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La república progresista de Julio César, héroe y demagogo

Roberto Carlos Recinos-Abularach
19 de mayo, 2021

Cayo Julio César es uno de los grandes personajes de la historia del hombre, un ícono admirado por muchos, en muchas tierras y en muchos tiempos. Su innegable legado es variopinto y su nombre eterno, pero, ¿fue admirado el gran César por justas razones o por simple deferencia a la autoridad de un bully? Usted sabrá, desde luego, pues a cada uno de nosotros nos es dada la potestad de hacer uso de nuestras razones e intuiciones para juzgar la historia por nosotros mismos. 

Aquí lo que yo veo desde mi ventana, quizás a usted le sirva mi relato. 

Julio César fue el príncipe ideal de Maquiavelo, ese que sabe justificar con gran habilidad todos los medios a su haber en pos de un fin que le supera: una promesa abstracta, un progreso hacia un “algo” que es bueno para todos, pero que es imposible de definir con claridad. En verdad, nunca un tirano, aunque se vea a sí benevolente, demuestra ser capaz de definir ese algo que exista separado de sus propios intereses y que no se agote en clichés engañosos, nunca comprobables, como “bien común”, “gran causa” o “justicia social”. 

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Lo cierto es que mientras no se pruebe lo contrario, estas nociones no son más que animales mitológicos, pues nadie nunca las ha visto y retratado debajo de la luz, pero muchos las vociferan, cuales demonios, fantasmas o extraterrestres. 

Julio César fue cónsul de la República de Roma por sus propios méritos (lo más parecido a lo que nosotros llamamos hoy presidente), aunque más tarde en su vida se autonombró dictador vitalicio, para “salvar a la república” de la decadencia, el anacronismo, la injusticia y la disfuncionalidad.  

Un progresista completo. 

Pero quiso él salvar a la república… destruyéndola. El César se entregó a la tarea de menoscabar o directamente erradicar todo aquello que hacía de Roma una república: la separación de poderes, la deliberación democrática, los contrapesos institucionales, las elecciones, los consensos. Todo lo valioso, en verdad, asumiendo él mismo las responsabilidades de Roma. 

Este camino de excesos terminó con su asesinato a mano de sus hombres de confianza y dio paso al Imperio Romano, grande en su alcance, sí, pero cruel, totalitario y un caldo de cultivo para los semidioses, los Calígulas, Nerónes, Comódos y Domicianos de los siglos que vinieron después.  

Hoy, hay quienes se ven reflejados en el gran Cayo Julio César y se justifican con delirio egocéntrico para decidirlo todo por todos. Con un ethos de emperador bien enraizado, siempre llevan la soberbia razón y encuentran en todas las guerras que inician senderos hacia bienes vagos y futuros utópicos. 

Observar a Nayib Bukele en amorfa pero innegable intersección con el progresismo actual —en sí mismo amorfo, tiránico y amoral— me hace pensar en estas cosas y me obliga a lanzarnos una oportuna advertencia, en forma de sincera reflexión. Me parece a mí que hemos olvidado quienes somos en verdad y cuál es nuestro propósito en este tiempo y espacio. Ya no somos humanistas, ya no tenemos la calma para observar e interpretar nuestra realidad con razones e intuiciones impolutas, ya no nos interesa el todo ni nos conmueve el Otro, solo batallamos en un juego de hambre perenne de todos contra todos, por la supremacía de la vanidad y la sabiduría del hombre. 

Los problemas de convivencia se deben a que hemos olvidado quiénes somos. Precisamos recuperar la memoria. 

Antes de jugar al zoon politikon y hablar de progreso de la humanidad, personas como Nayib Bukele tienen que aprender que no importa cuán fuerte sean o se vean a sí mismos, hay cosas que no les son dadas para disponer ellos, pues han sido ya inscritas con letras indelebles en el tejido mismo de la naturaleza de las cosas. 

Se dijo antes: dad al César lo que es del César y al Tao lo que es del Tao.  

Si no es primero dentro, no puede ser fuera. Es fútil e imposible. 

La república progresista de Julio César, héroe y demagogo

Roberto Carlos Recinos-Abularach
19 de mayo, 2021

Cayo Julio César es uno de los grandes personajes de la historia del hombre, un ícono admirado por muchos, en muchas tierras y en muchos tiempos. Su innegable legado es variopinto y su nombre eterno, pero, ¿fue admirado el gran César por justas razones o por simple deferencia a la autoridad de un bully? Usted sabrá, desde luego, pues a cada uno de nosotros nos es dada la potestad de hacer uso de nuestras razones e intuiciones para juzgar la historia por nosotros mismos. 

Aquí lo que yo veo desde mi ventana, quizás a usted le sirva mi relato. 

Julio César fue el príncipe ideal de Maquiavelo, ese que sabe justificar con gran habilidad todos los medios a su haber en pos de un fin que le supera: una promesa abstracta, un progreso hacia un “algo” que es bueno para todos, pero que es imposible de definir con claridad. En verdad, nunca un tirano, aunque se vea a sí benevolente, demuestra ser capaz de definir ese algo que exista separado de sus propios intereses y que no se agote en clichés engañosos, nunca comprobables, como “bien común”, “gran causa” o “justicia social”. 

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Lo cierto es que mientras no se pruebe lo contrario, estas nociones no son más que animales mitológicos, pues nadie nunca las ha visto y retratado debajo de la luz, pero muchos las vociferan, cuales demonios, fantasmas o extraterrestres. 

Julio César fue cónsul de la República de Roma por sus propios méritos (lo más parecido a lo que nosotros llamamos hoy presidente), aunque más tarde en su vida se autonombró dictador vitalicio, para “salvar a la república” de la decadencia, el anacronismo, la injusticia y la disfuncionalidad.  

Un progresista completo. 

Pero quiso él salvar a la república… destruyéndola. El César se entregó a la tarea de menoscabar o directamente erradicar todo aquello que hacía de Roma una república: la separación de poderes, la deliberación democrática, los contrapesos institucionales, las elecciones, los consensos. Todo lo valioso, en verdad, asumiendo él mismo las responsabilidades de Roma. 

Este camino de excesos terminó con su asesinato a mano de sus hombres de confianza y dio paso al Imperio Romano, grande en su alcance, sí, pero cruel, totalitario y un caldo de cultivo para los semidioses, los Calígulas, Nerónes, Comódos y Domicianos de los siglos que vinieron después.  

Hoy, hay quienes se ven reflejados en el gran Cayo Julio César y se justifican con delirio egocéntrico para decidirlo todo por todos. Con un ethos de emperador bien enraizado, siempre llevan la soberbia razón y encuentran en todas las guerras que inician senderos hacia bienes vagos y futuros utópicos. 

Observar a Nayib Bukele en amorfa pero innegable intersección con el progresismo actual —en sí mismo amorfo, tiránico y amoral— me hace pensar en estas cosas y me obliga a lanzarnos una oportuna advertencia, en forma de sincera reflexión. Me parece a mí que hemos olvidado quienes somos en verdad y cuál es nuestro propósito en este tiempo y espacio. Ya no somos humanistas, ya no tenemos la calma para observar e interpretar nuestra realidad con razones e intuiciones impolutas, ya no nos interesa el todo ni nos conmueve el Otro, solo batallamos en un juego de hambre perenne de todos contra todos, por la supremacía de la vanidad y la sabiduría del hombre. 

Los problemas de convivencia se deben a que hemos olvidado quiénes somos. Precisamos recuperar la memoria. 

Antes de jugar al zoon politikon y hablar de progreso de la humanidad, personas como Nayib Bukele tienen que aprender que no importa cuán fuerte sean o se vean a sí mismos, hay cosas que no les son dadas para disponer ellos, pues han sido ya inscritas con letras indelebles en el tejido mismo de la naturaleza de las cosas. 

Se dijo antes: dad al César lo que es del César y al Tao lo que es del Tao.  

Si no es primero dentro, no puede ser fuera. Es fútil e imposible.