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Y me vi a los pies de Troya

Aquiles es un espejo de las pasiones sin medida del hombre. La musa canta sobre la ira de Aquiles, una ira que cualquier individuo, aunque no lo quiera, puede comprender.

.
Alejandra Osorio |
07 de marzo, 2024

Solo había silencio cuando el cuerpo del ilustre varón cayó a los pies de Troya. Solo existía la muerte, la cual se llevó el último aliento de Héctor. Solo existía la justicia, que no lograba calmar el corazón de Aquiles. Solo existía Troya.

Pero ese momento fuera del tiempo se rompió como las cosas frágiles suelen hacerlo. Se rompió con un grito de una mujer que se unió a los tantos gritos de madres que perdieron o que perderán a sus hijos. Y no conforme con terminar con la existencia de Héctor, Aquiles decidió quitarle la vida después de la vida, llevándose el cadáver y evitando que se hicieran los ritos funerarios.

Es aquí, en esta precisa escena de la Ilíada, que se ratifica el amor y la admiración que se siente por el príncipe Héctor. ¿Cómo no te podría doler el desenlace de alguien que, sabiendo que va a morir, se enfrenta a un semidios? Es sencillo querer a Héctor. El problema radica en Aquiles.

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Aquiles era un hombre más grande que la vida misma. Solo la simple mención de su nombre era capaz de detener al ejército troyano. Sin embargo, el lector actual suele ver con desdén a este personaje. Y no lo culpo. Es su ira, nacida de una ofensa contra su persona, la que mueve los hilos del destino. Es esa furia desmedida la que lleva a su amado Patroclo a la tumba y motiva a Aquiles a cometer una aberración con el cuerpo de Héctor.

Aquiles se vuelve esa constante que te incomoda en gran parte de la historia. No obstante, en esta incomodidad radica su importancia. Si las acciones del héroe te enojan, detente. Si te molesta, ahí debes prestar atención. Ahí es donde el libro te cuestiona. Y esta obra, en especial esta escena, te cuestiona sobre algo que solemos esconder: ira.

Es fácil querer a Héctor porque en él vemos las virtudes que deseamos para nosotros mismos. Pero rehuimos de Aquiles porque en él se refleja lo mejor, pero también lo peor del ser humano. Aquiles es un espejo de las pasiones sin medida del hombre. La musa canta sobre la ira de Aquiles, una ira que cualquier individuo, aunque no lo quiera, puede comprender.

Y quizá sea obvio que todos somos capaces de cometer atrocidades, en diferentes medidas, si nos dejamos conducir por la ira. Pero las verdades más obvias, aquellas que están tan cerca de nuestras narices, son las más difíciles de ver.

Esto probablemente se deba a una ceguera selectiva para no ver aquello que no deseamos o aquello que desconocemos.

El profesor David Foster Wallace, en un discurso, narró la historia de dos peces jóvenes que nadaban en un río. En el trayecto se encontraron con un pez más viejo, el cual simplemente les preguntó «¿cómo está el agua?». Ellos siguieron nadando hasta que uno finalmente le preguntó al otro: «¿qué diablos es el agua?».

La Ilíada y Aquiles nos obligan a cuestionar esa «agua», esa realidad en la que vivimos inmersos y también cómo actuamos en ella. ¿Seríamos capaces de perdonar la ofensa hecha contra nosotros o dejaríamos que la furia guiara nuestra destrucción? ¿Elegiríamos la espada o retirarnos de la batalla? ¿Podríamos encontrar la paz al llorar en las ruinas de lo que destruimos con nuestras propias manos? Aquiles es un espejo de la humanidad y, a los pies de Troya, cualquiera se puede ver en él.

Y me vi a los pies de Troya

Aquiles es un espejo de las pasiones sin medida del hombre. La musa canta sobre la ira de Aquiles, una ira que cualquier individuo, aunque no lo quiera, puede comprender.

Alejandra Osorio |
07 de marzo, 2024
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Solo había silencio cuando el cuerpo del ilustre varón cayó a los pies de Troya. Solo existía la muerte, la cual se llevó el último aliento de Héctor. Solo existía la justicia, que no lograba calmar el corazón de Aquiles. Solo existía Troya.

Pero ese momento fuera del tiempo se rompió como las cosas frágiles suelen hacerlo. Se rompió con un grito de una mujer que se unió a los tantos gritos de madres que perdieron o que perderán a sus hijos. Y no conforme con terminar con la existencia de Héctor, Aquiles decidió quitarle la vida después de la vida, llevándose el cadáver y evitando que se hicieran los ritos funerarios.

Es aquí, en esta precisa escena de la Ilíada, que se ratifica el amor y la admiración que se siente por el príncipe Héctor. ¿Cómo no te podría doler el desenlace de alguien que, sabiendo que va a morir, se enfrenta a un semidios? Es sencillo querer a Héctor. El problema radica en Aquiles.

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Aquiles era un hombre más grande que la vida misma. Solo la simple mención de su nombre era capaz de detener al ejército troyano. Sin embargo, el lector actual suele ver con desdén a este personaje. Y no lo culpo. Es su ira, nacida de una ofensa contra su persona, la que mueve los hilos del destino. Es esa furia desmedida la que lleva a su amado Patroclo a la tumba y motiva a Aquiles a cometer una aberración con el cuerpo de Héctor.

Aquiles se vuelve esa constante que te incomoda en gran parte de la historia. No obstante, en esta incomodidad radica su importancia. Si las acciones del héroe te enojan, detente. Si te molesta, ahí debes prestar atención. Ahí es donde el libro te cuestiona. Y esta obra, en especial esta escena, te cuestiona sobre algo que solemos esconder: ira.

Es fácil querer a Héctor porque en él vemos las virtudes que deseamos para nosotros mismos. Pero rehuimos de Aquiles porque en él se refleja lo mejor, pero también lo peor del ser humano. Aquiles es un espejo de las pasiones sin medida del hombre. La musa canta sobre la ira de Aquiles, una ira que cualquier individuo, aunque no lo quiera, puede comprender.

Y quizá sea obvio que todos somos capaces de cometer atrocidades, en diferentes medidas, si nos dejamos conducir por la ira. Pero las verdades más obvias, aquellas que están tan cerca de nuestras narices, son las más difíciles de ver.

Esto probablemente se deba a una ceguera selectiva para no ver aquello que no deseamos o aquello que desconocemos.

El profesor David Foster Wallace, en un discurso, narró la historia de dos peces jóvenes que nadaban en un río. En el trayecto se encontraron con un pez más viejo, el cual simplemente les preguntó «¿cómo está el agua?». Ellos siguieron nadando hasta que uno finalmente le preguntó al otro: «¿qué diablos es el agua?».

La Ilíada y Aquiles nos obligan a cuestionar esa «agua», esa realidad en la que vivimos inmersos y también cómo actuamos en ella. ¿Seríamos capaces de perdonar la ofensa hecha contra nosotros o dejaríamos que la furia guiara nuestra destrucción? ¿Elegiríamos la espada o retirarnos de la batalla? ¿Podríamos encontrar la paz al llorar en las ruinas de lo que destruimos con nuestras propias manos? Aquiles es un espejo de la humanidad y, a los pies de Troya, cualquiera se puede ver en él.