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Clásicos en liquidación

Los clásicos, a pesar de ser defendidos con escudos de argumentos y pasión por profesores de literatura, académicos y bibliófilos, parecen quedar rezagados a esa esquina a la que solo unos cuantos alumnos se acercan al ser obligados a leerlos.

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Alejandra Osorio |
29 de febrero, 2024

Imagina una mesa. Imagínala allí, justo en esa esquina donde nada importa, justo donde el polvo encuentra su hogar. Ahora, agrega a esa escena un letrero rojo, decorado con una simple leyenda: liquidación. Es en ese lugar donde residen unos tomos de Esquilo, Ovidio y Wilde. Además, el más observador de todos notará una vieja edición de Baudelaire enterrada bajo los demás libros.

Hay algo hermosamente trágico en esta imagen. La belleza nace en la oportunidad de que esos libros hallen un hogar ahora que su precio ha disminuido. La belleza es la esperanza que tienen de ser leídos. La belleza es que, simplemente, alguien les dará vida a esas palabras escritas siglos atrás. Pero la tragedia… La tragedia nace de una implicación bastante obvia: nadie los quiere.

Los clásicos, a pesar de ser defendidos con escudos de argumentos y pasión por profesores de literatura, académicos y bibliófilos, parecen quedar rezagados a esa esquina a la que solo unos cuantos alumnos se acercan al ser obligados a leerlos. Pero esto puede ser un poco culpa nuestra. Después de todo, en nuestro afán de defender su honor, los hemos transformado en objetos de museo. ¿Cómo no se acercarán con miedo y aburrimiento si primero deben hacerles una reverencia y admirarlos con recelo?

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Aunque el problema no radica en ello, pues probablemente eso sea solo un listón que adorna al monstruo. El verdadero problema está en su aparente inutilidad. ¿Qué función tiene ver caer a Héctor, domador de caballos, a los pies de Troya? ¿Para qué escuchar el clamor existencial del Prometeo moderno al ser rechazado por su creador? ¿De qué me sirve un hidalgo que ve molinos en el viento? La respuesta parece obvia.

La utilidad de lo inútil

Este tema quizá toque una fibra delicada para todo aquel que haya crecido de la mano de los libros. A la primera acusación de inutilidad, nos lanzamos a su defensa con una espada de argumentos que a veces no logran acertar un golpe. Pero esto se debe a que no nos enfrentamos a una opinión, sino que nos queremos batir a duelo con la sombra del pragmatismo actual.

La primera vez que escuché a Nuccio Ordine, profesor italiano, me escandalizaron sus palabras, palabras que hacían eco al prefacio de El retrato de Dorian Gray: el arte es inútil. Lo es o, al menos, lo es como él lo plantea. Es inútil frente a un mundo que exige la practicidad inmediata.

No obstante, aunque los clásicos y el arte carguen con esta estampa plasmada por el utilitarismo económico, si nos movemos más allá de su sombra, podremos ver otra cara. Podremos ver que en su inutilidad está la utilidad.

Podremos ver que, como Ordine dijo en La utilidad de lo inútil, la utilidad es «todo aquello que nos ayude a ser mejores».

La verdadera utilidad

Así pues, aunque Homero, Austen y Rulfo no nos ayuden de forma directa con conocimientos que llenen nuestras arcas o que nos permitan ejecutar actividades laborales diarias, su huella queda impresa en el alma después de leerlos. Ellos te retan y cuestionan, te acusan y absuelven, pero, sobre todo, te obligan a verte a ti mismo.

Quizá ahí está el secreto: en reconocer su inutilidad en el quehacer cotidiano, pero abrazar su utilidad en el ser. Así que Lorca no estaba exagerando al decir que, si él no tuviese nada, no pediría pan, sino medio pan y un libro. Y solo queda esperar que esos clásicos en liquidación y los otros olvidados en estantes hallen refugio en manos que no solo quieran aprender, sino ser.

Clásicos en liquidación

Los clásicos, a pesar de ser defendidos con escudos de argumentos y pasión por profesores de literatura, académicos y bibliófilos, parecen quedar rezagados a esa esquina a la que solo unos cuantos alumnos se acercan al ser obligados a leerlos.

Alejandra Osorio |
29 de febrero, 2024
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Imagina una mesa. Imagínala allí, justo en esa esquina donde nada importa, justo donde el polvo encuentra su hogar. Ahora, agrega a esa escena un letrero rojo, decorado con una simple leyenda: liquidación. Es en ese lugar donde residen unos tomos de Esquilo, Ovidio y Wilde. Además, el más observador de todos notará una vieja edición de Baudelaire enterrada bajo los demás libros.

Hay algo hermosamente trágico en esta imagen. La belleza nace en la oportunidad de que esos libros hallen un hogar ahora que su precio ha disminuido. La belleza es la esperanza que tienen de ser leídos. La belleza es que, simplemente, alguien les dará vida a esas palabras escritas siglos atrás. Pero la tragedia… La tragedia nace de una implicación bastante obvia: nadie los quiere.

Los clásicos, a pesar de ser defendidos con escudos de argumentos y pasión por profesores de literatura, académicos y bibliófilos, parecen quedar rezagados a esa esquina a la que solo unos cuantos alumnos se acercan al ser obligados a leerlos. Pero esto puede ser un poco culpa nuestra. Después de todo, en nuestro afán de defender su honor, los hemos transformado en objetos de museo. ¿Cómo no se acercarán con miedo y aburrimiento si primero deben hacerles una reverencia y admirarlos con recelo?

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Aunque el problema no radica en ello, pues probablemente eso sea solo un listón que adorna al monstruo. El verdadero problema está en su aparente inutilidad. ¿Qué función tiene ver caer a Héctor, domador de caballos, a los pies de Troya? ¿Para qué escuchar el clamor existencial del Prometeo moderno al ser rechazado por su creador? ¿De qué me sirve un hidalgo que ve molinos en el viento? La respuesta parece obvia.

La utilidad de lo inútil

Este tema quizá toque una fibra delicada para todo aquel que haya crecido de la mano de los libros. A la primera acusación de inutilidad, nos lanzamos a su defensa con una espada de argumentos que a veces no logran acertar un golpe. Pero esto se debe a que no nos enfrentamos a una opinión, sino que nos queremos batir a duelo con la sombra del pragmatismo actual.

La primera vez que escuché a Nuccio Ordine, profesor italiano, me escandalizaron sus palabras, palabras que hacían eco al prefacio de El retrato de Dorian Gray: el arte es inútil. Lo es o, al menos, lo es como él lo plantea. Es inútil frente a un mundo que exige la practicidad inmediata.

No obstante, aunque los clásicos y el arte carguen con esta estampa plasmada por el utilitarismo económico, si nos movemos más allá de su sombra, podremos ver otra cara. Podremos ver que en su inutilidad está la utilidad.

Podremos ver que, como Ordine dijo en La utilidad de lo inútil, la utilidad es «todo aquello que nos ayude a ser mejores».

La verdadera utilidad

Así pues, aunque Homero, Austen y Rulfo no nos ayuden de forma directa con conocimientos que llenen nuestras arcas o que nos permitan ejecutar actividades laborales diarias, su huella queda impresa en el alma después de leerlos. Ellos te retan y cuestionan, te acusan y absuelven, pero, sobre todo, te obligan a verte a ti mismo.

Quizá ahí está el secreto: en reconocer su inutilidad en el quehacer cotidiano, pero abrazar su utilidad en el ser. Así que Lorca no estaba exagerando al decir que, si él no tuviese nada, no pediría pan, sino medio pan y un libro. Y solo queda esperar que esos clásicos en liquidación y los otros olvidados en estantes hallen refugio en manos que no solo quieran aprender, sino ser.