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Novela por entregas

Redacción República
14 de octubre, 2018

Novela por entregas, ESTE ES EL TEMA EN EL BLOG DE HISTORIAS URBANAS DE JOSÉ VICENTE SOLÓRZANO AGUILAR.

En tiempos del escritor René Leiva eran los “niños cantores de camioneta”. Primero subían a buses y ruleteros para entonar rancheras; después, antes de mutar a vendedores de golosinas, coreaban alabanzas evangélicas.

Otros se hacían pasar por sordomudos; pasaban repartiendo paquetes de chicles con un papelito sellado que daba fe de la imposibilidad de oír y hablar de quien apelaba a la caridad del receptor para que le dieran de diez centavos a un quetzal, conforme se depreció moneda. Conozco la anécdota del repartidor a quien le preguntaron “vos, ¿qué horas son?” y contestó que las once y media.

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No faltan los que tienen dotes para la narración oral y pueden competir con los contadores de cuentos que invitan a las actividades de fomento de la lectura. Esto se me ocurre tras la cuarta o quinta vez que vi a la señora que se subió al bus de regreso a la colonia para relatarnos a los pasajeros el más reciente episodio de sus desventuras.

La primera vez, con toda la pena y vergüenza que le daba, nos enteró que tenía a una de sus hijas grave en el hospital, a punto de entrar en coma, y no tenía dinero para costear los medicamentos.

Su drama es comprensible: abundan las historias de gente que tiene que salir corriendo de la emergencia a la farmacia más cercana para comprar guantes desechables, tiras de gasa y jeringas para poner la inyección porque no hay nada para el mínimo tratamiento del pariente enfermo.

La segunda vez, pasado un tiempo prudencial, nos informó que la hija murió a pesar de los esfuerzos de los médicos y las oraciones al Señor Jesús –las sectas evangélicas no aceptan intromisiones de la Virgen y los santos– y no tenía dinero para la compra del ataúd.

Era seguro que cayó en manos del primer tramitador, de los muchos que se acercan a que acaba de perder a un ser querido para ofrecerle desde la caja de pino más sencilla al entierro más suntuoso, todo en cuotas módicas para no aprovecharse del dolor que lo embarga; también recolectó una generosa donación en monedas.

A la tercera –desde ahí comencé a ponerle más atención; es una señora bajita, delgada y de ojos claros; quizá proceda de la costa o del oriente del país–, subió al bus para contarnos que su esposo y su hija menor murieron en una balacera, pasaron frente a la tienda donde la pandilla rival se cargó a buena parte del enemigo, y ellos se quedaron entre el fuego cruzado.

Y ahí estaba ella, recién enviudada, relatándolo todo con voz clara y firme, sin derramar ni una lágrima; el chofer, en raro gesto solidario, le bajó el volumen a la radio para que se la escuchara desde el primer hasta el último asiento.

El cuarto episodio lo refirió la semana pasada. Todavía le quedaba un hijo, el menor, que cayó en una honda depresión tras la pérdida tan seguida de su padre y sus hermanas; dejó de comer, se desmejoró poco a poco y se le murió en el mismo hospital.

La señora dejó su oficio doméstico para atenderlo, se le había terminado el poco dinero que recibió a la muerte de su esposo, y ahora vivía en una casa hogar. El auditorio, que seguro conocía uno o dos capítulos anteriores, no dejó de conmoverse y le dio su contribución.

Ahora, me imagino, ha de estar practicando el quinto episodio. Seguro lo pule en los buses que van para la zona 6, las camionetas que cubren la distancia a San José Pinula o las que atraviesan la avenida Hincapié. Cuida de que las variantes no se entrecrucen y se enreden en contradicciones. En breve sabremos qué necesidad la obliga a confiar en nuestra bondad y en nuestros monederos.

Novela por entregas

Redacción República
14 de octubre, 2018

Novela por entregas, ESTE ES EL TEMA EN EL BLOG DE HISTORIAS URBANAS DE JOSÉ VICENTE SOLÓRZANO AGUILAR.

En tiempos del escritor René Leiva eran los “niños cantores de camioneta”. Primero subían a buses y ruleteros para entonar rancheras; después, antes de mutar a vendedores de golosinas, coreaban alabanzas evangélicas.

Otros se hacían pasar por sordomudos; pasaban repartiendo paquetes de chicles con un papelito sellado que daba fe de la imposibilidad de oír y hablar de quien apelaba a la caridad del receptor para que le dieran de diez centavos a un quetzal, conforme se depreció moneda. Conozco la anécdota del repartidor a quien le preguntaron “vos, ¿qué horas son?” y contestó que las once y media.

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No faltan los que tienen dotes para la narración oral y pueden competir con los contadores de cuentos que invitan a las actividades de fomento de la lectura. Esto se me ocurre tras la cuarta o quinta vez que vi a la señora que se subió al bus de regreso a la colonia para relatarnos a los pasajeros el más reciente episodio de sus desventuras.

La primera vez, con toda la pena y vergüenza que le daba, nos enteró que tenía a una de sus hijas grave en el hospital, a punto de entrar en coma, y no tenía dinero para costear los medicamentos.

Su drama es comprensible: abundan las historias de gente que tiene que salir corriendo de la emergencia a la farmacia más cercana para comprar guantes desechables, tiras de gasa y jeringas para poner la inyección porque no hay nada para el mínimo tratamiento del pariente enfermo.

La segunda vez, pasado un tiempo prudencial, nos informó que la hija murió a pesar de los esfuerzos de los médicos y las oraciones al Señor Jesús –las sectas evangélicas no aceptan intromisiones de la Virgen y los santos– y no tenía dinero para la compra del ataúd.

Era seguro que cayó en manos del primer tramitador, de los muchos que se acercan a que acaba de perder a un ser querido para ofrecerle desde la caja de pino más sencilla al entierro más suntuoso, todo en cuotas módicas para no aprovecharse del dolor que lo embarga; también recolectó una generosa donación en monedas.

A la tercera –desde ahí comencé a ponerle más atención; es una señora bajita, delgada y de ojos claros; quizá proceda de la costa o del oriente del país–, subió al bus para contarnos que su esposo y su hija menor murieron en una balacera, pasaron frente a la tienda donde la pandilla rival se cargó a buena parte del enemigo, y ellos se quedaron entre el fuego cruzado.

Y ahí estaba ella, recién enviudada, relatándolo todo con voz clara y firme, sin derramar ni una lágrima; el chofer, en raro gesto solidario, le bajó el volumen a la radio para que se la escuchara desde el primer hasta el último asiento.

El cuarto episodio lo refirió la semana pasada. Todavía le quedaba un hijo, el menor, que cayó en una honda depresión tras la pérdida tan seguida de su padre y sus hermanas; dejó de comer, se desmejoró poco a poco y se le murió en el mismo hospital.

La señora dejó su oficio doméstico para atenderlo, se le había terminado el poco dinero que recibió a la muerte de su esposo, y ahora vivía en una casa hogar. El auditorio, que seguro conocía uno o dos capítulos anteriores, no dejó de conmoverse y le dio su contribución.

Ahora, me imagino, ha de estar practicando el quinto episodio. Seguro lo pule en los buses que van para la zona 6, las camionetas que cubren la distancia a San José Pinula o las que atraviesan la avenida Hincapié. Cuida de que las variantes no se entrecrucen y se enreden en contradicciones. En breve sabremos qué necesidad la obliga a confiar en nuestra bondad y en nuestros monederos.