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Del egoísmo o amor propio, tercera parte

Nuestro sentimiento moral mismo es un sentimiento de esa naturaleza, y nuestra preocupación por mantener una buena reputación frente a los demás parece surgir únicamente de un cuidado por preservar nuestra reputación ante nosotros mismos

Foto de archivo, estatua de David Hume
Warren Orbaugh |
01 de abril, 2024

Continuando con nuestro examen sobre lo que distintos filósofos han dicho sobre el egoísmo, veamos lo que escribió David Hume, el filósofo, historiador, economista y ensayista escoces del siglo XVIII, en su libro Investigación sobre los principios de la moral.

El principio natural.

Hume, si bien no niega el papel fundamental de la razón práctica en la guía de nuestra conducta, pone el acento sobre el sentimiento favorable a la felicidad del individuo y del género humano. Parte del siguiente postulado:

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El amor a uno mismo es un principio de la naturaleza humana de repercusiones tan grandes, y el interés de cada individuo está, en general tan estrechamente conectado con el de la comunidad, que puede excusarse a aquellos filósofos que imaginaron que toda preocupación nuestra por la gente podría de hecho resolverse en una preocupación por nuestra propia felicidad y conservación.

Las virtudes egoístas.

 «Además de la discreción, el cuidado, el espíritu de iniciativa, la laboriosidad, la asiduidad, la frugalidad, la economía, el buen sentido, la prudencia, el discernimiento, además de estos dones digo, cuya simple mención nos fuerza a reconocer su mérito, hay muchos otros a los que ni el más radical escepticismo puede rehusar ni por un momento concederles tributo de alabanza y aprobación. Templanza, sobriedad, paciencia, constancia, perseverancia, previsión, consideración, discreción, orden, tacto, cortesía, presencia de ánimo, rapidez de concepción, facilidad de expresión: ni estas cosas, ni mil otras del mismo tipo, podría nadie negar jamás que sean excelencias y perfecciones. Como su mérito consiste en su tendencia a servir a la persona que las posee sin pomposa reclamación de recompensa pública y social, somos menos envidiosos de sus pretensiones y gustosamente las admitimos en el catálogo de las cualidades laudables. […] Desde luego, parece cierto que, en esto, las primeras apariencias son, como suele ocurrir, sobremanera engañosas; y que, especulativamente, es más difícil derivar del amor egoísta el mérito que adscribimos a las virtudes egoístas que mencionábamos más arriba, que el mérito que adscribimos a las virtudes sociales de la justicia y la benevolencia. Sobre este último punto sólo hace falta decir que toda conducta que promueve el bien de la comunidad es querida, alabada y estimada por la comunidad en virtud de esa utilidad e interés de que todos participan.»

La moral egoísta radicalmente diferente de la moral de abnegación.

«Cae la deprimente vestimenta con la que muchos teólogos y algunos filósofos la habían cubierto, y no aparece en ella más que gentileza, sentido humano, beneficencia, afabilidad y, en los momentos oportunos, hasta juego, exultación y alegría. No habla de inútiles austeridades y rigores, de sufrimiento y de negarse a uno mismo. Declara que su solo propósito es hacer que sus partidarios y toda la humanidad, durante cada instante de su existencia, estén, de ser posible, alegres y contentos; y no les aparta de ningún placer, excepto cuando hay esperanza de una amplia compensación en otro período de sus vidas. El único esfuerzo que pide es el de un cálculo justo y una firme preferencia por la mayor felicidad.»

Sobre la magnanimidad.

«Este hábito constante de auto examinarnos, esta como reflexión sobre nosotros mismos, mantiene alerta todos los sentimientos acerca de lo justo y de lo injusto, y engendra en las naturalezas nobles una cierta reverencia por sí mismas y por las demás, lo que es el más seguro guardián de todas las virtudes. […] Aquí está la más perfecta moralidad de la que tenemos conocimiento; aquí se manifiesta la fuerza de muchas simpatías. Nuestro sentimiento moral mismo es un sentimiento de esa naturaleza, y nuestra preocupación por mantener una buena reputación frente a los demás parece surgir únicamente de un cuidado por preservar nuestra reputación ante nosotros mismos; y al fin de alcanzar ese propósito vemos que resulta necesario apuntalar nuestro vacilante juicio con la correspondiente aprobación de la humanidad.»

Continuará.

Del egoísmo o amor propio, tercera parte

Nuestro sentimiento moral mismo es un sentimiento de esa naturaleza, y nuestra preocupación por mantener una buena reputación frente a los demás parece surgir únicamente de un cuidado por preservar nuestra reputación ante nosotros mismos

Warren Orbaugh |
01 de abril, 2024
Foto de archivo, estatua de David Hume

Continuando con nuestro examen sobre lo que distintos filósofos han dicho sobre el egoísmo, veamos lo que escribió David Hume, el filósofo, historiador, economista y ensayista escoces del siglo XVIII, en su libro Investigación sobre los principios de la moral.

El principio natural.

Hume, si bien no niega el papel fundamental de la razón práctica en la guía de nuestra conducta, pone el acento sobre el sentimiento favorable a la felicidad del individuo y del género humano. Parte del siguiente postulado:

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El amor a uno mismo es un principio de la naturaleza humana de repercusiones tan grandes, y el interés de cada individuo está, en general tan estrechamente conectado con el de la comunidad, que puede excusarse a aquellos filósofos que imaginaron que toda preocupación nuestra por la gente podría de hecho resolverse en una preocupación por nuestra propia felicidad y conservación.

Las virtudes egoístas.

 «Además de la discreción, el cuidado, el espíritu de iniciativa, la laboriosidad, la asiduidad, la frugalidad, la economía, el buen sentido, la prudencia, el discernimiento, además de estos dones digo, cuya simple mención nos fuerza a reconocer su mérito, hay muchos otros a los que ni el más radical escepticismo puede rehusar ni por un momento concederles tributo de alabanza y aprobación. Templanza, sobriedad, paciencia, constancia, perseverancia, previsión, consideración, discreción, orden, tacto, cortesía, presencia de ánimo, rapidez de concepción, facilidad de expresión: ni estas cosas, ni mil otras del mismo tipo, podría nadie negar jamás que sean excelencias y perfecciones. Como su mérito consiste en su tendencia a servir a la persona que las posee sin pomposa reclamación de recompensa pública y social, somos menos envidiosos de sus pretensiones y gustosamente las admitimos en el catálogo de las cualidades laudables. […] Desde luego, parece cierto que, en esto, las primeras apariencias son, como suele ocurrir, sobremanera engañosas; y que, especulativamente, es más difícil derivar del amor egoísta el mérito que adscribimos a las virtudes egoístas que mencionábamos más arriba, que el mérito que adscribimos a las virtudes sociales de la justicia y la benevolencia. Sobre este último punto sólo hace falta decir que toda conducta que promueve el bien de la comunidad es querida, alabada y estimada por la comunidad en virtud de esa utilidad e interés de que todos participan.»

La moral egoísta radicalmente diferente de la moral de abnegación.

«Cae la deprimente vestimenta con la que muchos teólogos y algunos filósofos la habían cubierto, y no aparece en ella más que gentileza, sentido humano, beneficencia, afabilidad y, en los momentos oportunos, hasta juego, exultación y alegría. No habla de inútiles austeridades y rigores, de sufrimiento y de negarse a uno mismo. Declara que su solo propósito es hacer que sus partidarios y toda la humanidad, durante cada instante de su existencia, estén, de ser posible, alegres y contentos; y no les aparta de ningún placer, excepto cuando hay esperanza de una amplia compensación en otro período de sus vidas. El único esfuerzo que pide es el de un cálculo justo y una firme preferencia por la mayor felicidad.»

Sobre la magnanimidad.

«Este hábito constante de auto examinarnos, esta como reflexión sobre nosotros mismos, mantiene alerta todos los sentimientos acerca de lo justo y de lo injusto, y engendra en las naturalezas nobles una cierta reverencia por sí mismas y por las demás, lo que es el más seguro guardián de todas las virtudes. […] Aquí está la más perfecta moralidad de la que tenemos conocimiento; aquí se manifiesta la fuerza de muchas simpatías. Nuestro sentimiento moral mismo es un sentimiento de esa naturaleza, y nuestra preocupación por mantener una buena reputación frente a los demás parece surgir únicamente de un cuidado por preservar nuestra reputación ante nosotros mismos; y al fin de alcanzar ese propósito vemos que resulta necesario apuntalar nuestro vacilante juicio con la correspondiente aprobación de la humanidad.»

Continuará.