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Legalizando la Dictadura

Jose Fernando Orellana
24 de julio, 2020

Cuatro meses han pasado desde que pusieron en cuarentena nuestros derechos con la supuesta intención de salvarnos de un virus. Cuatro meses han pasado desde que nos pidieron ser obedientes, no cuestionar la buena voluntad de un Presidente chabacano y bonachón que nos pedía quedarnos en nuestra casa para poder ampliar la capacidad hospitalaria y solucionar el problema del famoso virus que hoy sigue (y seguirá) recorriendo el mundo. Cuatro meses han pasado y con el presupuesto más grande de la historia del país, el Gobierno del Presidente Alejandro Giammattei se ha convertido en un símbolo que servirá como recordatorio de la forma desvergonzada con la que un grupo de políticos puede mentirnos a la cara, para que con la excusa de garantizarnos el derecho a la salud, entregáramos nuestras libertades por la fuerza y aún así, cuatro meses han pasado y todo está peor que antes.

Llegó el momento en el que ese Presidente chabacano y bonachón se percató de que pretender controlar la propagación de un virus es un sinsentido y por ello, recurrió a una de las herramientas políticas más usadas en la historia: el miedo. Los demagogos siempre han usado el miedo porque es el factor perfecto para que en momentos de incertidumbre y falta de información confiable (controlada por el mismo gobierno), puedan convertir a la población en un arma para su propia agenda, pues con excusas muy diversas logran que ciudadanos sacrifiquen sus libertades y las protecciones del Estado de Derecho a cambio de la seguridad prometida por un  todopoderoso salvador que domingo tras domingo anuncia la forma en que pastoreará a su rebaño.  

Cuatro meses han pasado y ahora sabemos que debido al miedo y la incertidumbre, el gobierno tomó decisiones sin una comprensión suficiente de la epidemiología, la economía, la historia o lo más importante aún,  del SARS-CoV-2 en sí. Desde entonces, científicos descubrieron que el virus se propaga con demasiada facilidad para ser controlado, pero, como buena parte de las enfermedades altamente contagiosas, no es mortal para la mayoría. De hecho, muchas personas infectadas no presentan síntomas de ningún tipo.  Con lo anterior no pretendo decir que el COVID-19 no sea una enfermedad grave, simplemente no es tan grave como se creía,  para seguir justificando la respuesta liberticida del gobierno ante su propagación. 

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El Gobierno del que en otros tiempos se proyectara como ese Presidente chabacano y bonachón,  ha presentado esta crisis como una falsa dicotomía entre la salud y la economía, y por el miedo, muchos le han comprado su discurso olvidando el rol de la libertad y la responsabilidad individual. En lugar de recomendar que las personas que pertenezcan a los grupos de riesgo y estén en una situación más proclive a morir por la enfermedad se quedaran en su casa, la solución ha sido la de encerrarnos a todos en nuestras casas y experimentar con la población como si fuéramos “ratas de laboratorio” con medidas inútiles y carentes de sentido parecieran cambiar por capricho cada 15 días. 

Esto ha derivado en que abunden por las calles ciudadanos que se han rendido ante el miedo y la incertidumbre, una especie de patrulleros civiles que denuncian públicamente a todo aquel guatemalteco que no se alinee con las disipaciones arbitrarias (e incluso ilegales) del Presidente y de los alcaldes. Han caído en el punto de culpar a las personas que salen de sus casas, que se reúnen y que incumplen de cualquier forma las disposiciones de tinte dictatorial que nos anuncian cada quince días,  de ser los responsables del contagio y de las muertes por la enfermedad. Sin embargo, la solución es más sencilla de lo que parece: si aquellos que tienen miedo a contagiarse (por la razón que sea) no salen de sus casas, dejan de viajar, de ir a restaurantes, a fiestas, a centros comerciales, o incluso de trabajar, sus probabilidades de contagiarse se reducen, mientras que el resto de las personas continúan con su vida.

Ha llegado el momento en el que tenemos que dejar de vivir por permiso. El gobierno tiene que dejar que las empresas hagan lo que mejor les parezca: abrir, cerrar, cambiar sus horarios, cambiar sus políticas  de seguridad o mantener el status quo previo a la pandemia. Los consumidores serían los árbitros que terminarían “premiando” con su consumo a aquellas empresas que cumplan con los estándares de salud y seguridad que ellos consideren adecuados, y “castigando” a aquellas otras que no se ajusten a esos estándares. 

En un contexto en el que prima la libertad individual, cualquier persona o familia que lo desee puede permanecer en casa, mientras que muchos otros continuarán trabajando sin temor a perder sus empleos o empresas porque a los analfabetas económicos del gobierno se les ocurrió que el proceso económico funciona con un switch que puede apagarse y encenderse al sabor y antojo del dictador de turno. Al final, para los políticos es fácil decirnos que nos quedemos en casa y que le hagamos ganas a que exista la posibilidad de que nuestros empleos se pierdan en un tronar de dedos porque no entran en la categoría de lo “esencial”, porque a diferencia de nosotros, ellos sí han tenido asegurado su sueldo estos cuatro meses. 

Mientras no clamemos fuerte y claro por nuestra libertad, seguiremos viendo pasar ante nuestros ojos todo tipo de abusos de poder. Es momento de que nos unamos para alzar la voz en contra de los delitos que día tras día son cometidos no solo por el Presidente que se ha arrogado el rol de determinar quién puede trabajar para sobrevivir y quién no, sino también por Concejos Municipales que restringen la libertad de locomoción y violan los derechos de propiedad de quienes quieren ingresar a sus casas ubicadas dentro de los municipios que estos gobiernan, policías que creen tener la autoridad de ingresar a condominios y casas como si estuviéramos en medio de una guerra, Juntas Directivas que creen ser los llamados a ser ejecutores de las órdenes de Presidente, y la lista podría seguir. 

«El precio de la libertad es alto, siempre lo ha sido. Y es un precio que estoy dispuesto a pagar. Si soy el único, que así sea, pero apuesto que no lo soy». Steve Rogers

Legalizando la Dictadura

Jose Fernando Orellana
24 de julio, 2020

Cuatro meses han pasado desde que pusieron en cuarentena nuestros derechos con la supuesta intención de salvarnos de un virus. Cuatro meses han pasado desde que nos pidieron ser obedientes, no cuestionar la buena voluntad de un Presidente chabacano y bonachón que nos pedía quedarnos en nuestra casa para poder ampliar la capacidad hospitalaria y solucionar el problema del famoso virus que hoy sigue (y seguirá) recorriendo el mundo. Cuatro meses han pasado y con el presupuesto más grande de la historia del país, el Gobierno del Presidente Alejandro Giammattei se ha convertido en un símbolo que servirá como recordatorio de la forma desvergonzada con la que un grupo de políticos puede mentirnos a la cara, para que con la excusa de garantizarnos el derecho a la salud, entregáramos nuestras libertades por la fuerza y aún así, cuatro meses han pasado y todo está peor que antes.

Llegó el momento en el que ese Presidente chabacano y bonachón se percató de que pretender controlar la propagación de un virus es un sinsentido y por ello, recurrió a una de las herramientas políticas más usadas en la historia: el miedo. Los demagogos siempre han usado el miedo porque es el factor perfecto para que en momentos de incertidumbre y falta de información confiable (controlada por el mismo gobierno), puedan convertir a la población en un arma para su propia agenda, pues con excusas muy diversas logran que ciudadanos sacrifiquen sus libertades y las protecciones del Estado de Derecho a cambio de la seguridad prometida por un  todopoderoso salvador que domingo tras domingo anuncia la forma en que pastoreará a su rebaño.  

Cuatro meses han pasado y ahora sabemos que debido al miedo y la incertidumbre, el gobierno tomó decisiones sin una comprensión suficiente de la epidemiología, la economía, la historia o lo más importante aún,  del SARS-CoV-2 en sí. Desde entonces, científicos descubrieron que el virus se propaga con demasiada facilidad para ser controlado, pero, como buena parte de las enfermedades altamente contagiosas, no es mortal para la mayoría. De hecho, muchas personas infectadas no presentan síntomas de ningún tipo.  Con lo anterior no pretendo decir que el COVID-19 no sea una enfermedad grave, simplemente no es tan grave como se creía,  para seguir justificando la respuesta liberticida del gobierno ante su propagación. 

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El Gobierno del que en otros tiempos se proyectara como ese Presidente chabacano y bonachón,  ha presentado esta crisis como una falsa dicotomía entre la salud y la economía, y por el miedo, muchos le han comprado su discurso olvidando el rol de la libertad y la responsabilidad individual. En lugar de recomendar que las personas que pertenezcan a los grupos de riesgo y estén en una situación más proclive a morir por la enfermedad se quedaran en su casa, la solución ha sido la de encerrarnos a todos en nuestras casas y experimentar con la población como si fuéramos “ratas de laboratorio” con medidas inútiles y carentes de sentido parecieran cambiar por capricho cada 15 días. 

Esto ha derivado en que abunden por las calles ciudadanos que se han rendido ante el miedo y la incertidumbre, una especie de patrulleros civiles que denuncian públicamente a todo aquel guatemalteco que no se alinee con las disipaciones arbitrarias (e incluso ilegales) del Presidente y de los alcaldes. Han caído en el punto de culpar a las personas que salen de sus casas, que se reúnen y que incumplen de cualquier forma las disposiciones de tinte dictatorial que nos anuncian cada quince días,  de ser los responsables del contagio y de las muertes por la enfermedad. Sin embargo, la solución es más sencilla de lo que parece: si aquellos que tienen miedo a contagiarse (por la razón que sea) no salen de sus casas, dejan de viajar, de ir a restaurantes, a fiestas, a centros comerciales, o incluso de trabajar, sus probabilidades de contagiarse se reducen, mientras que el resto de las personas continúan con su vida.

Ha llegado el momento en el que tenemos que dejar de vivir por permiso. El gobierno tiene que dejar que las empresas hagan lo que mejor les parezca: abrir, cerrar, cambiar sus horarios, cambiar sus políticas  de seguridad o mantener el status quo previo a la pandemia. Los consumidores serían los árbitros que terminarían “premiando” con su consumo a aquellas empresas que cumplan con los estándares de salud y seguridad que ellos consideren adecuados, y “castigando” a aquellas otras que no se ajusten a esos estándares. 

En un contexto en el que prima la libertad individual, cualquier persona o familia que lo desee puede permanecer en casa, mientras que muchos otros continuarán trabajando sin temor a perder sus empleos o empresas porque a los analfabetas económicos del gobierno se les ocurrió que el proceso económico funciona con un switch que puede apagarse y encenderse al sabor y antojo del dictador de turno. Al final, para los políticos es fácil decirnos que nos quedemos en casa y que le hagamos ganas a que exista la posibilidad de que nuestros empleos se pierdan en un tronar de dedos porque no entran en la categoría de lo “esencial”, porque a diferencia de nosotros, ellos sí han tenido asegurado su sueldo estos cuatro meses. 

Mientras no clamemos fuerte y claro por nuestra libertad, seguiremos viendo pasar ante nuestros ojos todo tipo de abusos de poder. Es momento de que nos unamos para alzar la voz en contra de los delitos que día tras día son cometidos no solo por el Presidente que se ha arrogado el rol de determinar quién puede trabajar para sobrevivir y quién no, sino también por Concejos Municipales que restringen la libertad de locomoción y violan los derechos de propiedad de quienes quieren ingresar a sus casas ubicadas dentro de los municipios que estos gobiernan, policías que creen tener la autoridad de ingresar a condominios y casas como si estuviéramos en medio de una guerra, Juntas Directivas que creen ser los llamados a ser ejecutores de las órdenes de Presidente, y la lista podría seguir. 

«El precio de la libertad es alto, siempre lo ha sido. Y es un precio que estoy dispuesto a pagar. Si soy el único, que así sea, pero apuesto que no lo soy». Steve Rogers