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Fernando García Molina
22 de julio, 2020

Con sentimiento de melancolía, tengo frente a mí la guía telefónica de 1971. Allí está contenida gran parte de la vida económica de Guatemala de hace medio siglo y un poco más.

Quienes vivimos esa época formamos en ella nuestras creencias y valores. El entorno hizo gran parte de la tarea formativa. Los establecimientos y empresas de entonces eran importantes porque eran los sitios adonde queríamos ir y, cuando la plata alcanzaba, lo hacíamos. Para mí, en la segunda parte de los años 60 cuando estudiaba ingeniería en la USAC tener justo lo necesario era lo habitual.

La pobreza de entonces tenía cierto encanto. Los días eran más largos porque, aunque faltara dinero, sobraba tiempo. Uno quería de todo y no le alcanzaba para nada. Lo maravilloso de ser pobre se resumía en desear las cosas y decir: “Algún día…”. Me parece terrible que, cuando ese día finalmente llegó, solo quedaba tiempo para nada. El trabajo se había vuelto absorbente. Y cuando muchos años después, teníamos tiempo y dinero, había una comparativa pérdida de deseo, de motivación, de premura…

Antes, ir a vitrinear a la sexta era para desear muchas cosas. Comprar un cachito de la Lotería Chica por diez centavos permitía fantasear –a muy bajo precio—con todo lo que se podría hacer con menos de mil Quetzales (la décima parte del mayor). Fue así como muchos aprendimos a hacer presupuestos mentales. Entendimos que los deseos -que no necesidades- son inagotables y siempre exceden los recursos (el premio).

Sin dinero ver vitrinas en la sexta, una y otra vez era genial. Imaginariamente buscaba ordenar cómo lo gastaría: el suéter de La Paquetería, los zapatos Canadá y si alcanzaba, la sacola de cuero de Le Chat. Vitrinear y soñar era divertido y no costaba nada.

Conocí unas pocas personas que nunca supieron el significado de desear las cosas y seguirlas deseando sin que se cumplieran de inmediato. En la situación extrema, debe ser terrible haber tenido las cosas sin siquiera pedirlas, nunca haber deseado nada. Para los demás, eso fue la parte de nuestra formación que fortaleció nuestra virtud de la perseverancia. Creaba conciencia de que no producíamos, que carecíamos de logro personal, que lo “nuestro” era lo que nuestros padres habían sacrificado a nuestro favor. Formaba el sentido de la gratitud, mismo que después derivaba en respeto y amor hacia ellos.

También nos enseñó a admirar a los empresarios exitosos, a valorar su logro, a entender que el esfuerzo, la dedicación, perseverancia, riesgo y previsión y el trabajo arduo tenían consecuencia en el bienestar de sus familias. Entendimos que, llegado nuestro tiempo, habríamos de construir, aprendimos a prohibirnos destruir el esfuerzo de ellos o de la sociedad.

Algunos entendimos, a través de la experiencia de nuestros padres y abuelos, lo que costaba ganar el dinero que serviría para comprar las cosas. Aprendimos a respetar y admirar a quienes habían conseguido más mediante mayor esfuerzo, perseverancia, riesgo y previsión. Admiramos el logro de otros, al tiempo que cobrábamos consciencia de su ausencia en nosotros. Y nos decíamos, como si el logro también estuviera en una vitrina: Algún día…

La Semana Santa de 1970 fuimos a la playa con Marta, Patricia, Derek y Augusto, encontramos un rancho sin paredes entre el estero y el mar. La mayor parte del presupuesto fue para comprar cerveza. Entonces un 6-pack de “medallas de oro” costaba Q 1.50. Creo que gastamos menos de Q200 las 4 noches que pasamos allí los cinco. Aquella fue la mejor Semana Santa en mi vida.

Casi todo estaba en la sexta. Allí estaban los cines con sus maratónicas funciones a beneficio de los empleados cada fin de año. El Pecos Bill ofrecía una “Nesburger” (hamburguesa más Nesbitt’s) por 25 centavos. Una ganga porque en otros lados sólo la hamburguesa costaba 25 “len”. Ahorrar 6 centavos significaba un pasaje en camioneta y un cigarrillo extra.

En los 60’s, lo más común a todos eran los comercios, cafés y restaurantes. Quiero mencionar algunos e invitar a los “jóvenes mayores” de hoy, a recordar los lugares que frecuentábamos a fines de los 60’s. Por aquellos días. no existía Pollo Campero, Pizza Hutt o McDonald’s. Las franquicias de restaurantes llegaron después.

El Churrasco Centroamericano abrió en 1970 con gran éxito. Los Pollos, tenía 5 tiendas. En Franco’s uno escuchaba hablar italiano en alta voz a Franco, quien casi gritaba. Por lo demás, su restaurante tenía cierta gracia italiana, poca luz, mesas cuadradas con manteles a cuadros blancos y rojos, servilletas de tela, buenos cubiertos… Sorrento, frente al Mercado Central, era menos sofisticado pero debió ser el primero en ofrecer “café espresso” en la ciudad.

En la Zona 1 estaba la pastelería Simon (sin tilde porque era el apellido de la propietaria), Lutecia, La Jensen, el Café de París, Los Tilos, El Tejano, las Mixtas Frankfurt, Las Vegas, American Doughnuts y las cafeterías Alemana, Italia, Bologna, Austria, Lido, Capri, y la del IGA.

El Café de París, sobre la sexta, apenas tenía dos o tres mesas, era más caro que otros y solía tener como clientes a los huéspedes del hotel y personas de saco y corbata que entonces era una vestimenta más común que ahora.

El Tejano era uno de los grandes favoritos con hamburguesas al carbón y una porción de deliciosos frijoles rojos, con sabor a tocino ahumado y un poco dulzones. Abrieron el paladar de muchos hacia nuevas experiencias de sabor.

Frankfurt ofrecía mixtas y hot dogs a una clientela que mantenía abarrotado el lugar. Principalmente las mixtas: una tortilla grande y gruesa, repollo, guacamol y una salchicha caliente con cerveza o gaseosa. En la otra esquina, el Fu-Lu-Sho, además de los platillos chinos, también ofrecía excelentes hot dogs. Media cuadra abajo, sobre la 12 Calle, Las Vegas tenía, en su sección de cafetería, magníficas hamburguesas.

Ángela Simon sobre la 12 Calle solo ofrecía pasteles y galletas en un salón de té con exquisito ambiente francés. Los sándwiches de Los Tilos en la 11 Calle posiblemente eran los mejores, con pan hecho en casa. En la 10ª Bologna tenía unas pizzas pequeñas que mantenían lleno su pequeño local. Un ambiente cerrado y cálido. Para las más altas horas de la noche, Cafesa brindaba un buen servicio. Recuerdo otro en la zona 4 o 9 pero no aparece en la Guía y no conseguí recordar el nombre. Lo distinguía su platillo especial: un emparedado de lomito con ensalada rusa.

Por aquellos días se estableció con mucho éxito “El gran pavo”, en la 13 calle y 4 avenida de la zona 1. Principalmente servía tacos “auténticos mexicanos” y cerveza. Con el tiempo incorporó otros platillos de ese país sin jamás perder su identidad.

Mi restaurante favorito, cuando lo podía pagar, era poco conocido. Chez Lissette, también llamado Francés de madame Lambin, quedaba en la 13 calle y 9 avenida. Un almuerzo de tres platos, postre y café costaba Q 1.50, cerca del doble de sus competidores, pero los valía.

Viva México, Altuna, Gambrinus, Casa Isaías y Delicadezas de Hamburgo también estaban localizados en la Zona 1. Pero otros ya habían empezado a moverse al sur, principalmente a las zonas 4 y 9. En el Centro, si bien permanecieron algunos restaurantes chinos, otros fueron los primeros en irse. Los nuevos también se establecieron en el sur.

La Zona 4 parecía especializada en Mariscos. Allí estaba Auto Mariscos, Delicias del Mar y El Calamar. También el Pecos Bill, Cafesa, la cafetería del Motel Plaza, Martin’s y El Encanto.

Por su parte, en la Zona 9 se asentó la mayoría de restaurantes de carne, como La Parrillita, Las Brasas, La Colonia, Torremolinos y Las Puertas. Allí estaban también Costa Brava, Sancho Panza, Las Palmas y Vittorio

La zona 10 tardó otros diez años en poblarse con cafeterías y restaurantes, dando lugar a que surgiera nuestra zona rosa, principalmente en la primera avenida entre 12 y 14 calles, llamada por los parroquianos “Jacaranda Street”

El listado no es exhaustivo, faltan muchos sitios, principalmente en las demás zonas de la ciudad, algunos muy importantes en su época.

La mayor parte de estos establecimientos ya no existe. La moda, los cambios, el tiempo… fueron inclementes con ellos. Muchas veces, los fundadores los administraban. Al tener éxito, sus hijos pudieron tener una vida holgada e ir a la Universidad. Nunca establecieron una administración moderna, ellos siguieron siendo imprescindibles, hasta que no pudieron más. Ellos mismos disuadieron a los hijos de no seguir el negocio. Sabían que era muy sacrificado, con horarios matadores y casi sin vacaciones. Era preferible que los hijos convertidos en médicos, arquitectos o químicos tuvieran una vida más cómoda.

Algunos, como Altuna, Pecos Bill, el Fu-Lu-Sho, el Portal, y otros, siguen allí, desafiando el tiempo, creando tradiciones.

Fernando García Molina
22 de julio, 2020

Con sentimiento de melancolía, tengo frente a mí la guía telefónica de 1971. Allí está contenida gran parte de la vida económica de Guatemala de hace medio siglo y un poco más.

Quienes vivimos esa época formamos en ella nuestras creencias y valores. El entorno hizo gran parte de la tarea formativa. Los establecimientos y empresas de entonces eran importantes porque eran los sitios adonde queríamos ir y, cuando la plata alcanzaba, lo hacíamos. Para mí, en la segunda parte de los años 60 cuando estudiaba ingeniería en la USAC tener justo lo necesario era lo habitual.

La pobreza de entonces tenía cierto encanto. Los días eran más largos porque, aunque faltara dinero, sobraba tiempo. Uno quería de todo y no le alcanzaba para nada. Lo maravilloso de ser pobre se resumía en desear las cosas y decir: “Algún día…”. Me parece terrible que, cuando ese día finalmente llegó, solo quedaba tiempo para nada. El trabajo se había vuelto absorbente. Y cuando muchos años después, teníamos tiempo y dinero, había una comparativa pérdida de deseo, de motivación, de premura…

Antes, ir a vitrinear a la sexta era para desear muchas cosas. Comprar un cachito de la Lotería Chica por diez centavos permitía fantasear –a muy bajo precio—con todo lo que se podría hacer con menos de mil Quetzales (la décima parte del mayor). Fue así como muchos aprendimos a hacer presupuestos mentales. Entendimos que los deseos -que no necesidades- son inagotables y siempre exceden los recursos (el premio).

Sin dinero ver vitrinas en la sexta, una y otra vez era genial. Imaginariamente buscaba ordenar cómo lo gastaría: el suéter de La Paquetería, los zapatos Canadá y si alcanzaba, la sacola de cuero de Le Chat. Vitrinear y soñar era divertido y no costaba nada.

Conocí unas pocas personas que nunca supieron el significado de desear las cosas y seguirlas deseando sin que se cumplieran de inmediato. En la situación extrema, debe ser terrible haber tenido las cosas sin siquiera pedirlas, nunca haber deseado nada. Para los demás, eso fue la parte de nuestra formación que fortaleció nuestra virtud de la perseverancia. Creaba conciencia de que no producíamos, que carecíamos de logro personal, que lo “nuestro” era lo que nuestros padres habían sacrificado a nuestro favor. Formaba el sentido de la gratitud, mismo que después derivaba en respeto y amor hacia ellos.

También nos enseñó a admirar a los empresarios exitosos, a valorar su logro, a entender que el esfuerzo, la dedicación, perseverancia, riesgo y previsión y el trabajo arduo tenían consecuencia en el bienestar de sus familias. Entendimos que, llegado nuestro tiempo, habríamos de construir, aprendimos a prohibirnos destruir el esfuerzo de ellos o de la sociedad.

Algunos entendimos, a través de la experiencia de nuestros padres y abuelos, lo que costaba ganar el dinero que serviría para comprar las cosas. Aprendimos a respetar y admirar a quienes habían conseguido más mediante mayor esfuerzo, perseverancia, riesgo y previsión. Admiramos el logro de otros, al tiempo que cobrábamos consciencia de su ausencia en nosotros. Y nos decíamos, como si el logro también estuviera en una vitrina: Algún día…

La Semana Santa de 1970 fuimos a la playa con Marta, Patricia, Derek y Augusto, encontramos un rancho sin paredes entre el estero y el mar. La mayor parte del presupuesto fue para comprar cerveza. Entonces un 6-pack de “medallas de oro” costaba Q 1.50. Creo que gastamos menos de Q200 las 4 noches que pasamos allí los cinco. Aquella fue la mejor Semana Santa en mi vida.

Casi todo estaba en la sexta. Allí estaban los cines con sus maratónicas funciones a beneficio de los empleados cada fin de año. El Pecos Bill ofrecía una “Nesburger” (hamburguesa más Nesbitt’s) por 25 centavos. Una ganga porque en otros lados sólo la hamburguesa costaba 25 “len”. Ahorrar 6 centavos significaba un pasaje en camioneta y un cigarrillo extra.

En los 60’s, lo más común a todos eran los comercios, cafés y restaurantes. Quiero mencionar algunos e invitar a los “jóvenes mayores” de hoy, a recordar los lugares que frecuentábamos a fines de los 60’s. Por aquellos días. no existía Pollo Campero, Pizza Hutt o McDonald’s. Las franquicias de restaurantes llegaron después.

El Churrasco Centroamericano abrió en 1970 con gran éxito. Los Pollos, tenía 5 tiendas. En Franco’s uno escuchaba hablar italiano en alta voz a Franco, quien casi gritaba. Por lo demás, su restaurante tenía cierta gracia italiana, poca luz, mesas cuadradas con manteles a cuadros blancos y rojos, servilletas de tela, buenos cubiertos… Sorrento, frente al Mercado Central, era menos sofisticado pero debió ser el primero en ofrecer “café espresso” en la ciudad.

En la Zona 1 estaba la pastelería Simon (sin tilde porque era el apellido de la propietaria), Lutecia, La Jensen, el Café de París, Los Tilos, El Tejano, las Mixtas Frankfurt, Las Vegas, American Doughnuts y las cafeterías Alemana, Italia, Bologna, Austria, Lido, Capri, y la del IGA.

El Café de París, sobre la sexta, apenas tenía dos o tres mesas, era más caro que otros y solía tener como clientes a los huéspedes del hotel y personas de saco y corbata que entonces era una vestimenta más común que ahora.

El Tejano era uno de los grandes favoritos con hamburguesas al carbón y una porción de deliciosos frijoles rojos, con sabor a tocino ahumado y un poco dulzones. Abrieron el paladar de muchos hacia nuevas experiencias de sabor.

Frankfurt ofrecía mixtas y hot dogs a una clientela que mantenía abarrotado el lugar. Principalmente las mixtas: una tortilla grande y gruesa, repollo, guacamol y una salchicha caliente con cerveza o gaseosa. En la otra esquina, el Fu-Lu-Sho, además de los platillos chinos, también ofrecía excelentes hot dogs. Media cuadra abajo, sobre la 12 Calle, Las Vegas tenía, en su sección de cafetería, magníficas hamburguesas.

Ángela Simon sobre la 12 Calle solo ofrecía pasteles y galletas en un salón de té con exquisito ambiente francés. Los sándwiches de Los Tilos en la 11 Calle posiblemente eran los mejores, con pan hecho en casa. En la 10ª Bologna tenía unas pizzas pequeñas que mantenían lleno su pequeño local. Un ambiente cerrado y cálido. Para las más altas horas de la noche, Cafesa brindaba un buen servicio. Recuerdo otro en la zona 4 o 9 pero no aparece en la Guía y no conseguí recordar el nombre. Lo distinguía su platillo especial: un emparedado de lomito con ensalada rusa.

Por aquellos días se estableció con mucho éxito “El gran pavo”, en la 13 calle y 4 avenida de la zona 1. Principalmente servía tacos “auténticos mexicanos” y cerveza. Con el tiempo incorporó otros platillos de ese país sin jamás perder su identidad.

Mi restaurante favorito, cuando lo podía pagar, era poco conocido. Chez Lissette, también llamado Francés de madame Lambin, quedaba en la 13 calle y 9 avenida. Un almuerzo de tres platos, postre y café costaba Q 1.50, cerca del doble de sus competidores, pero los valía.

Viva México, Altuna, Gambrinus, Casa Isaías y Delicadezas de Hamburgo también estaban localizados en la Zona 1. Pero otros ya habían empezado a moverse al sur, principalmente a las zonas 4 y 9. En el Centro, si bien permanecieron algunos restaurantes chinos, otros fueron los primeros en irse. Los nuevos también se establecieron en el sur.

La Zona 4 parecía especializada en Mariscos. Allí estaba Auto Mariscos, Delicias del Mar y El Calamar. También el Pecos Bill, Cafesa, la cafetería del Motel Plaza, Martin’s y El Encanto.

Por su parte, en la Zona 9 se asentó la mayoría de restaurantes de carne, como La Parrillita, Las Brasas, La Colonia, Torremolinos y Las Puertas. Allí estaban también Costa Brava, Sancho Panza, Las Palmas y Vittorio

La zona 10 tardó otros diez años en poblarse con cafeterías y restaurantes, dando lugar a que surgiera nuestra zona rosa, principalmente en la primera avenida entre 12 y 14 calles, llamada por los parroquianos “Jacaranda Street”

El listado no es exhaustivo, faltan muchos sitios, principalmente en las demás zonas de la ciudad, algunos muy importantes en su época.

La mayor parte de estos establecimientos ya no existe. La moda, los cambios, el tiempo… fueron inclementes con ellos. Muchas veces, los fundadores los administraban. Al tener éxito, sus hijos pudieron tener una vida holgada e ir a la Universidad. Nunca establecieron una administración moderna, ellos siguieron siendo imprescindibles, hasta que no pudieron más. Ellos mismos disuadieron a los hijos de no seguir el negocio. Sabían que era muy sacrificado, con horarios matadores y casi sin vacaciones. Era preferible que los hijos convertidos en médicos, arquitectos o químicos tuvieran una vida más cómoda.

Algunos, como Altuna, Pecos Bill, el Fu-Lu-Sho, el Portal, y otros, siguen allí, desafiando el tiempo, creando tradiciones.