que el territorio completo de esa ciudad pertenecía al Estado israelí.

Los indicios de que agentes nacionales e internacionales pretendían destituir al presidente Morales, o derrocarlo con tal apariencia de legalidad que no atentara contra la hipocresía moral de la conspiradora comunidad internacional, fueron causa de que él se dedicara principalmente a defenderse del intento de destitución o de derrocamiento; y ya que había un notorio interés extranjero e internacional en destituirlo o derrocarlo, la política exterior adquirió repentina importancia. Parte de esta política fue obtener el padrinazgo del presidente de Estados Unidos de América, Donald Trump, quien, por medio de un controvertible convenio migratorio, cobró el costo de ese padrinazgo.

Finalmente el presidente Morales triunfó sobre la Comisión Internacional Contra la Impunidad; sobre el Ministerio Público y sobre la Corte de Constitucionalidad. Triunfó, entonces, sobre una comisión internacional servidora de la izquierda; sobre un ministerio público convertido en instrumento de persecución de enemigos de la izquierda; y sobre una corte que abusivamente pretendió dirigir la política exterior del Estado. Y triunfó sobre el mismo embajador de los Estados Unidos de América, quien, por la relación casi personal entre el presidente Morales y el presidente Trump, volvióse un decorativo artículo diplomático.

Haber evitado la destitución o el derrocamiento, y haber detenido el agresivo avance de la izquierda, y eliminar el criminal dominio extranjero benefactor de la izquierda, y no someterse al veredicto ilegal de una corte ideológicamente infestada, fue el mayor mérito del presidente Morales, o fue su mayor éxito. No excluyo, por supuesto, que haya tenido méritos o éxitos de otro género; pero no ha sido mi propósito ocuparme de ellos.

Conjeturo que el beneficio de ese éxito fue mayor que el costo porque, aunque el país no hubiera mejorado, por lo menos no empeoró, embestido por aquella izquierda cuyo poder destructivo es mayor que el poder de la más enérgica tormenta tropical, del más potente huracán o de la más violenta convulsión sísmica.

Valorar la magnitud de ese beneficio, empero, se dificulta porque consistió, no en que un suceso aconteciera, sino en que un suceso no aconteciera, es decir, no ocurriera aquella embestida de la izquierda. Quizá evocar el caso de Cuba y de Venezuela contribuya a valorar la magnitud de tal beneficio; pues, por ejemplo, durante el gobierno del presidente Morales quizá ni el más pobre de los guatemaltecos hubiera estado dispuesto a vivir en Cuba o en Venezuela; países en los cuales la intrínseca naturaleza malefactora del socialismo se ha manifestado con espantosa plenitud.

En ningún sentido ignoro, ni pretendo ignorar, ni quiero ni debo ignorar, que el presidente Jimmy Morales cometió errores de variable gravedad o de impredecible naturaleza. Mencionaré solamente dos de ellos; y los mencionaré porque me interesan, y tal mención contribuye a otorgarle preciada parcialidad a mi opinión.

El primer error fue no haber expulsado a todos los miembros de la Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala, luego de prohibir la presencia del extranjero conspirador Iván Velásquez y declarar finalizado el convenio de creación de esa comisión. El segundo fue no haber expulsado al embajador de Suecia, Anders Kompass, y a cualquier otro embajador intromisivo, incluido el de Estados Unidos de América, como aquel Todd Robinson, emergido quizá de sombrías buhardillas del Departamento de Estado.

Post scriptum. Es predecible que aquella misma izquierda, auxiliada por cooperantes extranjeros o internacionales, insista en perseguir a Jimmy Morales cuando, a partir del próximo 14 de enero, ya no ejerza el poder presidencial. Quizá hasta sea acusado de no haber pagado impuestos cuando fue vendedor de plátanos.

Una opinión sobre Jimmy Morales

Luis Enrique Pérez
13 de enero, 2020

El escritor Oscar Wild, más con ironía que con verdad, probablemente dijo: “Sólo podemos opinar imparcialmente sobre las cosas que no nos interesan…” Yo me propongo opinar sobre algunos de los sucesos que acontecieron durante el gobierno del presidente Jimmy Morales. Esos sucesos me interesan; y precisamente porque me interesan, no puedo opinar imparcialmente, en el supuesto de que es válido el juicio de Wilde.

El presidente Morales, en el comienzo de su gobierno, continuó la celebración de su triunfo; y con insistencia recordaba que había sido vendedor de plátanos; e intentaba persuadir a los niños escolares de que, como él, cualquiera de ellos podía ser Presidente de la República, aunque no necesariamente recomendaba vender plátanos para iniciar la carrera hacia la gloria presidencial.

El presidente Morales parecía creer que la mayoría de los guatemaltecos lo había electo para que él se jactara de ser un ciudadano triunfador, y no para que fuera providencial ciudadano gobernante, de quien se esperaba que se ocupara diligentemente de los grandes problemas de la nación, cuya solución competía al poder presidencial. O parecía creer que su triunfo personal necesariamente era triunfo nacional, y no una oportunidad para demostrar que podía ser un gobernante dotado de benefactora sabiduría política, destinado a ser un suceso que la historia nacional recordaría con gratitud in sæcula sæculorum.

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Y eludía reconocer que su repentino triunfo había sido obra del repudio de la mayoría de electores a su tenaz contendiente, Sandra Torres. Empero, creo que, no obstante el asedio de su vanidad, no se atribuyó méritos intrínsecos que, según él, habrían cautivado, hasta la fascinación o hasta el ímpetu pasional, a los electores. Es decir, creo que la sensatez del sentido común dominó sobre la insensatez de la arrogancia.

Progresivamente excluyó de su discurso la mención de sus hazañas platanísticas. Ya el platanus había adquirido tediosa celebridad. Y desistió de inspirar, en los niños escolares, la esperanza de ejercer, alguna vez, el poder presidencial. Ya los niños preparaban ambiciosamente su futura campaña presidencial. Y percatóse de que había que ocuparse de una indisimulada conspiración de la izquierda ideológica, que se proponía destituirlo, o derrocarlo con un delicado simulacro de legalidad, en el cual podrían cooperar jueces o magistrados.

Esa izquierda se proponía destituirlo o derrocarlo porque había sido candidato presidencial triunfador de un partido fundado por antiguos militares; y con él había retornado al poder el Ejército de Guatemala; aquel ejército que había combatido eficazmente a la izquierda guerrillera, y que ahora podía imposibilitar que el poder del Estado pudiera ser asaltado mediante subversivas manifestaciones públicas, patrocinadas por agentes extranjeros o internacionales. In summa: había que destituirlo o derrocarlo porque presidía un gobierno militar. No importaba que hubiera sido electo por la mayoría de ciudadanos votantes, y propuesto por un partido político legalmente autorizado, fundado por ciudadanos que ejercían plenamente sus derechos.

Si el candidato presidencial ganador hubiera sido Sandra Torres, por lo menos hubiera gobernado una facción de la izquierda ideológica, es decir, la de ella misma; y hubiera sido factible que otras facciones de izquierda celebraran con ella un pacto destinado a instituir el socialismo. Y aunque no fuera factible ese pacto, esas otras facciones hubieran podido renovar, con permitida holgura, su criminal poder insurgente, no contra ella, sino contra oligarcas, burgueses, ricos o terratenientes, o contra militares. Aun Manuel Baldizón, y no Jimmy Morales, hubiera sido preferible. Empero, con un Presidente de la República que no era socialista, y que había sido candidato ganador de un partido fundado por militares enemigos de la izquierda, y que luego había surgido un idilio entre él y el ejército, no era factible celebrar aquel pacto, ni renovar aquel poder insurgente.

En la conspiración contra el presidente Morales intervenían dos personajes ideológicamente hermanados hasta la cenagosa complicidad: Thelma Aldana, Jefe del Ministerio Público y Fiscal General de la República, y el extranjero Iván Velásquez, jefe de la Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala. Una primera acción de esa díada demoniaca, artífice de una novedosa criminalidad con garantizada impunidad, fue la persecución penal pública de un hijo y un hermano del presidente Morales, que incluyó la invasión de Casa Presidencial. Una segunda acción de esa diada demoniaca fue promover el sometimiento del presidente Morales a procedimiento penal, acusado de delitos electorales. La izquierda imaginaba, emocionada, a Jimmy Morales en prisión; y se preparaba para festejar el suceso. La emoción fue sustituida por la decepción, y el preparado festejo se convirtió en consumado funeral de una estúpida ilusión.

Y con un coraje que nunca había exhibido, el presidente Morales comenzó a combatir a la Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala. El motivo podía haber sido la persecución penal de su hermano y de su hijo; pero entonces un motivo personal era el origen de acciones legalmente válidas que debían ser emprendidas para eliminar a aquella delictiva comisión.

Una primera acción presidencial combatiente fue prohibir que el conspirador Iván Velásquez, quien estaba fuera del país, ingresara nuevamente. Una segunda acción fue declarar finalizado el delictivo convenio de creación de la invasiva comisión. Una tercera acción fue, durante una asamblea de la Organización de las Naciones Unidas, denunciar, con belígero vigor, actos delictivos de la comisión, y acusar de negligencia al Secretario General, el socialista António Guterres, por no atender la solicitud de sustituir a Iván Velásquez.

La Corte de Constitucionalidad ilegalmente ordenó que fuera permitido el ingreso de Iván Velásquez, y que continuara la vigencia del convenio de creación de la comisión. De hecho no fue permitido ese ingreso, y de hecho no continuó vigente el convenio, y de derecho no fue prorrogado. E inexplicadamente la corte se abstuvo de ordenarle al presidente Morales que se hincara ante Guterres, y le besara el pie izquierdo, y le pidiera perdón. Conjeturo que el presidente Morales no habría acatado esa orden, aunque se expusiera a ser acusado de violar la Constitución Política, y los más geniales constitucionalistas de nuestro país le exigieran acatarla.

Aquellas intrépidas acciones provocaron el inútil griterío de la izquierda, que lloraba por la ausencia del amado Iván Velásquez; que clamaba doliente por la continuación de la salvífica comisión; que sufría por la ofensa infligida al socialista António Guterres; que, con los brazos extendidos hacia el cielo, exigía acatar las órdenes de la santa Corte de Constitucionalidad; y que, dotada de una pretenciosa facultad profética, vaticinaba una torrencial impunidad. Y un motivo adicional de aquel griterío fue la decisión del presidente Morales de trasladar a Jerusalén la sede de la embajada de Guatemala en Israel, y reconocer entonces, aunque fuera tácitamente, que el territorio completo de esa ciudad pertenecía al Estado israelí.

Los indicios de que agentes nacionales e internacionales pretendían destituir al presidente Morales, o derrocarlo con tal apariencia de legalidad que no atentara contra la hipocresía moral de la conspiradora comunidad internacional, fueron causa de que él se dedicara principalmente a defenderse del intento de destitución o de derrocamiento; y ya que había un notorio interés extranjero e internacional en destituirlo o derrocarlo, la política exterior adquirió repentina importancia. Parte de esta política fue obtener el padrinazgo del presidente de Estados Unidos de América, Donald Trump, quien, por medio de un controvertible convenio migratorio, cobró el costo de ese padrinazgo.

Finalmente el presidente Morales triunfó sobre la Comisión Internacional Contra la Impunidad; sobre el Ministerio Público y sobre la Corte de Constitucionalidad. Triunfó, entonces, sobre una comisión internacional servidora de la izquierda; sobre un ministerio público convertido en instrumento de persecución de enemigos de la izquierda; y sobre una corte que abusivamente pretendió dirigir la política exterior del Estado. Y triunfó sobre el mismo embajador de los Estados Unidos de América, quien, por la relación casi personal entre el presidente Morales y el presidente Trump, volvióse un decorativo artículo diplomático.

Haber evitado la destitución o el derrocamiento, y haber detenido el agresivo avance de la izquierda, y eliminar el criminal dominio extranjero benefactor de la izquierda, y no someterse al veredicto ilegal de una corte ideológicamente infestada, fue el mayor mérito del presidente Morales, o fue su mayor éxito. No excluyo, por supuesto, que haya tenido méritos o éxitos de otro género; pero no ha sido mi propósito ocuparme de ellos.

Conjeturo que el beneficio de ese éxito fue mayor que el costo porque, aunque el país no hubiera mejorado, por lo menos no empeoró, embestido por aquella izquierda cuyo poder destructivo es mayor que el poder de la más enérgica tormenta tropical, del más potente huracán o de la más violenta convulsión sísmica.

Valorar la magnitud de ese beneficio, empero, se dificulta porque consistió, no en que un suceso aconteciera, sino en que un suceso no aconteciera, es decir, no ocurriera aquella embestida de la izquierda. Quizá evocar el caso de Cuba y de Venezuela contribuya a valorar la magnitud de tal beneficio; pues, por ejemplo, durante el gobierno del presidente Morales quizá ni el más pobre de los guatemaltecos hubiera estado dispuesto a vivir en Cuba o en Venezuela; países en los cuales la intrínseca naturaleza malefactora del socialismo se ha manifestado con espantosa plenitud.

En ningún sentido ignoro, ni pretendo ignorar, ni quiero ni debo ignorar, que el presidente Jimmy Morales cometió errores de variable gravedad o de impredecible naturaleza. Mencionaré solamente dos de ellos; y los mencionaré porque me interesan, y tal mención contribuye a otorgarle preciada parcialidad a mi opinión.

El primer error fue no haber expulsado a todos los miembros de la Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala, luego de prohibir la presencia del extranjero conspirador Iván Velásquez y declarar finalizado el convenio de creación de esa comisión. El segundo fue no haber expulsado al embajador de Suecia, Anders Kompass, y a cualquier otro embajador intromisivo, incluido el de Estados Unidos de América, como aquel Todd Robinson, emergido quizá de sombrías buhardillas del Departamento de Estado.

Post scriptum. Es predecible que aquella misma izquierda, auxiliada por cooperantes extranjeros o internacionales, insista en perseguir a Jimmy Morales cuando, a partir del próximo 14 de enero, ya no ejerza el poder presidencial. Quizá hasta sea acusado de no haber pagado impuestos cuando fue vendedor de plátanos.