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El soft power y el negocio del progresismo

Lo peligroso de esto es la fuerza actual del soft power que la progresía globalista empuña y que va dirigido, principalmente, a las generaciones jóvenes, por lo general menos eruditas, adictas a las respuestas rápidas.

.
Roberto Carlos Recinos-Abularach |
19 de julio, 2023

En relaciones internacionales, como sabemos, el poder blando -soft power- consiste en la capacidad de persuadir a otros sin el uso de la coacción. Gracias a él, logramos que otros piensen y/o hagan lo que yo inspiro, dados mis valores, mi cultura o la atracción de mis modelos. Este tipo de poder se contrapone al más histórico poder duro, tradicionalmente militar y económico. Inspirar -hacer nacer en la mente de otros ideas que validan mi discurso- e influenciar la acción de mis contrapartes para mi beneficio o legitimación requiere de cualidades éticas, empíricas y técnicas importantes - y puede darse más allá -o más acá, en todo caso- del ámbito de las relaciones internacionales; puede existir en las relaciones interpersonales, los imaginarios compartidos o las guerras culturale

Hablando, específicamente, de ideas políticas, decimos que el progresismo de hoy -se asume a sí mismo como una nueva izquierda más sofisticada- sufre de influencias de dudosa calidad social, como el libertinaje sexual sin límites, la glorificación del uso de narcóticos, la posmoderna deconstrucción de la familia natural o su particular idea de remuneración, desligada del trabajo duro y el mérito. Lo peligroso de esto es la fuerza actual del soft power que la progresía globalista empuña y que va dirigido, principalmente, a las generaciones jóvenes, por lo general menos eruditas, adictas a las respuestas rápidas. Esto ha creado una cierta hegemonía cultural que se ha establecido con autoridad en la psique colectiva del ciudadano joven, el joven adulto y los “votantes por primera vez” en muchas partes del mundo.

Esta izquierda, llamada “hippie” por algunos comentaristas, no es la marxista, pero sí comparte con ésta el resentimiento social como pilar de su ideología, así como la violencia de método para imponer su pensamiento y la intransigente supresión del desacuerdo. Así, los movimientos progresistas han demostrado ganar mucho dinero manipulando la opinión pública -la cotidianidad cultural-, explotando este resentimiento y odio que ellos mismos han sembrado con pensamiento mágico.

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Todavía esperamos, los que no entendemos a la sociedad ni ninguno de sus modelos preeminentes como ideales, alguna expresión equilibrada de capitalismo, socialismo, progresismo o humanismo que demuestre que con voluntad, probidad, aptitud y disciplina se puede destorcer la ruta política y administrativa a la que estamos acostumbrados, basada en la ineficiencia, malversación, inmoralidad e incapacidad que nos mantienen en el tercer o cuarto mundo.

Se puede, pero requiere de mucho más de lo que nos ofrece la clase política vigente, quienes han descuidado el papel que la experiencia transversal, la psicología, e incluso la espiritualidad, tienen en la formación de un político de carrera.

Algunos se preguntarán, ¿por qué el autor habla solo de progresismo, cuál es su sesgo? Ciertamente, puede parecer que existe un bias oculto disfrazado de consternación, no obstante, aclaro: ocurre que, sobre los otros modelos, menos de moda, ya se ha dicho casi todo. Es vox populi que las estrategias conservadoras tradicionales (valga aquí la redundancia conceptual) construidas sobre discursos económicos caducos y el ejercicio clientelar del poder público no sirven más que a un puñado de corruptos. En ese sentido, el progresismo se presenta como “nueva política”, el movimiento mesías de nuestros tiempos, y por ello se examina con mayor ahínco.

¿Se sostendrán sus postulados ante escrutinio profundo? En caso que sus máximas y métodos sean desacreditados por la evidencia, entonces corresponde seguir buscando arquetipos que nos liberen de una buena vez de nuestro gran predicamento: el Estado fallido.

Termino con los puntos que considero definen al progresismo actual y que se DEBERÍAN discutir con apertura, lógica y respeto en el próximo mes, en Guatemala, a propósito del balotaje que incluye a dos supuestos partidos de izquierda -uno más claramente que el otro.  Hablemos del impacto ideológico y los negocios que generan: la ideología de género, la industria del aborto, el feminismo supremacista, la implantación inorgánica de la agenda LGBT -incluyendo la descarada promoción de la transexualidad entre niños pequeños-, el lenguaje inclusivo y, muy importantemente, la cultura de la cancelación que busca excluir todo pensamiento que estorba su libreta, eliminando del panorama, así, poderes blandos que buscan competir democráticamente en el mercado de ideas políticas contemporáneas.

Corresponde preguntarnos a favor de qué trabaja y contra qué atenta, para formar una idea más precisa -menos emocional y sensacionalista- de qué es realmente el progresismo

. Así nuestro voto y nuestra militancia resultarán más serias y consecuentes.

El soft power y el negocio del progresismo

Lo peligroso de esto es la fuerza actual del soft power que la progresía globalista empuña y que va dirigido, principalmente, a las generaciones jóvenes, por lo general menos eruditas, adictas a las respuestas rápidas.

Roberto Carlos Recinos-Abularach |
19 de julio, 2023
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En relaciones internacionales, como sabemos, el poder blando -soft power- consiste en la capacidad de persuadir a otros sin el uso de la coacción. Gracias a él, logramos que otros piensen y/o hagan lo que yo inspiro, dados mis valores, mi cultura o la atracción de mis modelos. Este tipo de poder se contrapone al más histórico poder duro, tradicionalmente militar y económico. Inspirar -hacer nacer en la mente de otros ideas que validan mi discurso- e influenciar la acción de mis contrapartes para mi beneficio o legitimación requiere de cualidades éticas, empíricas y técnicas importantes - y puede darse más allá -o más acá, en todo caso- del ámbito de las relaciones internacionales; puede existir en las relaciones interpersonales, los imaginarios compartidos o las guerras culturale

Hablando, específicamente, de ideas políticas, decimos que el progresismo de hoy -se asume a sí mismo como una nueva izquierda más sofisticada- sufre de influencias de dudosa calidad social, como el libertinaje sexual sin límites, la glorificación del uso de narcóticos, la posmoderna deconstrucción de la familia natural o su particular idea de remuneración, desligada del trabajo duro y el mérito. Lo peligroso de esto es la fuerza actual del soft power que la progresía globalista empuña y que va dirigido, principalmente, a las generaciones jóvenes, por lo general menos eruditas, adictas a las respuestas rápidas. Esto ha creado una cierta hegemonía cultural que se ha establecido con autoridad en la psique colectiva del ciudadano joven, el joven adulto y los “votantes por primera vez” en muchas partes del mundo.

Esta izquierda, llamada “hippie” por algunos comentaristas, no es la marxista, pero sí comparte con ésta el resentimiento social como pilar de su ideología, así como la violencia de método para imponer su pensamiento y la intransigente supresión del desacuerdo. Así, los movimientos progresistas han demostrado ganar mucho dinero manipulando la opinión pública -la cotidianidad cultural-, explotando este resentimiento y odio que ellos mismos han sembrado con pensamiento mágico.

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Se puede, pero requiere de mucho más de lo que nos ofrece la clase política vigente, quienes han descuidado el papel que la experiencia transversal, la psicología, e incluso la espiritualidad, tienen en la formación de un político de carrera.

Algunos se preguntarán, ¿por qué el autor habla solo de progresismo, cuál es su sesgo? Ciertamente, puede parecer que existe un bias oculto disfrazado de consternación, no obstante, aclaro: ocurre que, sobre los otros modelos, menos de moda, ya se ha dicho casi todo. Es vox populi que las estrategias conservadoras tradicionales (valga aquí la redundancia conceptual) construidas sobre discursos económicos caducos y el ejercicio clientelar del poder público no sirven más que a un puñado de corruptos. En ese sentido, el progresismo se presenta como “nueva política”, el movimiento mesías de nuestros tiempos, y por ello se examina con mayor ahínco.

¿Se sostendrán sus postulados ante escrutinio profundo? En caso que sus máximas y métodos sean desacreditados por la evidencia, entonces corresponde seguir buscando arquetipos que nos liberen de una buena vez de nuestro gran predicamento: el Estado fallido.

Termino con los puntos que considero definen al progresismo actual y que se DEBERÍAN discutir con apertura, lógica y respeto en el próximo mes, en Guatemala, a propósito del balotaje que incluye a dos supuestos partidos de izquierda -uno más claramente que el otro.  Hablemos del impacto ideológico y los negocios que generan: la ideología de género, la industria del aborto, el feminismo supremacista, la implantación inorgánica de la agenda LGBT -incluyendo la descarada promoción de la transexualidad entre niños pequeños-, el lenguaje inclusivo y, muy importantemente, la cultura de la cancelación que busca excluir todo pensamiento que estorba su libreta, eliminando del panorama, así, poderes blandos que buscan competir democráticamente en el mercado de ideas políticas contemporáneas.

Corresponde preguntarnos a favor de qué trabaja y contra qué atenta, para formar una idea más precisa -menos emocional y sensacionalista- de qué es realmente el progresismo

. Así nuestro voto y nuestra militancia resultarán más serias y consecuentes.