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El fenómeno Trump

Armando De la Torre
25 de mayo, 2020

De muy joven, estudié por elección propia en la Escuela de Periodismo de la Habana, paralelo a mis estudios simultáneos en la Facultad de Derecho. 

De lo allí aprendido entonces recuerdo la división tajante que respecto a los medios de comunicación escritos nos transmitían entonces nuestros catedráticos. Me refiero a los dos puntos de vista antagónicos que animaban a los hombres de prensa en los Estados Unidos desde el final de la Guerra Civil (1865).

Entre aquellos comunicadores bisoños destacaron dos muy en especial: William Randolph Hearst y Joseph Pulitzer. El primero un magnate de la prensa y director del San Francisco Chronicle, así como de muchos otros medios escritos en los Estados Unidos; y el segundo un acucioso reportero tornado por las fuerzas de las circunstancias en un empresario para la transmisión de la verdad objetiva y exacta a la manera como entendemos hoy la metodología de la investigación en toda ciencia experimental: no dar por cierto lo que todavía no hayamos reconfirmado más de una vez y por otra fuente.

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Ambos simbolizaron en su momento esas interpretaciones del periodismo tan divergentes entre sí: Hearst anteponía el impacto emocional de las noticias a la corrección y objetividad que, en cambio, para Pulitzer era el criterio moral último e imprescindible en el ejercicio de la profesión periodística. 

También habría de reconocérseles que procedían de realidades sociales muy diferentes: Hearst, repito, de una burguesía acomodada y emprendedora; Pulitzer, por otra parte, un inmigrante judío húngaro y parte de aquella muchedumbre de recién llegados europeos a la promesa de un mejor mundo que para ellos entrañaban la Américas, tanto del Norte como la del Sur. 

De la visión predominantemente ética, rigurosa y casi científica de Pulitzer hubieron de derivarse más tarde las escuelas universitarias de periodismo, en una de las cuales yo estudie. Pero de la de Hearst, aquel “sensacionalismo” que tanto impregnó él mismo en sus medios de comunicación propios y que habría de contagiar a tantos otros empresarios de las comunicaciones tanto habladas como escritas (la famosa “yellow press”). 

Vale la pena mencionar que este último método hubo de constituirse emocionalmente en el más efectivo para mover la opinión pública en Norteamérica hacia la independencia de Cuba, en ese momento aun en contra de la política oficial del recién inaugurado Presidente republicano William McKinley (de 1897 hasta su asesinato en 1901 por un anarquista como era lo usual en la Europa de aquellos tiempos).

El ideal de una prensa objetivista como lo propugnaba Pulitzer hubo de retroceder frente al opuesto del emocionalismo subjetivo de las masas de los lectores, así como más tarde también de los clientes de la radio y especial de la televisión a partir del fin de la Segunda Guerra Mundial. 

Aquí entra para mí la figura de Donald Trump. 

  El personaje que destaca hoy a la cabeza de las comunicaciones mundiales, tanto escritas como radiales y televisivas.

Su verdadero marco sociológico ha estado dentro del ramo empresarial de la construcción urbanística. Esto le era pura herencia paterna. 

Su salto desde ahí a los medios de comunicación tuvo lugar por ocho años con una serie televisiva muy influyente que se llamó “El Aprendiz”, y también muy en la línea de Hearst. Y siempre coqueteó con el empresariado político algunas veces más el demócrata que el republicano, aunque parecía desde un punto de vista ideológico igualmente indiferente a cualquiera de los dos. 

Hacia el 2014 se decantó definitivamente por el republicano, pues su empuje empresarial encajaba mejor en el partido de Ronald Reagan que en aquel que había sido otrora el partido de Roosevelt y Truman. No creo que haya sido una decisión del todo unilateral por su parte, sino su manera peculiar de responder a las posturas ideológicas inestables que caracterizaron al partido demócrata desde la presidencia de Jimmy Carter (1977-1981). Y así empecé a entender yo el fenómeno “Trump”.   

Un héroe rudo pero muy en la línea de los más famosos “tycoons” (empresarios muy influyentes) como Ford o los Rockefeller que habían hecho paulatinamente de los Estados Unidos la primera potencia industrial, política y militar del entero planeta a partir de la última década del siglo XIX. 

Para muchos otros, en cambio, Trump les resulta casi un monstruo voraz y sin principios. 

Y en todo caso, un personaje que ha devenido a ser de buena o mala gana para todos como el árbitro mundial de nuestro futuro tanto al corto como al largo plazo. Y precisamente en el momento de la mayor euforia electoral del partido demócrata simbolizada en la pareja de Bill y Hilary Clinton. 

Al comienzo de aquella su aparición pública en las contiendas al interno del partido republicano entre los aspirantes a la presidencia de los Estados Unidos en noviembre del 2016, confieso que me resultaba algo repelente por su vulgar altanería. 

Pero una tras otra derrotó a todas sus alternativas republicanas valido, entre otras ventajas, de su tono usual de un blue collar worker de la industria de la construcción a la que siempre se habían dedicado él y su padre. Sorpresa universal. 

Pero una vez tan inesperadamente victorioso, en unas elecciones en la que su partido ganó por mayoría absoluta la Casa Blanca, el Senado y la Cámara de Representantes, a pesar del vaticinio en contra de casi todos los encuestadores de opinión, empecé a verlo con otros ojos.

En primer lugar, porque había logrado derrotar al decadente y crecientemente podrido Establishment demócrata de los tiempos de Lyndon Johnson y a los medios de comunicación contemporáneos que les servían de promotores. Y en segundo lugar, porque traía frescas perspectivas a los conservadores republicanos, congelados ideológicamente desde la gestión presidencial de George Bush padre. 

Pero, sobre todo, porque con Trump también reapareció en la escena política aquel “Americano olvidado” desde los tiempos de la Gran Depresión, que había constituido en gran parte la base electoral de Franklin D. Roosevelt desde 1933 a 1941. 

En realidad esa tan sorprendente victoria de Trump se me antojaba muy similar al vuelco definitivo que había significado para la democracia norteamericana aquel otro traspaso del control gubernamental de los patricios de la independencia a las masas de “plebeyos” encabezados por el sureño Andrew Jackson en el lejano 1829 y que tanto hubo de impresionar a un aristócrata francés Alexis de Tocqueville. 

En ambos casos, vientos nuevos y esperanzas insólitas. 

Lo que más me hubo de atraer de Trump desde ese cambio trascendental en el 2016 fue su menosprecio muy evidenciado hacia esa prensa mercenaria y omnipotente pero más a lo Hearst que a lo Pulitzer y que tanto ha dominado la opinión pública norteamericana desde el final de la época de Reagan.

El “self made man” de otrora había renacido para hacerse cargo de los destinos de ese gran pueblo tan laborioso, luchador y tan poco dado a las especulaciones de los intelectuales, pues las más fundamentales y permanentes ya se las habían heredado los patricios que habían forjado su independencia nacional en 1783.

Pero como era muy de esperar, los intereses creados bajo aquellas figuras dominantes desde John Kennedy hasta Barack Obama, y ennoblecidas bajo el supuesto de la engreída ficción de un “reino de Camelot”, se levantaron con extremada violencia verbal en contra de Trump desde el instante mismo de su inesperada y arrasadora elección. Reacción de esperar si no fuera por lo tan peligroso internacionalmente de ese momento. 

En lo personal, nunca lo habría creído posible dado el poder omnímodo de los dueños de los medios de comunicación contemporáneos, acomodados muy financieramente entre los privilegios que les otorgaron sucesivas administraciones demócratas desde 1937. 

Lo cual también me trae a colación aquel famosísimo ensayo de José Ortega y Gasset sobre la “Rebelión de las masas” (1930) y de la que habría creído permanentemente exenta la imponente democracia norteamericana.

Cosas veredes, Sancho

(Continuará) 

El fenómeno Trump

Armando De la Torre
25 de mayo, 2020

De muy joven, estudié por elección propia en la Escuela de Periodismo de la Habana, paralelo a mis estudios simultáneos en la Facultad de Derecho. 

De lo allí aprendido entonces recuerdo la división tajante que respecto a los medios de comunicación escritos nos transmitían entonces nuestros catedráticos. Me refiero a los dos puntos de vista antagónicos que animaban a los hombres de prensa en los Estados Unidos desde el final de la Guerra Civil (1865).

Entre aquellos comunicadores bisoños destacaron dos muy en especial: William Randolph Hearst y Joseph Pulitzer. El primero un magnate de la prensa y director del San Francisco Chronicle, así como de muchos otros medios escritos en los Estados Unidos; y el segundo un acucioso reportero tornado por las fuerzas de las circunstancias en un empresario para la transmisión de la verdad objetiva y exacta a la manera como entendemos hoy la metodología de la investigación en toda ciencia experimental: no dar por cierto lo que todavía no hayamos reconfirmado más de una vez y por otra fuente.

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Ambos simbolizaron en su momento esas interpretaciones del periodismo tan divergentes entre sí: Hearst anteponía el impacto emocional de las noticias a la corrección y objetividad que, en cambio, para Pulitzer era el criterio moral último e imprescindible en el ejercicio de la profesión periodística. 

También habría de reconocérseles que procedían de realidades sociales muy diferentes: Hearst, repito, de una burguesía acomodada y emprendedora; Pulitzer, por otra parte, un inmigrante judío húngaro y parte de aquella muchedumbre de recién llegados europeos a la promesa de un mejor mundo que para ellos entrañaban la Américas, tanto del Norte como la del Sur. 

De la visión predominantemente ética, rigurosa y casi científica de Pulitzer hubieron de derivarse más tarde las escuelas universitarias de periodismo, en una de las cuales yo estudie. Pero de la de Hearst, aquel “sensacionalismo” que tanto impregnó él mismo en sus medios de comunicación propios y que habría de contagiar a tantos otros empresarios de las comunicaciones tanto habladas como escritas (la famosa “yellow press”). 

Vale la pena mencionar que este último método hubo de constituirse emocionalmente en el más efectivo para mover la opinión pública en Norteamérica hacia la independencia de Cuba, en ese momento aun en contra de la política oficial del recién inaugurado Presidente republicano William McKinley (de 1897 hasta su asesinato en 1901 por un anarquista como era lo usual en la Europa de aquellos tiempos).

El ideal de una prensa objetivista como lo propugnaba Pulitzer hubo de retroceder frente al opuesto del emocionalismo subjetivo de las masas de los lectores, así como más tarde también de los clientes de la radio y especial de la televisión a partir del fin de la Segunda Guerra Mundial. 

Aquí entra para mí la figura de Donald Trump. 

  El personaje que destaca hoy a la cabeza de las comunicaciones mundiales, tanto escritas como radiales y televisivas.

Su verdadero marco sociológico ha estado dentro del ramo empresarial de la construcción urbanística. Esto le era pura herencia paterna. 

Su salto desde ahí a los medios de comunicación tuvo lugar por ocho años con una serie televisiva muy influyente que se llamó “El Aprendiz”, y también muy en la línea de Hearst. Y siempre coqueteó con el empresariado político algunas veces más el demócrata que el republicano, aunque parecía desde un punto de vista ideológico igualmente indiferente a cualquiera de los dos. 

Hacia el 2014 se decantó definitivamente por el republicano, pues su empuje empresarial encajaba mejor en el partido de Ronald Reagan que en aquel que había sido otrora el partido de Roosevelt y Truman. No creo que haya sido una decisión del todo unilateral por su parte, sino su manera peculiar de responder a las posturas ideológicas inestables que caracterizaron al partido demócrata desde la presidencia de Jimmy Carter (1977-1981). Y así empecé a entender yo el fenómeno “Trump”.   

Un héroe rudo pero muy en la línea de los más famosos “tycoons” (empresarios muy influyentes) como Ford o los Rockefeller que habían hecho paulatinamente de los Estados Unidos la primera potencia industrial, política y militar del entero planeta a partir de la última década del siglo XIX. 

Para muchos otros, en cambio, Trump les resulta casi un monstruo voraz y sin principios. 

Y en todo caso, un personaje que ha devenido a ser de buena o mala gana para todos como el árbitro mundial de nuestro futuro tanto al corto como al largo plazo. Y precisamente en el momento de la mayor euforia electoral del partido demócrata simbolizada en la pareja de Bill y Hilary Clinton. 

Al comienzo de aquella su aparición pública en las contiendas al interno del partido republicano entre los aspirantes a la presidencia de los Estados Unidos en noviembre del 2016, confieso que me resultaba algo repelente por su vulgar altanería. 

Pero una tras otra derrotó a todas sus alternativas republicanas valido, entre otras ventajas, de su tono usual de un blue collar worker de la industria de la construcción a la que siempre se habían dedicado él y su padre. Sorpresa universal. 

Pero una vez tan inesperadamente victorioso, en unas elecciones en la que su partido ganó por mayoría absoluta la Casa Blanca, el Senado y la Cámara de Representantes, a pesar del vaticinio en contra de casi todos los encuestadores de opinión, empecé a verlo con otros ojos.

En primer lugar, porque había logrado derrotar al decadente y crecientemente podrido Establishment demócrata de los tiempos de Lyndon Johnson y a los medios de comunicación contemporáneos que les servían de promotores. Y en segundo lugar, porque traía frescas perspectivas a los conservadores republicanos, congelados ideológicamente desde la gestión presidencial de George Bush padre. 

Pero, sobre todo, porque con Trump también reapareció en la escena política aquel “Americano olvidado” desde los tiempos de la Gran Depresión, que había constituido en gran parte la base electoral de Franklin D. Roosevelt desde 1933 a 1941. 

En realidad esa tan sorprendente victoria de Trump se me antojaba muy similar al vuelco definitivo que había significado para la democracia norteamericana aquel otro traspaso del control gubernamental de los patricios de la independencia a las masas de “plebeyos” encabezados por el sureño Andrew Jackson en el lejano 1829 y que tanto hubo de impresionar a un aristócrata francés Alexis de Tocqueville. 

En ambos casos, vientos nuevos y esperanzas insólitas. 

Lo que más me hubo de atraer de Trump desde ese cambio trascendental en el 2016 fue su menosprecio muy evidenciado hacia esa prensa mercenaria y omnipotente pero más a lo Hearst que a lo Pulitzer y que tanto ha dominado la opinión pública norteamericana desde el final de la época de Reagan.

El “self made man” de otrora había renacido para hacerse cargo de los destinos de ese gran pueblo tan laborioso, luchador y tan poco dado a las especulaciones de los intelectuales, pues las más fundamentales y permanentes ya se las habían heredado los patricios que habían forjado su independencia nacional en 1783.

Pero como era muy de esperar, los intereses creados bajo aquellas figuras dominantes desde John Kennedy hasta Barack Obama, y ennoblecidas bajo el supuesto de la engreída ficción de un “reino de Camelot”, se levantaron con extremada violencia verbal en contra de Trump desde el instante mismo de su inesperada y arrasadora elección. Reacción de esperar si no fuera por lo tan peligroso internacionalmente de ese momento. 

En lo personal, nunca lo habría creído posible dado el poder omnímodo de los dueños de los medios de comunicación contemporáneos, acomodados muy financieramente entre los privilegios que les otorgaron sucesivas administraciones demócratas desde 1937. 

Lo cual también me trae a colación aquel famosísimo ensayo de José Ortega y Gasset sobre la “Rebelión de las masas” (1930) y de la que habría creído permanentemente exenta la imponente democracia norteamericana.

Cosas veredes, Sancho

(Continuará)