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Espejito, espejito…

La belleza es algo que se busca, que se experimenta y que se ama. Sin embargo, si solo nos afanamos por poseerla y encerrarla como a Deirdre, solo estamos arrancando una flor sin pensar que morirá en breve.

.
Alejandra Osorio |
18 de abril, 2024

Hay momentos en que el alma muere y vuelve a la vida. Se trata de un segundo en el tiempo en el que se está consciente de que no se debe estar en otro lado, que no se debe estar haciendo otra cosa, que no se debe ser otro. Ese momento se encuentra al ser testigo de la belleza.

Sin embargo, al hablar de belleza, el debate se centra en qué es bello y, en ocasiones, se olvida que se está en un río tan ancho y profundo que incluye el trato que le damos a esto. Y en algo que parece tan sencillo se revela mucho del hombre. Al menos, esto es cierto en la historia de Deirdre.

Espejo externo

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Cuando el tiempo no era tiempo y Conchobar mac Nessa gobernaba Úlster, un bebé lloró tan fuerte que traspasó el vientre de su madre y alertó a la corte. Ese llanto, como el de una banshee, era llanto de muerte. Por lo menos así lo interpretó el druida de la corte antes de pronunciar estas palabras: «Será hermosa. Pero su beso es beso de muerte, beso de sangre, beso de exilio».

No obstante, el rey, cautivo de la promesa de la belleza futura, decidió quitarle el bebé a sus padres y encerrar a la criatura hasta que fuera mujer. Así, Deirdre creció en una soledad acompañada, pues su único atisbo de humanidad se hallaba en Leabharcham, una vieja poetisa que se convirtió en su nodriza. Y, aunque su cuerpo de dama estuviera encerrado, su mente volaba como los cuervos que le llevaban sueños de su futuro.

Así supo que se casaría con un hombre de piel blanca como la nieve, cabello negro como el cuervo y mejillas rojas como la sangre. La anciana reconoció a Naoise, un joven guerrero, en la descripción que Deidre le dio. Y, con trucos, los presentó. Así pues, los enamorados huyeron al norte y fueron felices hasta que el rey los encontró.

La belleza es parte de nuestra vida, pero una parte que merece libertad. Puesto que, como plantea Antoine de Saint-Exupéry, no hay que confundir el amor con «el delirio de la posesión».

Después de corroborar que Deirdre no había perdido su belleza, su mano real abrió el infierno. Y la sangre de las mejillas de Naoise y de tantos otros pintaron las flores de los campos gracias a caballeros nobles.

Entonces, Conchobar tomó a Deirdre como esposa; pero, después de un año, el rey se mostró como un niño molesto porque su mascota no quería jugar. Así que, con afán de herirla, le preguntó «¿a quién odias más que a mí?». Ella no lo pensó, pues de su boca nació el nombre del noble que mató a su primer esposo. Así, el monarca, para terminar de insultarla, decidió regalarla a ese hombre; pero, antes de ello, como un cuervo malherido, Deirdre voló sin alas.

Espejo interno

Quizá, al recordar a Deirdre, se podría ampliar la propuesta del poeta Henry David Thoreau, «la percepción de la belleza es una prueba moral», y decir que no solo en la percepción está la prueba, sino también en el trato que se le da a esta. Pues ahí es donde se ve, como dice Ovidio, la infame pasión de poseer. La belleza es parte de nuestra vida, pero una parte que merece libertad. Puesto que, como plantea Antoine de Saint-Exupéry, no hay que confundir el amor con «el delirio de la posesión».

La belleza es algo que se busca, que se experimenta y que se ama. Sin embargo, si solo nos afanamos por poseerla y encerrarla como a Deirdre, solo estamos arrancando una flor sin pensar que morirá en breve. Por eso Montaigne, en Los ensayos, plantea que «es el gozar, no el poseer, lo que nos hace felices».

Espejito, espejito…

La belleza es algo que se busca, que se experimenta y que se ama. Sin embargo, si solo nos afanamos por poseerla y encerrarla como a Deirdre, solo estamos arrancando una flor sin pensar que morirá en breve.

Alejandra Osorio |
18 de abril, 2024
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Hay momentos en que el alma muere y vuelve a la vida. Se trata de un segundo en el tiempo en el que se está consciente de que no se debe estar en otro lado, que no se debe estar haciendo otra cosa, que no se debe ser otro. Ese momento se encuentra al ser testigo de la belleza.

Sin embargo, al hablar de belleza, el debate se centra en qué es bello y, en ocasiones, se olvida que se está en un río tan ancho y profundo que incluye el trato que le damos a esto. Y en algo que parece tan sencillo se revela mucho del hombre. Al menos, esto es cierto en la historia de Deirdre.

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Cuando el tiempo no era tiempo y Conchobar mac Nessa gobernaba Úlster, un bebé lloró tan fuerte que traspasó el vientre de su madre y alertó a la corte. Ese llanto, como el de una banshee, era llanto de muerte. Por lo menos así lo interpretó el druida de la corte antes de pronunciar estas palabras: «Será hermosa. Pero su beso es beso de muerte, beso de sangre, beso de exilio».

No obstante, el rey, cautivo de la promesa de la belleza futura, decidió quitarle el bebé a sus padres y encerrar a la criatura hasta que fuera mujer. Así, Deirdre creció en una soledad acompañada, pues su único atisbo de humanidad se hallaba en Leabharcham, una vieja poetisa que se convirtió en su nodriza. Y, aunque su cuerpo de dama estuviera encerrado, su mente volaba como los cuervos que le llevaban sueños de su futuro.

Así supo que se casaría con un hombre de piel blanca como la nieve, cabello negro como el cuervo y mejillas rojas como la sangre. La anciana reconoció a Naoise, un joven guerrero, en la descripción que Deidre le dio. Y, con trucos, los presentó. Así pues, los enamorados huyeron al norte y fueron felices hasta que el rey los encontró.

La belleza es parte de nuestra vida, pero una parte que merece libertad. Puesto que, como plantea Antoine de Saint-Exupéry, no hay que confundir el amor con «el delirio de la posesión».

Después de corroborar que Deirdre no había perdido su belleza, su mano real abrió el infierno. Y la sangre de las mejillas de Naoise y de tantos otros pintaron las flores de los campos gracias a caballeros nobles.

Entonces, Conchobar tomó a Deirdre como esposa; pero, después de un año, el rey se mostró como un niño molesto porque su mascota no quería jugar. Así que, con afán de herirla, le preguntó «¿a quién odias más que a mí?». Ella no lo pensó, pues de su boca nació el nombre del noble que mató a su primer esposo. Así, el monarca, para terminar de insultarla, decidió regalarla a ese hombre; pero, antes de ello, como un cuervo malherido, Deirdre voló sin alas.

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Quizá, al recordar a Deirdre, se podría ampliar la propuesta del poeta Henry David Thoreau, «la percepción de la belleza es una prueba moral», y decir que no solo en la percepción está la prueba, sino también en el trato que se le da a esta. Pues ahí es donde se ve, como dice Ovidio, la infame pasión de poseer. La belleza es parte de nuestra vida, pero una parte que merece libertad. Puesto que, como plantea Antoine de Saint-Exupéry, no hay que confundir el amor con «el delirio de la posesión».

La belleza es algo que se busca, que se experimenta y que se ama. Sin embargo, si solo nos afanamos por poseerla y encerrarla como a Deirdre, solo estamos arrancando una flor sin pensar que morirá en breve. Por eso Montaigne, en Los ensayos, plantea que «es el gozar, no el poseer, lo que nos hace felices».