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Historias Urbanas | Árboles en bolsa

Invitado
20 de junio, 2021

Árboles en bolsa. Esta es la historia urbana de José Vicente Solórzano Aguilar.

El otro día me encontré con un picop cargado de árboles. Estaba a la par de la caseta donde venden desayunos, cerca del paseo recorrido por caminantes y atletas. Algunas bolsas tenían rótulos pegados con cinta adhesiva: palo blanco, matilisguate, hormigo, jacaranda. Así pude reconocer a cada especie por su nombre.

Supuse que los llevaban al paraje donde los sembrarán con ayuda del comité de vecinos, el grupo ecológico fundado por jóvenes de la colonia, o los estudiantes que necesitan puntos para ganar la clase de ciencias naturales recibida a distancia. Alguna vez fui a sembrar cipreses al campo, convencido de que así ayudaba a preservar el medio ambiente y aportaba mi esfuerzo al bienestar de las futuras generaciones.

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Por supuesto, nadie se preocupó de que regresáramos una vez por semana para cuidarlos: los organizadores apostaron por la pronta llegada del invierno… y ese año hubo sequía. Los supervivientes se aferraron al suelo con la tenacidad del que nada tiene que perder; sucumbieron bajo el ataque combinado de los insectos, las malas yerbas y los niños que se ponían a jugar futbol después de clases.

Espero que los reforestadores cuiden los árboles para que alcancen el porte de los que bordean el paseo, sembrados hace cuarenta o cincuenta años. No sufrieron la cruel poda justificada para dejarles vía libre a los cables del tendido eléctrico: la mayoría conserva intactas sus copas. Las ramas se alargan de una orilla a otra como si quisieran abrazarse, hay suficiente espacio para la construcción de nidos, y las colas de quetzal se agrupan en colonias.

Ya no pintan los troncos con los emblemas de los partidos políticos cada cuatro años (los condenaban a ostentar los colores del Partido Revolucionario, la Central Auténtica Nacionalista y el Movimiento Emergente de Concordia durante décadas), pero los árboles siguen expuestos a los novios que graban las iniciales de sus nombres dentro de un corazón trazado a la brava, seguros de que se profesan amor eterno aunque la relación llegue a su final dentro de uno o dos meses.

Ojalá queden patojos capaces de encaramarse hasta lo más alto, sin temor a las caídas y los resbalones, con la avidez del vigía ansioso por gritar «tierra a la vista». Tiene que haberlos. No todos se encuentran absorbidos por los juegos disponibles en pantalla.

El circo deja la ciudad

Hábitos alimenticios

A pajarear

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Árboles en bolsa. Esta es la historia urbana de José Vicente Solórzano Aguilar.

El otro día me encontré con un picop cargado de árboles. Estaba a la par de la caseta donde venden desayunos, cerca del paseo recorrido por caminantes y atletas. Algunas bolsas tenían rótulos pegados con cinta adhesiva: palo blanco, matilisguate, hormigo, jacaranda. Así pude reconocer a cada especie por su nombre.

Supuse que los llevaban al paraje donde los sembrarán con ayuda del comité de vecinos, el grupo ecológico fundado por jóvenes de la colonia, o los estudiantes que necesitan puntos para ganar la clase de ciencias naturales recibida a distancia. Alguna vez fui a sembrar cipreses al campo, convencido de que así ayudaba a preservar el medio ambiente y aportaba mi esfuerzo al bienestar de las futuras generaciones.

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Por supuesto, nadie se preocupó de que regresáramos una vez por semana para cuidarlos: los organizadores apostaron por la pronta llegada del invierno… y ese año hubo sequía. Los supervivientes se aferraron al suelo con la tenacidad del que nada tiene que perder; sucumbieron bajo el ataque combinado de los insectos, las malas yerbas y los niños que se ponían a jugar futbol después de clases.

Espero que los reforestadores cuiden los árboles para que alcancen el porte de los que bordean el paseo, sembrados hace cuarenta o cincuenta años. No sufrieron la cruel poda justificada para dejarles vía libre a los cables del tendido eléctrico: la mayoría conserva intactas sus copas. Las ramas se alargan de una orilla a otra como si quisieran abrazarse, hay suficiente espacio para la construcción de nidos, y las colas de quetzal se agrupan en colonias.

Ya no pintan los troncos con los emblemas de los partidos políticos cada cuatro años (los condenaban a ostentar los colores del Partido Revolucionario, la Central Auténtica Nacionalista y el Movimiento Emergente de Concordia durante décadas), pero los árboles siguen expuestos a los novios que graban las iniciales de sus nombres dentro de un corazón trazado a la brava, seguros de que se profesan amor eterno aunque la relación llegue a su final dentro de uno o dos meses.

Ojalá queden patojos capaces de encaramarse hasta lo más alto, sin temor a las caídas y los resbalones, con la avidez del vigía ansioso por gritar «tierra a la vista». Tiene que haberlos. No todos se encuentran absorbidos por los juegos disponibles en pantalla.

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