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Noche de paz, noche de amor

Armando De la Torre
16 de diciembre, 2020

Así comienza el texto del villancico más amado de la historia moderna, cuya letra fue escrita por el sacerdote Joseph Mohr, y su melodía compuesta por el organista Franz Xaver Gruber. Ambos tiroleses de la más pura cepa, y ya para aquellos años para la edad adulta del romanticismo germánico.

Su éxito fue instantáneo y se ha mantenido a la cabeza de todas las composiciones musicales con el motivo de la navidad hasta el día de hoy.

Por mi parte, también guardo del marco del Tirol originario muy bellos recuerdos: para comenzar el imponente marco geográfico de sus cumbres, en particular ese frío helado enteramente vestido de blanco de sus noches de invierno. Mo menos tampoco de esa ciudad tan encantadora de Innsbruck, y de tantos escenarios imponentes y dulces a un tiempo, al compás de cuatro por cuatro de las semanas mozarteanas cada verano. 

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Por eso me permito ahora completar este texto tan sencillo y original: 

…Todos duermen en derredor

Entre los astros que esparcen su luz

Bella anunciando al niño Jesús

Brilla la estrella de paz

Brilla la estrella de amor

Noche de paz, noche de luz

Ha nacido Jesús

Pastorcillos que oíd anunciad

No temáis cuando entréis adorarlo

Que ha nacido el amor

Que ha nacido el amor

Desde el pesebre del niño Jesús

La tierra entera se llena de luz

Porque ha nacido Jesús

Entre canciones de amor.

Por aquellos mismos tiempos, Napoleón Bonaparte brillaba en el ápice de una gloria tan mundana, en contraste con aquella de Jesús tan humilde y tan mansa. Además, se había ya erigido en un árbitro temido de la Europa continental. 

Nuestra madre España, al mismo tiempo, se desintegraba bajo el cetro napoleónico del hermano de Napoleón, José, y con ella también nosotros los hispanos parlantes de este lado del Atlántico. 

Mientras Inglaterra, parapetada tras los riscos de Dover, aguardaba a su turno a ser inundada por una invasión francesa. Y la inmensa Rusia imperial yacía paralizada, cual Esfinge esteparia, y temerosa al mismo tiempo de un inminente y estremecedor zarpazo napoleónico. 

Por cierto, esa última amenaza militar habría de ser musicalmente integrada por los enérgicos acentos de otro francés, Rouget de Lisle, e incorporada más tarde magistralmente por Peter Illich Tchaikovsky en su célebre Obertura “1812”.

Nuestra América para ese mismo entretanto en manos de una dinastía borbónica igual de afrancesada, empezaba por su parte a desperezarse de aquel sueño imperial de los Habsburgos al que le habían servido paradójicamente tres siglos antes los pendones de Castilla por mandato de la muy Católica Isabel. 

Y todo esto no menos al alcance del pincel contemporáneo de un Francisco de Goya que supo incorporar como nadie el entorno horroroso de los “Sueños de la Razón” que habrían de producir tantos otros monstruos a la Marat y Robespierre.  

Hoy, en cambio, tras una tumultuosa sucesión de revoluciones de otro tipo mucho menos románticas y más tecnológicas y frías, este nuestro mundo nos ha resultado muy otro. 

Y así, por ejemplo, las torres góticas de nuestras catedrales ya no puntean soberanas sobre las ciudades a su entorno sino esos rascacielos de los grandes emporios internacionales de la industria y del comercio. 

Tampoco, sea dicho de paso, nos mantenemos fieles mayoritariamente en ese amor que habría de alentar para siempre al seno de una familia monógama, y que hace dos mil años Mateo había descrito como aquel por el que “…el hombre dejará padre y madre, y se unirá a su mujer, y los dos serán una sola carne” (Mateo 19:5).

Ni respetamos lo sagrado de la vida, reducido ayer a un polvo químico experimental en Auschwitz y Bergenbelsen, y hoy a los fetos desechables y a los órganos a la venta comercial de tantos aún no nacidos.

Por último, ya nos hemos vuelto una “aldea global” como nos lo calificó Marshall MacLuhan, pero en la que tampoco reina aún una paz de las consciencias redimidas merced al símbolo originario de un niño en un pesebre en las afueras de Belén. 

Tan solo hablamos de otra paz racionalmente lograda al precio de tratados mendaces y para el muy corto plazo, ya sea, por ejemplo, en los mercados más abiertos y lucrativos, ya sea en el más cerrado de los arreglos y negociaciones a escondidas entre Cancillerías.

Y así hoy, ya no es Napoleón sino los dueños de las tecnologías digitales los emperadores de nuestras mentes y de nuestros logros. 

Y también por eso, precisamente los medios de comunicación tan embusteros que responden a los intereses disimulados de los más acaudalados del Silicon Valley o de ciertos magnates pedófilos de Hollywood, son quienes pretenden hacérsenos nuestras únicas opciones. 

En el entretanto, aquel mundo urgido de calor y de alimentos de Charles Dickens una vez más. Y con avaros monopolizadores de los poderes mediáticos a su servicio mientras pululan niños harapientos y hambrientos en África, Yemen o en nuestro altiplano indígena. 

Por otra parte, es verdad que ya apenas nos quedan analfabetas a nivel mundial; y que no se repiten oleadas recurrentes de hambrunas masivas como antes. Es más, hemos de agradecer que nuestra esperanza media de vida se ha triplicado y que hemos eliminado tantas otras enfermedades mortíferas como las de la viruela, el tifus, el cólera o hasta aquella terrible peste bubónica que nos asoló de la China a Irlanda a finales de la Edad Media. 

Y también no menos de que nos hallamos mucho mejor informados de las realidades físicas y sicológicas de nuestro entorno, que promete hacérsenos en poco tiempo también galáctico. 

¿Pero acaso nos sentimos, después de haber acumulado tanto, mucho más seguros y complacidos? 

A ratos Sí, y ciertamente multiplicados por rozar en nuestros días la cifra antes inconcebible de ocho mil millones de humanos reducidos a un globo azul que gira monótonamente en torno al Sol… 

Y por eso mismo nos duele tanto que también hayamos acabado de romper todos los records de drogadicción, de suicidio y de un sofocante nihilismo universalizado que a muchos lleva a la desesperación más inconsolable. 

Pero a cambio de todo eso, y en medio de tanto torbellino supuestamente “progresista” que nos sacude a diario, la melodía y los versos simples de un villancico cantado por primera vez entre las alturas majestuosas de los Alpes, nos dejan aún no menos conmovidos que aquellos pastores arracimados en torno a una cueva en el Belén de Judá y que a pesar de tanto frío invernal se sintieron cautelosamente animados por una primavera que esta vez prometía poder ser eterna.

Yo también me uno a ellos, y canto al unísono: ¡Feliz Navidad! 

Noche de paz, noche de amor

Armando De la Torre
16 de diciembre, 2020

Así comienza el texto del villancico más amado de la historia moderna, cuya letra fue escrita por el sacerdote Joseph Mohr, y su melodía compuesta por el organista Franz Xaver Gruber. Ambos tiroleses de la más pura cepa, y ya para aquellos años para la edad adulta del romanticismo germánico.

Su éxito fue instantáneo y se ha mantenido a la cabeza de todas las composiciones musicales con el motivo de la navidad hasta el día de hoy.

Por mi parte, también guardo del marco del Tirol originario muy bellos recuerdos: para comenzar el imponente marco geográfico de sus cumbres, en particular ese frío helado enteramente vestido de blanco de sus noches de invierno. Mo menos tampoco de esa ciudad tan encantadora de Innsbruck, y de tantos escenarios imponentes y dulces a un tiempo, al compás de cuatro por cuatro de las semanas mozarteanas cada verano. 

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Por eso me permito ahora completar este texto tan sencillo y original: 

…Todos duermen en derredor

Entre los astros que esparcen su luz

Bella anunciando al niño Jesús

Brilla la estrella de paz

Brilla la estrella de amor

Noche de paz, noche de luz

Ha nacido Jesús

Pastorcillos que oíd anunciad

No temáis cuando entréis adorarlo

Que ha nacido el amor

Que ha nacido el amor

Desde el pesebre del niño Jesús

La tierra entera se llena de luz

Porque ha nacido Jesús

Entre canciones de amor.

Por aquellos mismos tiempos, Napoleón Bonaparte brillaba en el ápice de una gloria tan mundana, en contraste con aquella de Jesús tan humilde y tan mansa. Además, se había ya erigido en un árbitro temido de la Europa continental. 

Nuestra madre España, al mismo tiempo, se desintegraba bajo el cetro napoleónico del hermano de Napoleón, José, y con ella también nosotros los hispanos parlantes de este lado del Atlántico. 

Mientras Inglaterra, parapetada tras los riscos de Dover, aguardaba a su turno a ser inundada por una invasión francesa. Y la inmensa Rusia imperial yacía paralizada, cual Esfinge esteparia, y temerosa al mismo tiempo de un inminente y estremecedor zarpazo napoleónico. 

Por cierto, esa última amenaza militar habría de ser musicalmente integrada por los enérgicos acentos de otro francés, Rouget de Lisle, e incorporada más tarde magistralmente por Peter Illich Tchaikovsky en su célebre Obertura “1812”.

Nuestra América para ese mismo entretanto en manos de una dinastía borbónica igual de afrancesada, empezaba por su parte a desperezarse de aquel sueño imperial de los Habsburgos al que le habían servido paradójicamente tres siglos antes los pendones de Castilla por mandato de la muy Católica Isabel. 

Y todo esto no menos al alcance del pincel contemporáneo de un Francisco de Goya que supo incorporar como nadie el entorno horroroso de los “Sueños de la Razón” que habrían de producir tantos otros monstruos a la Marat y Robespierre.  

Hoy, en cambio, tras una tumultuosa sucesión de revoluciones de otro tipo mucho menos románticas y más tecnológicas y frías, este nuestro mundo nos ha resultado muy otro. 

Y así, por ejemplo, las torres góticas de nuestras catedrales ya no puntean soberanas sobre las ciudades a su entorno sino esos rascacielos de los grandes emporios internacionales de la industria y del comercio. 

Tampoco, sea dicho de paso, nos mantenemos fieles mayoritariamente en ese amor que habría de alentar para siempre al seno de una familia monógama, y que hace dos mil años Mateo había descrito como aquel por el que “…el hombre dejará padre y madre, y se unirá a su mujer, y los dos serán una sola carne” (Mateo 19:5).

Ni respetamos lo sagrado de la vida, reducido ayer a un polvo químico experimental en Auschwitz y Bergenbelsen, y hoy a los fetos desechables y a los órganos a la venta comercial de tantos aún no nacidos.

Por último, ya nos hemos vuelto una “aldea global” como nos lo calificó Marshall MacLuhan, pero en la que tampoco reina aún una paz de las consciencias redimidas merced al símbolo originario de un niño en un pesebre en las afueras de Belén. 

Tan solo hablamos de otra paz racionalmente lograda al precio de tratados mendaces y para el muy corto plazo, ya sea, por ejemplo, en los mercados más abiertos y lucrativos, ya sea en el más cerrado de los arreglos y negociaciones a escondidas entre Cancillerías.

Y así hoy, ya no es Napoleón sino los dueños de las tecnologías digitales los emperadores de nuestras mentes y de nuestros logros. 

Y también por eso, precisamente los medios de comunicación tan embusteros que responden a los intereses disimulados de los más acaudalados del Silicon Valley o de ciertos magnates pedófilos de Hollywood, son quienes pretenden hacérsenos nuestras únicas opciones. 

En el entretanto, aquel mundo urgido de calor y de alimentos de Charles Dickens una vez más. Y con avaros monopolizadores de los poderes mediáticos a su servicio mientras pululan niños harapientos y hambrientos en África, Yemen o en nuestro altiplano indígena. 

Por otra parte, es verdad que ya apenas nos quedan analfabetas a nivel mundial; y que no se repiten oleadas recurrentes de hambrunas masivas como antes. Es más, hemos de agradecer que nuestra esperanza media de vida se ha triplicado y que hemos eliminado tantas otras enfermedades mortíferas como las de la viruela, el tifus, el cólera o hasta aquella terrible peste bubónica que nos asoló de la China a Irlanda a finales de la Edad Media. 

Y también no menos de que nos hallamos mucho mejor informados de las realidades físicas y sicológicas de nuestro entorno, que promete hacérsenos en poco tiempo también galáctico. 

¿Pero acaso nos sentimos, después de haber acumulado tanto, mucho más seguros y complacidos? 

A ratos Sí, y ciertamente multiplicados por rozar en nuestros días la cifra antes inconcebible de ocho mil millones de humanos reducidos a un globo azul que gira monótonamente en torno al Sol… 

Y por eso mismo nos duele tanto que también hayamos acabado de romper todos los records de drogadicción, de suicidio y de un sofocante nihilismo universalizado que a muchos lleva a la desesperación más inconsolable. 

Pero a cambio de todo eso, y en medio de tanto torbellino supuestamente “progresista” que nos sacude a diario, la melodía y los versos simples de un villancico cantado por primera vez entre las alturas majestuosas de los Alpes, nos dejan aún no menos conmovidos que aquellos pastores arracimados en torno a una cueva en el Belén de Judá y que a pesar de tanto frío invernal se sintieron cautelosamente animados por una primavera que esta vez prometía poder ser eterna.

Yo también me uno a ellos, y canto al unísono: ¡Feliz Navidad!