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Cuento de motoristas

Redacción República
19 de mayo, 2019

Cuento de motoristas, ESTA ES LA HISTORIA URBANA DE JOSÉ VICENTE SOLÓRZANO AGUILAR

A ver, ¿cuáles son los cargos adicionales a presentarse en contra de los motoristas? Son aficionados a meterse por el carril donde no deben, llaman la atención a escape abierto y llevan la placa a un lado, o bien oculta entre la cola, donde nadie pueda ubicarla para apuntar el número si causan accidentes.

Llevan tanta prisa, supongo, que se olvidan de activar el pidevías cuando están por cruzar. Yo me confío al ver que no prenden la luz anaranjada, pienso que van a seguir de largo, y en un parpadeo tengo que activar mis reflejos si no quiero terminar aventado.

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Pienso en el viejito encorvado que a duras penas puede dar un paso, aunque use bastón, o la madre con bebé al hombro y niño tomado de la mano que está por llegar tarde a la escuela. No tendrán tiempo para refugiarse en la banqueta que acaban de dejar, menos para esquivar al hombre y su máquina.

Antes, según me cuentan, la moto era un objeto de lujo. Pocos se permitían el gasto de mantenerla; era natural que atrajera a las mujeres y causara la envidia de los hombres obligados a andar a pie.

La moto devino en símbolo de éxito y poder: ahí está el general Jorge Ubico recorriendo la inmensa fincona que administró durante trece años, con ayuda de los caminos abiertos por cortesía de las leyes de vialidad que le facilitaron mano de obra gratuita por montones, al mando de su Harley Davidson.

Ahora se invoca la necesidad de llegar pronto al trabajo, el estudio y el hogar como razones para comprar una moto a plazos. Al atardecer, cual avispas recién brotadas de la colmena, se colocan por decenas en las esquinas.

Nunca falta el que prefiere atravesarse el semáforo en rojo o dé la vuelta en U a la vista del cartel que prohíbe hacerlo. A veces me pregunto por qué el conductor muta de ciudadano normal –con trabajo de ocho horas diarias, esposa, hijos y cuentas por pagar a fin de mes– a todo un energúmeno apenas sus manos aprietan el timón.

A la par de la libre importación de vehículos, sin preocuparse por la saturación de calles y carreteras, surgió el lugar de encuentro para los motoristas: las ventas de repuestos.

Me recuerdan a las cantinas retratadas en las películas de vaqueros. En vez de los caballos amarrados frente al negocio, en paciente espera de su dueño, las motos se multiplican en progresión infinita sobre toda la cuadra.

Son contadas las pertenecientes a clientes de paso; el resto son propiedad de los trabajadores y los amigos muy cercanos del dueño. Pasan el día entero de espaldas a la calle, sentados en bancas, atentos a la transmisión de los partidos de la Liga de Campeones. Solo les falta el vaso de herradura y la botella de aguardiente.

Cuando se retiran, las manchas de aceite, las piezas descartadas, los envases tirados y la orinadota vertida por uno de los clientes se quedan de recuerdo frente a las casas de la gente acostumbrada a la fuerza al humo que se mete bajo las puertas, a la explosión del motor que les impide tomar la siesta y a encontrarse a dos o tres mecánicos improvisados tapándoles la entrada.

Cierto conocido mío no se anduvo con cuentos: el día que encontró una moto parqueada frente a su portón, justo cuando tenía urgencia de ir a traer a su esposa, la tomó y la dejó a un par de calles de distancia. Se sintió recompensado cuando vio a un par de muchachos buscándola, frenéticos, insultándose entre ellos por descuidados.

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Llevan tanta prisa, supongo, que se olvidan de activar el pidevías cuando están por cruzar. Yo me confío al ver que no prenden la luz anaranjada, pienso que van a seguir de largo, y en un parpadeo tengo que activar mis reflejos si no quiero terminar aventado.

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Pienso en el viejito encorvado que a duras penas puede dar un paso, aunque use bastón, o la madre con bebé al hombro y niño tomado de la mano que está por llegar tarde a la escuela. No tendrán tiempo para refugiarse en la banqueta que acaban de dejar, menos para esquivar al hombre y su máquina.

Antes, según me cuentan, la moto era un objeto de lujo. Pocos se permitían el gasto de mantenerla; era natural que atrajera a las mujeres y causara la envidia de los hombres obligados a andar a pie.

La moto devino en símbolo de éxito y poder: ahí está el general Jorge Ubico recorriendo la inmensa fincona que administró durante trece años, con ayuda de los caminos abiertos por cortesía de las leyes de vialidad que le facilitaron mano de obra gratuita por montones, al mando de su Harley Davidson.

Ahora se invoca la necesidad de llegar pronto al trabajo, el estudio y el hogar como razones para comprar una moto a plazos. Al atardecer, cual avispas recién brotadas de la colmena, se colocan por decenas en las esquinas.

Nunca falta el que prefiere atravesarse el semáforo en rojo o dé la vuelta en U a la vista del cartel que prohíbe hacerlo. A veces me pregunto por qué el conductor muta de ciudadano normal –con trabajo de ocho horas diarias, esposa, hijos y cuentas por pagar a fin de mes– a todo un energúmeno apenas sus manos aprietan el timón.

A la par de la libre importación de vehículos, sin preocuparse por la saturación de calles y carreteras, surgió el lugar de encuentro para los motoristas: las ventas de repuestos.

Me recuerdan a las cantinas retratadas en las películas de vaqueros. En vez de los caballos amarrados frente al negocio, en paciente espera de su dueño, las motos se multiplican en progresión infinita sobre toda la cuadra.

Son contadas las pertenecientes a clientes de paso; el resto son propiedad de los trabajadores y los amigos muy cercanos del dueño. Pasan el día entero de espaldas a la calle, sentados en bancas, atentos a la transmisión de los partidos de la Liga de Campeones. Solo les falta el vaso de herradura y la botella de aguardiente.

Cuando se retiran, las manchas de aceite, las piezas descartadas, los envases tirados y la orinadota vertida por uno de los clientes se quedan de recuerdo frente a las casas de la gente acostumbrada a la fuerza al humo que se mete bajo las puertas, a la explosión del motor que les impide tomar la siesta y a encontrarse a dos o tres mecánicos improvisados tapándoles la entrada.

Cierto conocido mío no se anduvo con cuentos: el día que encontró una moto parqueada frente a su portón, justo cuando tenía urgencia de ir a traer a su esposa, la tomó y la dejó a un par de calles de distancia. Se sintió recompensado cuando vio a un par de muchachos buscándola, frenéticos, insultándose entre ellos por descuidados.

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