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A propósito de un poema de Carmen Matute

Luis Gonzalez
10 de marzo, 2019

A propósito de un poema de Carmen Matute,ESTA ES LA HISTORIA URBANA DE JOSÉ VICENTE SOLÓRZANO AGUILAR.

Parte de la crítica local tiene simpatía por los libros de la poeta guatemalteca Carmen Matute dedicados a la plena iluminación del cuerpo y los sentidos (Designios de Eros, En el filo del gozo).

Yo prefiero la vertiente que suelo llamar «carmelina», donde se comunica con los suyos a pesar de los silencios alzados cual obstáculos.

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Ecos de casa vacía (1990) evalúa la relación de Carmen con su madre, Mercedes; todo el contenido de Casa de piedra y sueño (1997) se escribió durante la enfermedad, agonía y muerte de su esposo, Carlos. Sus versos transcurren en un cauce terso y cristalino, sin condolencias.

Poemas de estas dos vertientes suelen convivir en sus demás obras (Círculo vulnerable, Poeta solo, Vida insobornable) y en el material que acabo de conseguir, Que te llamen hoguera (2015), que vaya uno a saber por qué no lo sacaron a la venta en su momento.

Hasta llegué a pensar que lo retuvieron minutos antes de salir de la imprenta, aunque varios ejemplares lograron escapar al cerco que les tendieron y uno de ellos terminó en la venta de libros usados que frecuento, de tiempo en tiempo, allá por el Trébol.

Por cierto, hablando de todo un poco, ¿ya les sucedió que se identifican con ciertos versos, algún párrafo de novela o determinado pasaje bíblico cuyo contenido coincide con la situación personal que se atraviese justo en ese momento? Pues me acaba de suceder al leer el poema «Esta casa», incluido entre las páginas 26 y 27 de Que te llamen hoguera.

Carmen Matute comparte esa sensación de que algo o alguien nos harán siempre falta, así pasen los días y los años:

Entre el sueño y la vigilia

languidecen lentas

las horas tras los muros

que ocultan mi tristeza.

Crespones de luto

cierran las ventanas

y el corazón.

Hace una pausa, levanta el censo de los seres amados que ya no están, y sentencia:

Son muchos los muertos

y despiadada es la vida.

Durante el segundo semestre del año pasado sufrí las bajas de los escritores Luis Ortiz Archila y Carlos René García Escobar, mi abuela materna y mi amiga Teresita Magaña Muñoz. Luego me enteré que se les murieron familiares y amistades cercanas a varia gente que conozco. Los demás seguimos aquí, recordándolos, con el conocimiento de que nuestra caducidad puede expirar en cualquier momento.

Ante su ausencia es inevitable que ya no sintamos la pertenencia de antes en el espacio que compartimos con nuestros difuntos:

Esta casa

ya no es más, la mía.

Se han perdido las voces

que antes la poblaban,

no es aquella

de las puertas abiertas,

y los relojes

que no medían el tiempo,

inundado por las risas

de los niños,

y los ladridos del perro.

A la edad de oro de la infancia sucede la era del hierro, marcada por la invasión, el despojo y el destierro. El cálculo y el egoísmo apartan a empujones a los juegos y a la alegría. Los lugares amados se ofrecen en subasta por un tercio de su valor; los árboles del patio sucumben bajo el hacha y las paredes caen a puro martillazo. Pero la evocación persiste; por algo se tiene memoria. En vez de llenarla con agravios, mejor recreamos las presencias que nos son gratas:

Solo la plenitud de tu ausencia

se siente,

se respira

en cada muro, en cada rincón

donde el ayer es algo lejano

que quiero guardar en vano.

El Manual de Epícteto, filósofo practicante del estoicismo, llama a no lamentar a gritos y hacer público duelo por la muerte de nuestros deudos.

Nos recuerda que la vida es un préstamo; al morir, se la devolvemos a quien la concedió. Así, aunque la poeta declare que «Esta casa/ sin memoria/ con puertas que tus manos jamás abrieron/ se parece, cada vez más,/ a mi corazón vacío», el flujo vital no cesa. Mientras nos llegue el turno de morar entre las sombras, como se creyó en la época helenística, debemos proseguir con las tareas encomendadas a cada quien:

Sigo sembrando

camelias y rosas

en su pequeño jardín,

intento aún

llenarlo de libros y de gente,

insisto en lustrar yo misma

la noble madera

de su breve pasamanos

y del viejo armario.

Con todo, es inevitable que mientras se viva el duelo, o existan interferencias para llevarlo como se debe, se llegue a pensar que

Nada

me pertenece ahora,

ni siquiera el rayo de luna

que vigila mi insomnio

en esta casa

que ya no es más, la mía.

Solo queda pensar en el éxodo, en la nueva fundación de la ciudad y en las ruinas que se quedarán atrás, sin mano restauradora que las preserve para que las generaciones venideras se formen una idea del lugar donde moraron sus ancestros.

Bibliografía

MATUTE, Carmen, Que te llamen hoguera, Editorial Palo de Hormigo, Ciudad de Guatemala, 2015.

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A propósito de un poema de Carmen Matute

Luis Gonzalez
10 de marzo, 2019

A propósito de un poema de Carmen Matute,ESTA ES LA HISTORIA URBANA DE JOSÉ VICENTE SOLÓRZANO AGUILAR.

Parte de la crítica local tiene simpatía por los libros de la poeta guatemalteca Carmen Matute dedicados a la plena iluminación del cuerpo y los sentidos (Designios de Eros, En el filo del gozo).

Yo prefiero la vertiente que suelo llamar «carmelina», donde se comunica con los suyos a pesar de los silencios alzados cual obstáculos.

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Ecos de casa vacía (1990) evalúa la relación de Carmen con su madre, Mercedes; todo el contenido de Casa de piedra y sueño (1997) se escribió durante la enfermedad, agonía y muerte de su esposo, Carlos. Sus versos transcurren en un cauce terso y cristalino, sin condolencias.

Poemas de estas dos vertientes suelen convivir en sus demás obras (Círculo vulnerable, Poeta solo, Vida insobornable) y en el material que acabo de conseguir, Que te llamen hoguera (2015), que vaya uno a saber por qué no lo sacaron a la venta en su momento.

Hasta llegué a pensar que lo retuvieron minutos antes de salir de la imprenta, aunque varios ejemplares lograron escapar al cerco que les tendieron y uno de ellos terminó en la venta de libros usados que frecuento, de tiempo en tiempo, allá por el Trébol.

Por cierto, hablando de todo un poco, ¿ya les sucedió que se identifican con ciertos versos, algún párrafo de novela o determinado pasaje bíblico cuyo contenido coincide con la situación personal que se atraviese justo en ese momento? Pues me acaba de suceder al leer el poema «Esta casa», incluido entre las páginas 26 y 27 de Que te llamen hoguera.

Carmen Matute comparte esa sensación de que algo o alguien nos harán siempre falta, así pasen los días y los años:

Entre el sueño y la vigilia

languidecen lentas

las horas tras los muros

que ocultan mi tristeza.

Crespones de luto

cierran las ventanas

y el corazón.

Hace una pausa, levanta el censo de los seres amados que ya no están, y sentencia:

Son muchos los muertos

y despiadada es la vida.

Durante el segundo semestre del año pasado sufrí las bajas de los escritores Luis Ortiz Archila y Carlos René García Escobar, mi abuela materna y mi amiga Teresita Magaña Muñoz. Luego me enteré que se les murieron familiares y amistades cercanas a varia gente que conozco. Los demás seguimos aquí, recordándolos, con el conocimiento de que nuestra caducidad puede expirar en cualquier momento.

Ante su ausencia es inevitable que ya no sintamos la pertenencia de antes en el espacio que compartimos con nuestros difuntos:

Esta casa

ya no es más, la mía.

Se han perdido las voces

que antes la poblaban,

no es aquella

de las puertas abiertas,

y los relojes

que no medían el tiempo,

inundado por las risas

de los niños,

y los ladridos del perro.

A la edad de oro de la infancia sucede la era del hierro, marcada por la invasión, el despojo y el destierro. El cálculo y el egoísmo apartan a empujones a los juegos y a la alegría. Los lugares amados se ofrecen en subasta por un tercio de su valor; los árboles del patio sucumben bajo el hacha y las paredes caen a puro martillazo. Pero la evocación persiste; por algo se tiene memoria. En vez de llenarla con agravios, mejor recreamos las presencias que nos son gratas:

Solo la plenitud de tu ausencia

se siente,

se respira

en cada muro, en cada rincón

donde el ayer es algo lejano

que quiero guardar en vano.

El Manual de Epícteto, filósofo practicante del estoicismo, llama a no lamentar a gritos y hacer público duelo por la muerte de nuestros deudos.

Nos recuerda que la vida es un préstamo; al morir, se la devolvemos a quien la concedió. Así, aunque la poeta declare que «Esta casa/ sin memoria/ con puertas que tus manos jamás abrieron/ se parece, cada vez más,/ a mi corazón vacío», el flujo vital no cesa. Mientras nos llegue el turno de morar entre las sombras, como se creyó en la época helenística, debemos proseguir con las tareas encomendadas a cada quien:

Sigo sembrando

camelias y rosas

en su pequeño jardín,

intento aún

llenarlo de libros y de gente,

insisto en lustrar yo misma

la noble madera

de su breve pasamanos

y del viejo armario.

Con todo, es inevitable que mientras se viva el duelo, o existan interferencias para llevarlo como se debe, se llegue a pensar que

Nada

me pertenece ahora,

ni siquiera el rayo de luna

que vigila mi insomnio

en esta casa

que ya no es más, la mía.

Solo queda pensar en el éxodo, en la nueva fundación de la ciudad y en las ruinas que se quedarán atrás, sin mano restauradora que las preserve para que las generaciones venideras se formen una idea del lugar donde moraron sus ancestros.

Bibliografía

MATUTE, Carmen, Que te llamen hoguera, Editorial Palo de Hormigo, Ciudad de Guatemala, 2015.

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