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Mi primera pandemia global, ya para un viejo de más de noventa años

Armando De la Torre
24 de abril, 2020

​La entera población mundial parece ahora crispada y sobrecogida de miedo entre un océano de cadáveres de difusiónplanetaria.

​No es la primera vez ni talvez la última de una aplastante vivencia colectiva de nuestra precariedad urbana, pero para mí es, sin embargo, un estreno.

​He sido testigo de guerras mundiales, de revoluciones sociales masivas, de catástrofes ambientales, de depresiones económicas no menos colectivas, pero nunca de una pandemia de alcances tan singularmente globales. 

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Creo ahora entender mejor a aquellos sobrevivientes de la peste bubónica del siglo XIV o de otras trágicas ocasiones sobre las que tanto leí en mis años mozos. 

Pero ésta es singular por sus alcances planetarios. Es más, la primera que se ceba en la aldea global que Marshall McLuhan creyó haber descubierto en la década de los sesenta del siglo pasado. Porque hoy nos encontramos entrelazados a nivel global como nunca antes, ni siquiera tras la invención de la imprenta o el descubrimiento de América.

Hoy lo digital se nos ha vuelto lo universal. Y por eso, todos podemos sollozar, o reír, más o menos al unísono. 

Un estruendo global.

Y así, los dirigentes del Partido Comunista chino han devenido los peores culpables a los ojos de todos nuestros contemporáneos en el mundo más relativamente libre por esa vieja táctica desde los tiempos de Mao de manosear la información pública sobre lo que acaecía simultáneamente en Wuhan. 

Nada nuevo, reitero, en la irresponsabilidad inhumana de esa corriente ideológica desde los tiempos de Lenín. Desde las matanzas masivas, por ejemplo, de agricultores ucranianos en la década de los veinte del siglo pasado hasta el exterminio por hambre de millones de seres humanos durante la revolución agraria de Mao Zedong en China, por no mencionar la aún más espantosa de su camarada Pol Pot en la vecina Cambodia. 

La humanidad, sin embargo, ha logrado sobrevivir a las reiteradas pandemias tanto biológicas como las políticas que la han diezmado una y otra vez.

Hasta ahora. 

Hoy, por su puesto, ya somos los ocho mil millones de seres humanos que poblamos este globito azul perdido en la inmensidad obscura y frígida del espacio sideral. Lo cual, paradójicamente, hace menos probable nuestra desaparición definitiva de una sola vez. 

Pero el dolor de los humanos no guarda proporción alguna con el número de los afectados por cualquier otra epidemia. Y ese supuesto valor global es una abstracción más entre las muy métricas de las ciencias.

Pero nadie goza o sufre, progresa o retrocede, se realiza o se anula, en base a estadísticas abstractas sino a base de contactos muy íntimos y privados con sus semejantes. Porque el dolor humano jamás ha sido mera cuestión de números. 

Esta última pandemia del coronavirus nos ha tomado por sorpresa a todos en el momento menos esperado. Pues nuestra civilización global ha marcado en los últimos tres siglos conquistas revolucionarias, una tras otra, que parecía habernos blindado para siempre de esos primitivos azotes. Y, sin embargo, esa forma de vida tan diminuta que nos resulta invisible nos estádando el parón del todo inesperado de los milenios. 

Porque éramos testigos del Boom inesperado de Trump, del aparente final de los conflictos entre los árabes del Cercano Oriente, inclusive de los preparativos norteamericanos para visitar el planeta Marte en cuatro años plazo… Pero todo se ha derrumbado a la velocidad de locomoción de ese insignificante y anónimo virus. Lo cual demuestra una vez más que aunque continuemos ensillados en nuestros prejuicios y cálculos equivocados, a la naturaleza parece que no le importamos para nada. Pues se mantiene implacable, aplastante y, lo más indignante de todo, sorpresiva. 

Y sin embargo, esa misma naturaleza que tantos dolores nos propina ha sido el acicate, desde el hombre de cromañón, para todos esos nuestros esfuerzos heroicos que llamamos en conjunto “civilización”. “La vida del hombre es una permanente guerra”, como nos lo había advertido el Eclesiastés hace ya milenios. Ha sido precisamente tanto dolor el mejor estímulopara nuestro afán de trabajar, innovar y construir mundos menos dolorosos para nuestros hijos y para nosotros mismos.

Y así, de pronto, todo ello parece recordarnos una vez másque nuestro destino final ha de trascender todo lo natural, incluido todo lo meramente humano e histórico.  

Y por ello nos hemos percatado de ese privilegio único en todo lo creado que tanto nos distingue: el de poder pensar y prevenir con esa entera libertad que sobremanera nos caracteriza en todo un Cosmos que se nos antoja casi infinito y del todo indiferente y a los más profundos anhelos de nuestra naturaleza humana, humanísima.

Por su cuenta, el tal coronavirus nos ha recordado a nosotros tan orgullosos y en un instante lo falible y vulnerable que somos…

¿Acaso nos será dada otra oportunidad para sobrevivirlo? Así lo espero humildemente. Aunque también este puede ser otro de mis incontables equivocaciones. 

En todo caso, procuremos extraerle todo lo estimulante que esta tenebrosa vivencia colectiva pueda encerrar para un mejorfuturo. En uno, por ejemplo, cuando todos hayamos podido librarnos de nuestros dogmatismos tan raquíticos así como de nuestros egoísmos hacia todo prójimo caído.  En otras palabras, hagamos de todo esto mismo un aprendizaje para ser menos inhumanos hacia los más débiles entre nosotros a un modo de veras estrictamente humanísimo y evangélico.  

Es también en este último sentido en el que les reitero el tormento de esta pandemia que de esa manera nos podría reducir enteramente a cero. Pero que también nos puede estimular al arrepentimiento y al propósito de la enmienda. 

Tal vez ese sea el sentido más benéfico del viejo dicho de que “Dios escribe derecho con reglones torcidos…”. O más al punto como nos lo advirtiera San Marcos en su Evangelio: “Quién tenga oídos para oír, que oiga” (Mc. 4:23).

Y ahora sí, les puedo predecir que nos encontraremos de nuevo para mí próxima entrega porque habremos logrado sobrevivir…

Mi primera pandemia global, ya para un viejo de más de noventa años

Armando De la Torre
24 de abril, 2020

​La entera población mundial parece ahora crispada y sobrecogida de miedo entre un océano de cadáveres de difusiónplanetaria.

​No es la primera vez ni talvez la última de una aplastante vivencia colectiva de nuestra precariedad urbana, pero para mí es, sin embargo, un estreno.

​He sido testigo de guerras mundiales, de revoluciones sociales masivas, de catástrofes ambientales, de depresiones económicas no menos colectivas, pero nunca de una pandemia de alcances tan singularmente globales. 

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Creo ahora entender mejor a aquellos sobrevivientes de la peste bubónica del siglo XIV o de otras trágicas ocasiones sobre las que tanto leí en mis años mozos. 

Pero ésta es singular por sus alcances planetarios. Es más, la primera que se ceba en la aldea global que Marshall McLuhan creyó haber descubierto en la década de los sesenta del siglo pasado. Porque hoy nos encontramos entrelazados a nivel global como nunca antes, ni siquiera tras la invención de la imprenta o el descubrimiento de América.

Hoy lo digital se nos ha vuelto lo universal. Y por eso, todos podemos sollozar, o reír, más o menos al unísono. 

Un estruendo global.

Y así, los dirigentes del Partido Comunista chino han devenido los peores culpables a los ojos de todos nuestros contemporáneos en el mundo más relativamente libre por esa vieja táctica desde los tiempos de Mao de manosear la información pública sobre lo que acaecía simultáneamente en Wuhan. 

Nada nuevo, reitero, en la irresponsabilidad inhumana de esa corriente ideológica desde los tiempos de Lenín. Desde las matanzas masivas, por ejemplo, de agricultores ucranianos en la década de los veinte del siglo pasado hasta el exterminio por hambre de millones de seres humanos durante la revolución agraria de Mao Zedong en China, por no mencionar la aún más espantosa de su camarada Pol Pot en la vecina Cambodia. 

La humanidad, sin embargo, ha logrado sobrevivir a las reiteradas pandemias tanto biológicas como las políticas que la han diezmado una y otra vez.

Hasta ahora. 

Hoy, por su puesto, ya somos los ocho mil millones de seres humanos que poblamos este globito azul perdido en la inmensidad obscura y frígida del espacio sideral. Lo cual, paradójicamente, hace menos probable nuestra desaparición definitiva de una sola vez. 

Pero el dolor de los humanos no guarda proporción alguna con el número de los afectados por cualquier otra epidemia. Y ese supuesto valor global es una abstracción más entre las muy métricas de las ciencias.

Pero nadie goza o sufre, progresa o retrocede, se realiza o se anula, en base a estadísticas abstractas sino a base de contactos muy íntimos y privados con sus semejantes. Porque el dolor humano jamás ha sido mera cuestión de números. 

Esta última pandemia del coronavirus nos ha tomado por sorpresa a todos en el momento menos esperado. Pues nuestra civilización global ha marcado en los últimos tres siglos conquistas revolucionarias, una tras otra, que parecía habernos blindado para siempre de esos primitivos azotes. Y, sin embargo, esa forma de vida tan diminuta que nos resulta invisible nos estádando el parón del todo inesperado de los milenios. 

Porque éramos testigos del Boom inesperado de Trump, del aparente final de los conflictos entre los árabes del Cercano Oriente, inclusive de los preparativos norteamericanos para visitar el planeta Marte en cuatro años plazo… Pero todo se ha derrumbado a la velocidad de locomoción de ese insignificante y anónimo virus. Lo cual demuestra una vez más que aunque continuemos ensillados en nuestros prejuicios y cálculos equivocados, a la naturaleza parece que no le importamos para nada. Pues se mantiene implacable, aplastante y, lo más indignante de todo, sorpresiva. 

Y sin embargo, esa misma naturaleza que tantos dolores nos propina ha sido el acicate, desde el hombre de cromañón, para todos esos nuestros esfuerzos heroicos que llamamos en conjunto “civilización”. “La vida del hombre es una permanente guerra”, como nos lo había advertido el Eclesiastés hace ya milenios. Ha sido precisamente tanto dolor el mejor estímulopara nuestro afán de trabajar, innovar y construir mundos menos dolorosos para nuestros hijos y para nosotros mismos.

Y así, de pronto, todo ello parece recordarnos una vez másque nuestro destino final ha de trascender todo lo natural, incluido todo lo meramente humano e histórico.  

Y por ello nos hemos percatado de ese privilegio único en todo lo creado que tanto nos distingue: el de poder pensar y prevenir con esa entera libertad que sobremanera nos caracteriza en todo un Cosmos que se nos antoja casi infinito y del todo indiferente y a los más profundos anhelos de nuestra naturaleza humana, humanísima.

Por su cuenta, el tal coronavirus nos ha recordado a nosotros tan orgullosos y en un instante lo falible y vulnerable que somos…

¿Acaso nos será dada otra oportunidad para sobrevivirlo? Así lo espero humildemente. Aunque también este puede ser otro de mis incontables equivocaciones. 

En todo caso, procuremos extraerle todo lo estimulante que esta tenebrosa vivencia colectiva pueda encerrar para un mejorfuturo. En uno, por ejemplo, cuando todos hayamos podido librarnos de nuestros dogmatismos tan raquíticos así como de nuestros egoísmos hacia todo prójimo caído.  En otras palabras, hagamos de todo esto mismo un aprendizaje para ser menos inhumanos hacia los más débiles entre nosotros a un modo de veras estrictamente humanísimo y evangélico.  

Es también en este último sentido en el que les reitero el tormento de esta pandemia que de esa manera nos podría reducir enteramente a cero. Pero que también nos puede estimular al arrepentimiento y al propósito de la enmienda. 

Tal vez ese sea el sentido más benéfico del viejo dicho de que “Dios escribe derecho con reglones torcidos…”. O más al punto como nos lo advirtiera San Marcos en su Evangelio: “Quién tenga oídos para oír, que oiga” (Mc. 4:23).

Y ahora sí, les puedo predecir que nos encontraremos de nuevo para mí próxima entrega porque habremos logrado sobrevivir…