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Otro hipócrita lavado de manos

Armando De la Torre
01 de julio, 2021

Me refiero aquí y ahora a los gobiernos respectivos de México y la Argentina, dada sus inhumanas insensibilidades políticas ante la tragedia que ha vivido ya por veinte años nuestra hermana República de Nicaragua. 

Tanto el uno como la otra, con gobiernos por supuesto izquierdosos y no menos minoritarios, nos han querido compelir a todos los demás a mantenernos políticamente fríos e indiferentes ante el martirio obvio a fuego lento de los nicaragüenses.

Por tal espaldarazo, el dúo tiránico de Daniel Ortega y Rosario Murillo pueden descansar en casa libres de zozobras por haber decapitado definitivamente en ese país la libre voluntad y la congénita dignidad de su pueblo. 

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Otra comprobación de la infamia castrista que no menos ha llevado a la miseria extrema a los dos ejemplos más notables de prosperidad hemisférica, Cuba y Venezuela.    

Esta reiterada abstención de la condena continental a la cada vez más sangrienta dictadura en Nicaragua por parte de los gobiernos de México y la Argentina, ha sido promovida a su turno por esos dos infames gobiernos de evidente procedencia marxista-leninista. 

Tal injusta maniobra a costa esta vez de los nicaragüenses se esconde bajo un pretexto tan abusado como engañoso: “la Doctrina Estrada”. 

Formulada hacia 1930 por ese titular mexicano al frente de las relaciones exteriores de tal República entonces tan radical: Genaro Estrada. 

Y muy concordante a su justificación desde el punto de vista de las posiciones despóticas de esos dos regímenes que han regresado a esas mismas andadas de hace casi un siglo. 

La “Doctrina Estrada” fue explicitada dentro de una tesis revolucionaria de todos nosotros bien conocida y por muchos no menos sufrida: es decir, la prohibición total y absoluta de cualquier condena oficial y pública contra las arbitrariedades por cualquier otro gobierno iberoamericano

Por tanto, la autonomía de cada Estado-nacional versus la de cualquier otro, es moral y legalmente absoluta, bajo las premisas de la no injerencia de un Estado en los asuntos internos de cualquier otro. 

En realidad, una verdadera carta en blanco para absolver por anticipado cualquier despotismo estatal y ajeno. Y así el dúo Ortega-Murillo queda ipso facto protegido contra cualquier condena hemisférica.  

En verdad, una abyecta renuncia a condenar los poderes tiránicos en cualquiera de nuestros Estados.

El marco histórico para esa “Doctrina Estrada” lo fue la sangrienta revolución mexicana de 1910 a 1930, que para el caso que aquí menciono permanece todavía intacta en nuestros días bajo los desgobiernos de Alberto Fernández y el de López Obrador.

Al fondo de tal dogma político tan actual siempre ha estado la consuetudinaria desconfianza de algunos dirigentes iberoamericanos hacia el permanente peligro de la intervención de potencias extranjeras en los asuntos internos de nuestros pueblos, léase principalmente los Estados Unidos de América, o incluso de algunos otros gobiernos autoritarios de Europa de entonces como el de la Italia fascista, o hasta como lo había hecho la Francia imperial de Napoleón III contra el mismo México republicano de Benito Juárez. O aun de la incipiente Rusia soviética con Vladimir Lenin y Stalin, este último quien dio la orden desde Moscú de eliminar en México al revolucionario exiliado León Trotski. 

Con el paso de las décadas esta “doctrina” se convirtió en un acto de fe supuestamente democrático para cada uno de nuestros gobernantes. 

Y lo que ha sido abusado una y otra vez desde entonces por nuestros gobiernos autoritarios en nuestro hipotético esfuerzo por preservar nuestras independencias nacionales respectivas. 

La nación-Estado que más ha recurrido a esta ficción jurídica es la que le hubo de servir de cuna: México. 

Y sobre tal supuesto han esperado algunos de nuestros gobernantes –muy en particular hasta los mismos revolucionarios mexicanos– la no intervención en nuestros asuntos internos por parte de los países industrialmente más avanzados, léase de nuevo los Estados Unidos de América. 

Y así, paradójicamente las pretensiones vigentes de los movimientos de la izquierda “demócrata” se han colocado inconscientemente en contra de ese otro principio “sagrado” de la NO intervención.  

Su implementación oficial, por otra parte, ha sido muy ocasional y políticamente siempre utilitaria para alguien, pues nuestros gobiernos han hecho caso omiso de la tal “doctrina” cada vez que lo han considerado como necesario para sus intereses autocráticos. 

Y de tal manera, por ejemplo, el gobierno del también mexicano Lázaro Cárdenas (1934-1940) se tomó la libertad de intervenir nada disimuladamente en la guerra civil española en favor del bando republicano. 

Según esa misma premisa el gobierno de México fue el único que se abstuvo de condenar la dictadura de Fidel Castro en Cuba en 1963, como hoy de nuevo lo reitera junto a la Argentina respecto a las dictaduras de Nicaragua y Venezuela

Entonces, ¿para qué ha valido hasta ahora la tal doctrina Estrada en el espinoso tema de nuestras relaciones continentales? Como argumento último para la defensa de tantos regímenes despóticos que posteriormente nos han sobrevenido en nuestros suelos, ahí incluidos los de Perón, el de Velasco Alvarado en Perú o el de Venezuela bajo Chávez y Maduro. 

Para mí esto en su conjunto es un equivalente draconiano a aquel gesto de Poncio Pilato cuando se enfrentó a las exigencias del establishment judío de su tiempo de que Jesús fuera llevado a la crucifixión pues lo suponía inocente. 

O ahí también incluida aquella indiferencia deliberada de las democracias europeas hacia las gravísimas injusticias e incluso hacia el muy probable exterminio total de la población judía en todos aquellos países donde se había impuesto la bota totalitaria de Adolfo Hitler.

Así las cosas, casi todos los hombres y mujeres libres de nuestro hemisferio podemos en cierto modo juzgarnos como culpables por omisión de los sufrimientos de todos nuestros pueblos hermanos bajo las sucesivas, o simultáneas, dictaduras supuestamente ideológicas de nuestra América.

Sería interesante ver la reacción del régimen totalitario a cuya cabeza figuraron sucesivamente Fidel y Raúl Castro ya por sesenta y dos años ante la “Doctrina Estrada” del actual gobierno de México.

Se dice que una dictadura de más de cien años no hay cuerpo que lo resista. Ojalá tal presunción de los hombres y mujeres buenos sea una verdad absoluta. 

Pero yo me conformaría con que fuese muy relativa para quienes hemos sobrevivido en lo personal a tanto abuso.       

Otro hipócrita lavado de manos

Armando De la Torre
01 de julio, 2021

Me refiero aquí y ahora a los gobiernos respectivos de México y la Argentina, dada sus inhumanas insensibilidades políticas ante la tragedia que ha vivido ya por veinte años nuestra hermana República de Nicaragua. 

Tanto el uno como la otra, con gobiernos por supuesto izquierdosos y no menos minoritarios, nos han querido compelir a todos los demás a mantenernos políticamente fríos e indiferentes ante el martirio obvio a fuego lento de los nicaragüenses.

Por tal espaldarazo, el dúo tiránico de Daniel Ortega y Rosario Murillo pueden descansar en casa libres de zozobras por haber decapitado definitivamente en ese país la libre voluntad y la congénita dignidad de su pueblo. 

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Otra comprobación de la infamia castrista que no menos ha llevado a la miseria extrema a los dos ejemplos más notables de prosperidad hemisférica, Cuba y Venezuela.    

Esta reiterada abstención de la condena continental a la cada vez más sangrienta dictadura en Nicaragua por parte de los gobiernos de México y la Argentina, ha sido promovida a su turno por esos dos infames gobiernos de evidente procedencia marxista-leninista. 

Tal injusta maniobra a costa esta vez de los nicaragüenses se esconde bajo un pretexto tan abusado como engañoso: “la Doctrina Estrada”. 

Formulada hacia 1930 por ese titular mexicano al frente de las relaciones exteriores de tal República entonces tan radical: Genaro Estrada. 

Y muy concordante a su justificación desde el punto de vista de las posiciones despóticas de esos dos regímenes que han regresado a esas mismas andadas de hace casi un siglo. 

La “Doctrina Estrada” fue explicitada dentro de una tesis revolucionaria de todos nosotros bien conocida y por muchos no menos sufrida: es decir, la prohibición total y absoluta de cualquier condena oficial y pública contra las arbitrariedades por cualquier otro gobierno iberoamericano

Por tanto, la autonomía de cada Estado-nacional versus la de cualquier otro, es moral y legalmente absoluta, bajo las premisas de la no injerencia de un Estado en los asuntos internos de cualquier otro. 

En realidad, una verdadera carta en blanco para absolver por anticipado cualquier despotismo estatal y ajeno. Y así el dúo Ortega-Murillo queda ipso facto protegido contra cualquier condena hemisférica.  

En verdad, una abyecta renuncia a condenar los poderes tiránicos en cualquiera de nuestros Estados.

El marco histórico para esa “Doctrina Estrada” lo fue la sangrienta revolución mexicana de 1910 a 1930, que para el caso que aquí menciono permanece todavía intacta en nuestros días bajo los desgobiernos de Alberto Fernández y el de López Obrador.

Al fondo de tal dogma político tan actual siempre ha estado la consuetudinaria desconfianza de algunos dirigentes iberoamericanos hacia el permanente peligro de la intervención de potencias extranjeras en los asuntos internos de nuestros pueblos, léase principalmente los Estados Unidos de América, o incluso de algunos otros gobiernos autoritarios de Europa de entonces como el de la Italia fascista, o hasta como lo había hecho la Francia imperial de Napoleón III contra el mismo México republicano de Benito Juárez. O aun de la incipiente Rusia soviética con Vladimir Lenin y Stalin, este último quien dio la orden desde Moscú de eliminar en México al revolucionario exiliado León Trotski. 

Con el paso de las décadas esta “doctrina” se convirtió en un acto de fe supuestamente democrático para cada uno de nuestros gobernantes. 

Y lo que ha sido abusado una y otra vez desde entonces por nuestros gobiernos autoritarios en nuestro hipotético esfuerzo por preservar nuestras independencias nacionales respectivas. 

La nación-Estado que más ha recurrido a esta ficción jurídica es la que le hubo de servir de cuna: México. 

Y sobre tal supuesto han esperado algunos de nuestros gobernantes –muy en particular hasta los mismos revolucionarios mexicanos– la no intervención en nuestros asuntos internos por parte de los países industrialmente más avanzados, léase de nuevo los Estados Unidos de América. 

Y así, paradójicamente las pretensiones vigentes de los movimientos de la izquierda “demócrata” se han colocado inconscientemente en contra de ese otro principio “sagrado” de la NO intervención.  

Su implementación oficial, por otra parte, ha sido muy ocasional y políticamente siempre utilitaria para alguien, pues nuestros gobiernos han hecho caso omiso de la tal “doctrina” cada vez que lo han considerado como necesario para sus intereses autocráticos. 

Y de tal manera, por ejemplo, el gobierno del también mexicano Lázaro Cárdenas (1934-1940) se tomó la libertad de intervenir nada disimuladamente en la guerra civil española en favor del bando republicano. 

Según esa misma premisa el gobierno de México fue el único que se abstuvo de condenar la dictadura de Fidel Castro en Cuba en 1963, como hoy de nuevo lo reitera junto a la Argentina respecto a las dictaduras de Nicaragua y Venezuela

Entonces, ¿para qué ha valido hasta ahora la tal doctrina Estrada en el espinoso tema de nuestras relaciones continentales? Como argumento último para la defensa de tantos regímenes despóticos que posteriormente nos han sobrevenido en nuestros suelos, ahí incluidos los de Perón, el de Velasco Alvarado en Perú o el de Venezuela bajo Chávez y Maduro. 

Para mí esto en su conjunto es un equivalente draconiano a aquel gesto de Poncio Pilato cuando se enfrentó a las exigencias del establishment judío de su tiempo de que Jesús fuera llevado a la crucifixión pues lo suponía inocente. 

O ahí también incluida aquella indiferencia deliberada de las democracias europeas hacia las gravísimas injusticias e incluso hacia el muy probable exterminio total de la población judía en todos aquellos países donde se había impuesto la bota totalitaria de Adolfo Hitler.

Así las cosas, casi todos los hombres y mujeres libres de nuestro hemisferio podemos en cierto modo juzgarnos como culpables por omisión de los sufrimientos de todos nuestros pueblos hermanos bajo las sucesivas, o simultáneas, dictaduras supuestamente ideológicas de nuestra América.

Sería interesante ver la reacción del régimen totalitario a cuya cabeza figuraron sucesivamente Fidel y Raúl Castro ya por sesenta y dos años ante la “Doctrina Estrada” del actual gobierno de México.

Se dice que una dictadura de más de cien años no hay cuerpo que lo resista. Ojalá tal presunción de los hombres y mujeres buenos sea una verdad absoluta. 

Pero yo me conformaría con que fuese muy relativa para quienes hemos sobrevivido en lo personal a tanto abuso.