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El eco de los sables. Las lecciones de 1982 en la Guatemala de la nueva Primavera

La diosa de la historia nos enseña que hay que desconfiar permanentemente de quienes hacen de las instituciones meros obstáculos para sus proyectos de beatificación personal.

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Alessandro Mecca |
25 de marzo, 2024

Nosotros tres estamos integrando una junta que está efectuando un programa de tipo político para presentar al pueblo guatemalteco: una solución, un planteamiento y una realidad. [...] Todos ustedes, conciudadanos, tienen la responsabilidad de que todos, del brazo y por la calle, caminemos hacia un futuro más tranquilo.

A primeras horas de la mañana del 23 de marzo de 1982, el general Ríos Montt dictaba este comunicado con el golpe de estado aún en curso. Dos días antes de la publicación de esta columna, se cumplió el 42 aniversario de tan recordado movimiento militar. Por ello, y en vista de los sucesos de 2023, conviene, estimado lector, reflexionar acerca de su legado.

Primeramente, es menester ofrecer un relato explicativo. Para 1982, el país se encontraba militar y económicamente en una situación delicada. Una acusada fuga de capitales en 1979 ponía de manifiesto la incertidumbre del devenir nacional. Altos mandos militares habían llevado el conflicto armado a un punto de inflexión. Las acciones del ejército eran reactivas, desorganizadas y condimentadas con acusaciones de corrupción rampante. Esto había sido aprovechado por la guerrilla. La situación no solo espantó a los inversores, sino que el hermano del presidente, el general Benedicto Lucas, admitió que estuvieron a punto de perder la guerra en 1981. Ilustrativa fue una anécdota que relata cómo un 4 de julio escaseaba la disponibilidad de helicópteros en el Altiplano porque muchos de los altos mandos los habían utilizado para trasladarse hasta la finca del presidente Lucas García para celebrar su cumpleaños.

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La última válvula de escape para un régimen muy desgastado era el retorno al poder civil. A este fin, se presentaron a las elecciones Mario Sandoval Alarcón, del ultraderechista MLN, y Alejandro Maldonado Aguirre, representando una coalición de centro liderada por la Democracia Cristiana. Todo indicaba una victoria clara de Mario Sandoval Alarcón. No obstante, el ejército se negó, por tercera vez, a ceder el poder e impuso al candidato oficialista Aníbal Guevara. Además, con mayoría parlamentaria.

Sería la gota que colmaría el vaso; 15 días después un grupo de jóvenes oficiales liderados por el capitán Rodolfo Muñoz Piloña se organizaron para derrocar al gobierno. ¿El programa del golpe? Muy sencillo. Dar autonomía operacional a los comandantes en el campo, ofrecer amnistía y convocar a elecciones dentro de 6 meses para una transición ordenada al poder civil. La síntesis del mismo expresada en el discurso de la introducción por Ríos Montt, incorporado de último minuto. El General falló en honrar la segunda promesa ya siendo presidente.

Para mediados de 1983, la plana mayor del ejército, encabezada por los generales Gramajo y Mejía Victores, decidió destituirlo de su cargo aduciendo que “un grupo religioso fanático y agresivo pretendía perpetuarse indefinidamente en el poder”. Así, cumpliendo con dos años de retraso el programa del golpe y convocando a una Constituyente en 1984.

De este trascendental suceso histórico se desprenden dos lecciones fundamentales en los tiempos que corren. Aquel sistema que hace el cambio imposible vuelve la violencia inevitable. La historia es una fuerza imparable y no existe invención humana que sea un objeto inamovible.

Vale recordar, además, que las transformaciones solo son tan buenas como sus mejores hombres. Existen aquellos que se “montan” al cambio como medio de un ascenso meteórico hasta el poder. Encontramos entonces dos claras advertencias: una de ellas para los reaccionarios y mezquinos defensores del status quo, pues la historia les pasará por encima si no saben comprender los tiempos. La segunda para los pueblos con esperanza: hay que cuidarse mucho de aquellos que, con ínfulas mesiánicas, delirios divinos y soluciones tan radicales como “sencillas” pretenden hacer de la necesidad de cambio un proyecto de ambición personal.

La diosa de la historia nos enseña que hay que desconfiar permanentemente de quienes hacen de las instituciones meros obstáculos para sus proyectos de beatificación personal.

El eco de los sables. Las lecciones de 1982 en la Guatemala de la nueva Primavera

La diosa de la historia nos enseña que hay que desconfiar permanentemente de quienes hacen de las instituciones meros obstáculos para sus proyectos de beatificación personal.

Alessandro Mecca |
25 de marzo, 2024
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Nosotros tres estamos integrando una junta que está efectuando un programa de tipo político para presentar al pueblo guatemalteco: una solución, un planteamiento y una realidad. [...] Todos ustedes, conciudadanos, tienen la responsabilidad de que todos, del brazo y por la calle, caminemos hacia un futuro más tranquilo.

A primeras horas de la mañana del 23 de marzo de 1982, el general Ríos Montt dictaba este comunicado con el golpe de estado aún en curso. Dos días antes de la publicación de esta columna, se cumplió el 42 aniversario de tan recordado movimiento militar. Por ello, y en vista de los sucesos de 2023, conviene, estimado lector, reflexionar acerca de su legado.

Primeramente, es menester ofrecer un relato explicativo. Para 1982, el país se encontraba militar y económicamente en una situación delicada. Una acusada fuga de capitales en 1979 ponía de manifiesto la incertidumbre del devenir nacional. Altos mandos militares habían llevado el conflicto armado a un punto de inflexión. Las acciones del ejército eran reactivas, desorganizadas y condimentadas con acusaciones de corrupción rampante. Esto había sido aprovechado por la guerrilla. La situación no solo espantó a los inversores, sino que el hermano del presidente, el general Benedicto Lucas, admitió que estuvieron a punto de perder la guerra en 1981. Ilustrativa fue una anécdota que relata cómo un 4 de julio escaseaba la disponibilidad de helicópteros en el Altiplano porque muchos de los altos mandos los habían utilizado para trasladarse hasta la finca del presidente Lucas García para celebrar su cumpleaños.

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La última válvula de escape para un régimen muy desgastado era el retorno al poder civil. A este fin, se presentaron a las elecciones Mario Sandoval Alarcón, del ultraderechista MLN, y Alejandro Maldonado Aguirre, representando una coalición de centro liderada por la Democracia Cristiana. Todo indicaba una victoria clara de Mario Sandoval Alarcón. No obstante, el ejército se negó, por tercera vez, a ceder el poder e impuso al candidato oficialista Aníbal Guevara. Además, con mayoría parlamentaria.

Sería la gota que colmaría el vaso; 15 días después un grupo de jóvenes oficiales liderados por el capitán Rodolfo Muñoz Piloña se organizaron para derrocar al gobierno. ¿El programa del golpe? Muy sencillo. Dar autonomía operacional a los comandantes en el campo, ofrecer amnistía y convocar a elecciones dentro de 6 meses para una transición ordenada al poder civil. La síntesis del mismo expresada en el discurso de la introducción por Ríos Montt, incorporado de último minuto. El General falló en honrar la segunda promesa ya siendo presidente.

Para mediados de 1983, la plana mayor del ejército, encabezada por los generales Gramajo y Mejía Victores, decidió destituirlo de su cargo aduciendo que “un grupo religioso fanático y agresivo pretendía perpetuarse indefinidamente en el poder”. Así, cumpliendo con dos años de retraso el programa del golpe y convocando a una Constituyente en 1984.

De este trascendental suceso histórico se desprenden dos lecciones fundamentales en los tiempos que corren. Aquel sistema que hace el cambio imposible vuelve la violencia inevitable. La historia es una fuerza imparable y no existe invención humana que sea un objeto inamovible.

Vale recordar, además, que las transformaciones solo son tan buenas como sus mejores hombres. Existen aquellos que se “montan” al cambio como medio de un ascenso meteórico hasta el poder. Encontramos entonces dos claras advertencias: una de ellas para los reaccionarios y mezquinos defensores del status quo, pues la historia les pasará por encima si no saben comprender los tiempos. La segunda para los pueblos con esperanza: hay que cuidarse mucho de aquellos que, con ínfulas mesiánicas, delirios divinos y soluciones tan radicales como “sencillas” pretenden hacer de la necesidad de cambio un proyecto de ambición personal.

La diosa de la historia nos enseña que hay que desconfiar permanentemente de quienes hacen de las instituciones meros obstáculos para sus proyectos de beatificación personal.