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Historias Urbanas: Fuga nocturna

Poco a poco fuimos vaciando la casa. Otro día vengo a ponerle cartel de que está a la venta, sólo apunto la dirección de correo electrónico para que escriban si están interesados, y después me arreglo con los proveedores.

Luis Gonzalez
15 de mayo, 2022
Fuga nocturna. Esta es la historia urbana de José Vicente Solórzano Aguilar

Hasta que se alejaron las últimas luces de la colonia, me sentí tranquilo. Mi hija está en gran lloradera porque dejamos a su gato. ¿Pero qué culpa tengo yo de que no estuviera a la hora que metimos los últimos muebles al picop? En cualquier rato se podían asomar esos desventurados y no se tientan el alma para acabarnos.

Acá nos venimos cuando esto era puro monte y no se acercaba ni un microbús. Teníamos que volar pata desde aquí hasta la antigua línea del ferrocarril; de ahí subíamos para salir a la carretera y a esperar las camionetas. Todo nuestro temor se reducía a que nos espantaran, pues decían que de madrugada se oía el llanto de un niño que se había quedado perdido sin que jamás lo encontraran. Yo nunca lo escuché, pero varios de mis conocidos sí; el llanto se terminó al encontrar el esqueleto de un patojito debajo de la piedrona que movieron con tractor cuando ampliaron el camino.

Entre mi mujer y yo trabajamos bien duro para ahorrar y poner nuestra tienda. Mi mujer sabe hacer montón de dulces, se aprendió casi todas las recetas que le enseñó su abuela materna. Siempre procuramos tener bien surtido el negocio. Se ponía realegre en época de carnaval con los cascarones, las promociones de juntar tapitas para canjearlas por platos y vasos, y ya no digamos los álbumes del Mundial. Esto se llenaba de patojos que venían a comprar sus álbumes, sus sobres con tres estampas y se ponían a hacer intercambios para completar las selecciones que les hicieran falta.

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El ambiente cambió cuando al tendero de enfrente se le ocurrió vender licor. La cuadra empezó a llenarse de charitas que se la pasaban todo el día sentados en la banqueta. Digamos que algunos tenían modo para pedirle dinero a la gente, otros eran bien abusivos y espantaban a la clientela. Me dio mala espina el día que uno de los bolitos amaneció tieso frente a mi tienda. Creo que ese día empezó la salazón. De ahí vinieron los asaltos, los ataques a la hora que había partidos de basquetbol o futbol en las canchas. Mandé ponerle rejas al mostrador de la tienda, ya no dejé que mis hijos se quedaran en la calle más allá de las seis de la tarde. Eran aquella preocupación, aquel sudor y aquellos nervios cuando se tardaban y no había modo que se asomaran. No quiero ni recordarlo.

Así me estuve hasta que dos muchachos entraron la semana antepasada. A uno no lo conocía y al otro lo reconocí no más se me acercó: el nieto de doña María, la costurera. Aún se me hace verlo cuando llegaba a comprar sus galletas a escondidas, doña María cómo lo regañaba porque sólo se la pasaba comiendo chucherías y una vez mandó a devolver todos los pastelitos que compró. Esa vez se me acercó como si tuviera miedo, aunque lo disimulara, y me aventó el teléfono encima del mostrador.

No hace falta decir que ahí se me fue todo. El de enfrente había recibido su teléfono hacía poco. «¿Sabe cuánto me piden esos desgraciados?», me contó. «Dos mil quetzales semanales. Éstos creen que el pisto nos cae del cielo». Mejor cerró su negocio y se las peló para su pueblo. Nunca pensé que me vería en las mismas. Menos mal que no vendí el terreno que me dejó mi papá, aunque mis hermanos no respetaron los linderos y debo ver cómo se resuelve eso. Apenas están las paredes alzadas pero no importa, nos la pasamos puro campamento de gitanos mientras se construye lo demás.

Poco a poco fuimos vaciando la casa. Otro día vengo a ponerle cartel de que está a la venta, sólo apunto la dirección de correo electrónico para que escriban si están interesados, y después me arreglo con los proveedores. Si mis hijos pierden el ciclo escolar, no hay problema. El tiempo se repone, la vida no.

Historias Urbanas: Fuga nocturna

Poco a poco fuimos vaciando la casa. Otro día vengo a ponerle cartel de que está a la venta, sólo apunto la dirección de correo electrónico para que escriban si están interesados, y después me arreglo con los proveedores.

Luis Gonzalez
15 de mayo, 2022
Fuga nocturna. Esta es la historia urbana de José Vicente Solórzano Aguilar

Hasta que se alejaron las últimas luces de la colonia, me sentí tranquilo. Mi hija está en gran lloradera porque dejamos a su gato. ¿Pero qué culpa tengo yo de que no estuviera a la hora que metimos los últimos muebles al picop? En cualquier rato se podían asomar esos desventurados y no se tientan el alma para acabarnos.

Acá nos venimos cuando esto era puro monte y no se acercaba ni un microbús. Teníamos que volar pata desde aquí hasta la antigua línea del ferrocarril; de ahí subíamos para salir a la carretera y a esperar las camionetas. Todo nuestro temor se reducía a que nos espantaran, pues decían que de madrugada se oía el llanto de un niño que se había quedado perdido sin que jamás lo encontraran. Yo nunca lo escuché, pero varios de mis conocidos sí; el llanto se terminó al encontrar el esqueleto de un patojito debajo de la piedrona que movieron con tractor cuando ampliaron el camino.

Entre mi mujer y yo trabajamos bien duro para ahorrar y poner nuestra tienda. Mi mujer sabe hacer montón de dulces, se aprendió casi todas las recetas que le enseñó su abuela materna. Siempre procuramos tener bien surtido el negocio. Se ponía realegre en época de carnaval con los cascarones, las promociones de juntar tapitas para canjearlas por platos y vasos, y ya no digamos los álbumes del Mundial. Esto se llenaba de patojos que venían a comprar sus álbumes, sus sobres con tres estampas y se ponían a hacer intercambios para completar las selecciones que les hicieran falta.

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El ambiente cambió cuando al tendero de enfrente se le ocurrió vender licor. La cuadra empezó a llenarse de charitas que se la pasaban todo el día sentados en la banqueta. Digamos que algunos tenían modo para pedirle dinero a la gente, otros eran bien abusivos y espantaban a la clientela. Me dio mala espina el día que uno de los bolitos amaneció tieso frente a mi tienda. Creo que ese día empezó la salazón. De ahí vinieron los asaltos, los ataques a la hora que había partidos de basquetbol o futbol en las canchas. Mandé ponerle rejas al mostrador de la tienda, ya no dejé que mis hijos se quedaran en la calle más allá de las seis de la tarde. Eran aquella preocupación, aquel sudor y aquellos nervios cuando se tardaban y no había modo que se asomaran. No quiero ni recordarlo.

Así me estuve hasta que dos muchachos entraron la semana antepasada. A uno no lo conocía y al otro lo reconocí no más se me acercó: el nieto de doña María, la costurera. Aún se me hace verlo cuando llegaba a comprar sus galletas a escondidas, doña María cómo lo regañaba porque sólo se la pasaba comiendo chucherías y una vez mandó a devolver todos los pastelitos que compró. Esa vez se me acercó como si tuviera miedo, aunque lo disimulara, y me aventó el teléfono encima del mostrador.

No hace falta decir que ahí se me fue todo. El de enfrente había recibido su teléfono hacía poco. «¿Sabe cuánto me piden esos desgraciados?», me contó. «Dos mil quetzales semanales. Éstos creen que el pisto nos cae del cielo». Mejor cerró su negocio y se las peló para su pueblo. Nunca pensé que me vería en las mismas. Menos mal que no vendí el terreno que me dejó mi papá, aunque mis hermanos no respetaron los linderos y debo ver cómo se resuelve eso. Apenas están las paredes alzadas pero no importa, nos la pasamos puro campamento de gitanos mientras se construye lo demás.

Poco a poco fuimos vaciando la casa. Otro día vengo a ponerle cartel de que está a la venta, sólo apunto la dirección de correo electrónico para que escriban si están interesados, y después me arreglo con los proveedores. Si mis hijos pierden el ciclo escolar, no hay problema. El tiempo se repone, la vida no.