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Historias Urbanas | Después de los plomazos

Invitado
07 de noviembre, 2021

Después de los plomazos. Esta es la historia urbana de José Vicente Solórzano Aguilar.

Guatemala es una escena del crimen.

Francisco Alejandro Méndez

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Los plomazos sonaron bien cerca de la ventana. Estábamos almorzando, nos hicimos un alboroto para tirarnos al suelo y taparnos la cabeza. Oímos el acelerón de un carro, hasta aquí nos llegó el olor a hule quemado. Esperamos unos minutos y después salimos a ver qué pasó.

Dos de los patojos limpiavidrios estaban tirados a media calle. Uno tenía un tiro en la frente y el otro se desangraba bocabajo. Todavía apretaba su trapo en la mano izquierda. El grupito de niños que se mantenía con ellos estaba acurrucado cerca del poste, hechos un nudo, algunos lloraban recio.

Primero llegaron los bomberos. Rápido se pusieron a la par de los patojos para tocarles el cuello, las muñecas, para ver si aún tenían pulso. Por sus gestos supimos que no se podía hacer nada por ellos. Al segundo muchacho cabal le acertaron un tiro en la nuca. Imposible pararle todo aquel sangrerío que se regaba encima de los adoquines.

A los cinco minutos se asomaron los policías y el carrito del Ministerio Público. Empezaron a mover a la gente, taparon la vía, colocaron cintas amarillas en las esquinas. Decían que estábamos contaminando la escena. Después se acercaron a los cuerpos y comenzaron a revisar despacio el suelo. Marcaron un círculo con yeso aquí, otro allá, dejaron cartelitos con números donde encontraban las municiones.

De último se aparecieron los del canal de cable a filmar todo lo que pasaba y trataron de entrevistar a la gente. Nadie quería decir nada, no querían que los enfocaran, «si quiere hablo, pero no me grabe», «¿y cuánto me van a dar, pues?». Antes de que llegaran las cámaras hablaban quedito, ahora sellaban sus bocas.

Escuché que los patojos se acercaron a un picop. Se miraba nuevecito, parecía recién sacado de la agencia. Primero le tiraron un chorro de agua con detergente al parabrisas y rápido se pusieron a limpiarlo. El chofer se puso bravo, les gritó que no lo hicieran. Los patojos se enojaron, el que estaba a la izquierda dio un manotazo en la puerta. Vino el chofer, sacó su escuadra y les voló bala a los dos. Ni tiempo les dio a que se fueran corriendo. Ahí se quedaron tirados, delante de los negocios abiertos y todos los que pasaban a esa hora por la calle.

Creo que le hubiera disparado a los demás niños de no ser porque en ese momento el semáforo dio luz verde y siguió su rumbo como si nada hubiera pasado. Ninguno se fijó si agarró en dirección a los campos, o dio la vuelta por la gasolinera para salir hecho pistola a la calzada y de ahí a la carretera.

Me dio no sé qué verme en la tele cuando pasaron el resumen de las noticias por el cable. «Mejor te hubieras puesto zapatos, mirá cómo salís vos, todo chancletudo», me dijo mi mujer. ¿Y qué tiempo iba a yo tener de arreglarme? Ahora estamos aquí y no sabemos si nos pasan llevando de corbata a los cinco segundos.

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07 de noviembre, 2021

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Guatemala es una escena del crimen.

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Los plomazos sonaron bien cerca de la ventana. Estábamos almorzando, nos hicimos un alboroto para tirarnos al suelo y taparnos la cabeza. Oímos el acelerón de un carro, hasta aquí nos llegó el olor a hule quemado. Esperamos unos minutos y después salimos a ver qué pasó.

Dos de los patojos limpiavidrios estaban tirados a media calle. Uno tenía un tiro en la frente y el otro se desangraba bocabajo. Todavía apretaba su trapo en la mano izquierda. El grupito de niños que se mantenía con ellos estaba acurrucado cerca del poste, hechos un nudo, algunos lloraban recio.

Primero llegaron los bomberos. Rápido se pusieron a la par de los patojos para tocarles el cuello, las muñecas, para ver si aún tenían pulso. Por sus gestos supimos que no se podía hacer nada por ellos. Al segundo muchacho cabal le acertaron un tiro en la nuca. Imposible pararle todo aquel sangrerío que se regaba encima de los adoquines.

A los cinco minutos se asomaron los policías y el carrito del Ministerio Público. Empezaron a mover a la gente, taparon la vía, colocaron cintas amarillas en las esquinas. Decían que estábamos contaminando la escena. Después se acercaron a los cuerpos y comenzaron a revisar despacio el suelo. Marcaron un círculo con yeso aquí, otro allá, dejaron cartelitos con números donde encontraban las municiones.

De último se aparecieron los del canal de cable a filmar todo lo que pasaba y trataron de entrevistar a la gente. Nadie quería decir nada, no querían que los enfocaran, «si quiere hablo, pero no me grabe», «¿y cuánto me van a dar, pues?». Antes de que llegaran las cámaras hablaban quedito, ahora sellaban sus bocas.

Escuché que los patojos se acercaron a un picop. Se miraba nuevecito, parecía recién sacado de la agencia. Primero le tiraron un chorro de agua con detergente al parabrisas y rápido se pusieron a limpiarlo. El chofer se puso bravo, les gritó que no lo hicieran. Los patojos se enojaron, el que estaba a la izquierda dio un manotazo en la puerta. Vino el chofer, sacó su escuadra y les voló bala a los dos. Ni tiempo les dio a que se fueran corriendo. Ahí se quedaron tirados, delante de los negocios abiertos y todos los que pasaban a esa hora por la calle.

Creo que le hubiera disparado a los demás niños de no ser porque en ese momento el semáforo dio luz verde y siguió su rumbo como si nada hubiera pasado. Ninguno se fijó si agarró en dirección a los campos, o dio la vuelta por la gasolinera para salir hecho pistola a la calzada y de ahí a la carretera.

Me dio no sé qué verme en la tele cuando pasaron el resumen de las noticias por el cable. «Mejor te hubieras puesto zapatos, mirá cómo salís vos, todo chancletudo», me dijo mi mujer. ¿Y qué tiempo iba a yo tener de arreglarme? Ahora estamos aquí y no sabemos si nos pasan llevando de corbata a los cinco segundos.

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