Hoy, Netflix me ha recomendado una nueva serie, basada en otra que vi la semana pasada. Spotify me sorprende con una lista de reproducción de canciones que responden al mismo género de otras que escuché hace unos días. Waze me dice que debo salir en diez minutos, para llegar en punto a mi reunión y casualmente una página de internet me muestra el anuncio de un restaurante que queda a pocos metros de donde estaré hoy. Una notificación me recuerda que debo seguir usando la mascarilla, por la pandemia del coronavirus. Mi historial en internet ha identificado que estoy intentando comer más sano, porque durante el feriado me excedí un poco con la comida grasosa y me recomienda anuncios de comida sana y vegetariana cerca de mi, claro. Todo esto en una hora, desde mi teléfono. Este es el mundo controlado por la Inteligencia Artificial que busca, cada vez más, dar forma a la experiencia humana. ¿Pero realmente queremos que un conjunto de algoritmos nos diga cómo ser humanos?
Me explico un poco más.
Si la capacidad de emitir juicios prácticos depende de hacerlos con regularidad, del hábito y la práctica —tal como decía Aristóteles— entonces, ¿está la Inteligencia Artificial socavando esa capacidad humana al alejarnos de estas prácticas porque le hemos dado el poder de tomar decisiones y jugar con el azar? En una hora, prácticamente seguí las instrucciones de un dispositivo que supuestamente me conoce. Y no es alarmismo. La fuerza con la que ha irrumpido la Inteligencia Artificial en la toma de decisiones humanas sobre asuntos cotidianos es poderosa. Demasiado, quizás.
Por ejemplo, utilizamos Inteligencia Artificial para que esta prediga —o nos convenza— de qué programas de televisión, canciones y hasta alimentos queremos consumir en función de nuestras preferencias pasadas. Está en los sistemas bancarios —por ejemplo, para decidir quién puede pedir dinero prestado en función del rendimiento pasado o para detectar transacciones comerciales fraudulentas. En las empresas también hay Inteligencia Artificial tomando decisiones de contratación y de despido, no se diga en el sistema educativo, en donde también forma parte de la elección de pensums académicos. Y no olvidemos que también juega un rol vital en los cuerpos de seguridad, como por ejemplo, con la identificación facial de sospechosos de delitos. Si bien todas estas funciones pueden ser positivas, a mí —pero sobre todo a los científicos, académicos y expertos en el tema— me preocupa llegar al extremo de comenzar a confiar en las máquinas en lugar de simplemente depender de ellas (es preocupante si en este momento usted no ve clara la diferencia entre dependencia y confianza, por ejemplo).
Como reportero de temas tecnológicos, en los últimos meses he visto cómo estamos cayendo ante una especie de dictadura tecnológica a la que pocos se atreven a plantearle cara. Detectar los extremos antes de que sea demasiado tarde debería ser prioridad en cualquier aspecto de la vida. Cada vez comprendo más el valor de la imprevisibilidad, tal como lo plantea Nir Eisikovits, un profesor asociado de filosofía y director del Centro de Ética Aplicada de la Universidad de Massachusetts. La imprevisibilidad responde a cómo las personas se entienden a sí mismas tras experimentar situaciones y actuares que no pueden ser previstos. Esta imprevisibilidad no debe ser vulnerada ni cohibida por las innovaciones tecnológicas, más bien fortalecida, porque es también gracias a la incertidumbre que aprendemos a ser personas y a valorar nuestros entornos.
Esta discusión es vital y comprueba que el mundo, como siempre, está cambiando. Pero el cambio no debería ser sinónimo de deshumanización, sino todo al contrario. La imprenta (y ahora la imprenta digital) no eliminó las tradiciones centenarias de narración oral, más bien las modificó y consiguió que las historias trascendieran geografías y barreras culturales. Las cámaras digitales cambiaron la forma en que percibimos los eventos, más no deberían —aunque muchos caigan en esa trampa— suplantar la experiencia física de estar, ver y gozar una actividad. La Inteligencia Artificial ha cambiado y cambiará muchas cosas, así como lo han hecho otras invenciones revolucionarias. Pero no debe cambiar nuestra esencia: hemos de procurar que no sea sinónimo de eliminar la elección y el azar bajo la mentira de hacer de nuestra vida algo cómodo y completamente predecible, dos factores que chocan bruscamente con ideales como la libertad.
@jdgodoyes
Hoy, Netflix me ha recomendado una nueva serie, basada en otra que vi la semana pasada. Spotify me sorprende con una lista de reproducción de canciones que responden al mismo género de otras que escuché hace unos días. Waze me dice que debo salir en diez minutos, para llegar en punto a mi reunión y casualmente una página de internet me muestra el anuncio de un restaurante que queda a pocos metros de donde estaré hoy. Una notificación me recuerda que debo seguir usando la mascarilla, por la pandemia del coronavirus. Mi historial en internet ha identificado que estoy intentando comer más sano, porque durante el feriado me excedí un poco con la comida grasosa y me recomienda anuncios de comida sana y vegetariana cerca de mi, claro. Todo esto en una hora, desde mi teléfono. Este es el mundo controlado por la Inteligencia Artificial que busca, cada vez más, dar forma a la experiencia humana. ¿Pero realmente queremos que un conjunto de algoritmos nos diga cómo ser humanos?
Me explico un poco más.
Si la capacidad de emitir juicios prácticos depende de hacerlos con regularidad, del hábito y la práctica —tal como decía Aristóteles— entonces, ¿está la Inteligencia Artificial socavando esa capacidad humana al alejarnos de estas prácticas porque le hemos dado el poder de tomar decisiones y jugar con el azar? En una hora, prácticamente seguí las instrucciones de un dispositivo que supuestamente me conoce. Y no es alarmismo. La fuerza con la que ha irrumpido la Inteligencia Artificial en la toma de decisiones humanas sobre asuntos cotidianos es poderosa. Demasiado, quizás.
Por ejemplo, utilizamos Inteligencia Artificial para que esta prediga —o nos convenza— de qué programas de televisión, canciones y hasta alimentos queremos consumir en función de nuestras preferencias pasadas. Está en los sistemas bancarios —por ejemplo, para decidir quién puede pedir dinero prestado en función del rendimiento pasado o para detectar transacciones comerciales fraudulentas. En las empresas también hay Inteligencia Artificial tomando decisiones de contratación y de despido, no se diga en el sistema educativo, en donde también forma parte de la elección de pensums académicos. Y no olvidemos que también juega un rol vital en los cuerpos de seguridad, como por ejemplo, con la identificación facial de sospechosos de delitos. Si bien todas estas funciones pueden ser positivas, a mí —pero sobre todo a los científicos, académicos y expertos en el tema— me preocupa llegar al extremo de comenzar a confiar en las máquinas en lugar de simplemente depender de ellas (es preocupante si en este momento usted no ve clara la diferencia entre dependencia y confianza, por ejemplo).
Como reportero de temas tecnológicos, en los últimos meses he visto cómo estamos cayendo ante una especie de dictadura tecnológica a la que pocos se atreven a plantearle cara. Detectar los extremos antes de que sea demasiado tarde debería ser prioridad en cualquier aspecto de la vida. Cada vez comprendo más el valor de la imprevisibilidad, tal como lo plantea Nir Eisikovits, un profesor asociado de filosofía y director del Centro de Ética Aplicada de la Universidad de Massachusetts. La imprevisibilidad responde a cómo las personas se entienden a sí mismas tras experimentar situaciones y actuares que no pueden ser previstos. Esta imprevisibilidad no debe ser vulnerada ni cohibida por las innovaciones tecnológicas, más bien fortalecida, porque es también gracias a la incertidumbre que aprendemos a ser personas y a valorar nuestros entornos.
Esta discusión es vital y comprueba que el mundo, como siempre, está cambiando. Pero el cambio no debería ser sinónimo de deshumanización, sino todo al contrario. La imprenta (y ahora la imprenta digital) no eliminó las tradiciones centenarias de narración oral, más bien las modificó y consiguió que las historias trascendieran geografías y barreras culturales. Las cámaras digitales cambiaron la forma en que percibimos los eventos, más no deberían —aunque muchos caigan en esa trampa— suplantar la experiencia física de estar, ver y gozar una actividad. La Inteligencia Artificial ha cambiado y cambiará muchas cosas, así como lo han hecho otras invenciones revolucionarias. Pero no debe cambiar nuestra esencia: hemos de procurar que no sea sinónimo de eliminar la elección y el azar bajo la mentira de hacer de nuestra vida algo cómodo y completamente predecible, dos factores que chocan bruscamente con ideales como la libertad.
@jdgodoyes