Árboles en bolsa. Esta es la historia urbana de José Vicente Solórzano Aguilar.
El otro día me encontré con un picop cargado de árboles. Estaba a la par de la caseta donde venden desayunos, cerca del paseo recorrido por caminantes y atletas. Algunas bolsas tenían rótulos pegados con cinta adhesiva: palo blanco, matilisguate, hormigo, jacaranda. Así pude reconocer a cada especie por su nombre.
Supuse que los llevaban al paraje donde los sembrarán con ayuda del comité de vecinos, el grupo ecológico fundado por jóvenes de la colonia, o los estudiantes que necesitan puntos para ganar la clase de ciencias naturales recibida a distancia. Alguna vez fui a sembrar cipreses al campo, convencido de que así ayudaba a preservar el medio ambiente y aportaba mi esfuerzo al bienestar de las futuras generaciones.
Por supuesto, nadie se preocupó de que regresáramos una vez por semana para cuidarlos: los organizadores apostaron por la pronta llegada del invierno… y ese año hubo sequía. Los supervivientes se aferraron al suelo con la tenacidad del que nada tiene que perder; sucumbieron bajo el ataque combinado de los insectos, las malas yerbas y los niños que se ponían a jugar futbol después de clases.
Espero que los reforestadores cuiden los árboles para que alcancen el porte de los que bordean el paseo, sembrados hace cuarenta o cincuenta años. No sufrieron la cruel poda justificada para dejarles vía libre a los cables del tendido eléctrico: la mayoría conserva intactas sus copas. Las ramas se alargan de una orilla a otra como si quisieran abrazarse, hay suficiente espacio para la construcción de nidos, y las colas de quetzal se agrupan en colonias.
Ya no pintan los troncos con los emblemas de los partidos políticos cada cuatro años (los condenaban a ostentar los colores del Partido Revolucionario, la Central Auténtica Nacionalista y el Movimiento Emergente de Concordia durante décadas), pero los árboles siguen expuestos a los novios que graban las iniciales de sus nombres dentro de un corazón trazado a la brava, seguros de que se profesan amor eterno aunque la relación llegue a su final dentro de uno o dos meses.
Ojalá queden patojos capaces de encaramarse hasta lo más alto, sin temor a las caídas y los resbalones, con la avidez del vigía ansioso por gritar «tierra a la vista». Tiene que haberlos. No todos se encuentran absorbidos por los juegos disponibles en pantalla.